09. Preludio a la Fundación
La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.
La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.
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comida. Un fuerte olor a cebol<strong>la</strong> perfumaba el aire..., pero era un olor diferente, con algo de<br />
levadura tal vez. Dors retrocedió un poco ante el mal olor.<br />
—¿De dónde has sacado <strong>la</strong> comida, Raych? —preguntó.<br />
—Los hombres de Davan me <strong>la</strong> trajeron. Davan está muy bien.<br />
—Entonces, no tenemos que comprarte cena, ¿verdad? —preguntó Seldon, que se notaba el<br />
estómago vacío.<br />
—Algo me deben —contestó Raych, mirando, ansioso, en dirección de Dors—. ¿Qué hay de <strong>la</strong><br />
navaja, señora? Una de el<strong>la</strong>s.<br />
—Nada de navaja —contestó Dors—. Nos dejas en casa sanos y salvos, y te daré cinco créditos.<br />
—No puedo comprarme una navaja con cinco créditos —protestó.<br />
—No tendrás ninguna otra cosa que no sean cinco créditos —aseguró Dors.<br />
—Es usted una dama roña, señora —dijo Raych.<br />
—Soy una dama roña con navaja rápida, Raych, así que, andando.<br />
—Está bien. No s'acalore. —Y Raych agitó <strong>la</strong> mano—. Por aquí.<br />
Fue cuando, al regresar por los pasadizos vacíos, Dors, mirando a uno y otro <strong>la</strong>do, se detuvo en<br />
seco.<br />
—Espera, Raych. Alguien nos sigue.<br />
Raych pareció exasperado.<br />
—No tenía que haberles oído.<br />
Seldon inclinó <strong>la</strong> cabeza a un <strong>la</strong>do y escuchó.<br />
—Yo no oigo nada.<br />
—Yo, sí —afirmó Dors—. Óyeme, Raych, no quiero tonterías. Dime ahora mismo lo que está<br />
sucediendo, o te sacudiré tan fuerte en <strong>la</strong> cabeza, que estarás una semana sin poder ver. Y lo<br />
digo en serio.<br />
Raych alzó un brazo como para defenderse.<br />
—A ver si es capaz, asquerosa señora. A ver si se atreve... Son los tíos de Davan. Cuidan de<br />
nosotros por si apareciera algún navajero.<br />
—¿Los tíos de Davan?<br />
—Sí. Nos siguen por los pasadizos de servicio.<br />
La mano derecha de Dors saltó inesperadamente y agarró a Raych por el cuello de su vestimenta.<br />
Lo alzó y él, pataleando, empezó a gritar:<br />
—¡Eh, señora, eh!<br />
—Dors, no te ensañes con él —medió Seldon.<br />
—Lo haré, y con dureza, si descubro que miente. Estás a mi cargo, Hari, y no al de él.<br />
—No miento —protestó Raych, debatiéndose—. No miento.<br />
—Seguro que no —corroboró Seldon.<br />
—Bueno, ya veremos, Raych, diles que salgan para que podamos verles.<br />
Le soltó y se frotó <strong>la</strong>s manos.<br />
—¡Usted está cha<strong>la</strong>, señora! —murmuró Raych, ofendido. Luego, alzando <strong>la</strong> voz—: ¡Eh, Davan!<br />
¡Que salga alguno de vosotros!<br />
Hubo un tiempo de espera y después, de una abertura oscura en el corredor, dos bigotudos<br />
aparecieron, uno de ellos con una cicatriz que le partía <strong>la</strong> mejil<strong>la</strong>. Llevaban sendas navajas<br />
en <strong>la</strong> mano, con <strong>la</strong> hoja escondida.<br />
—¿Cuántos de ustedes andan por ahí? —preguntó Dors con voz dura.<br />
—Varios —respondió uno de los recién aparecido—. Tenemos órdenes. Les escoltamos a<br />
ustedes. Davan los quiere a salvo.<br />
—Gracias. Procuren hacer menos ruido. Raych, sigue andando.<br />
—Me ha maltratado y yo le decía <strong>la</strong> verdad —masculló el muchacho entre dientes.<br />
—Tienes razón —dijo Dors—. Al menos, creo que tienes razón..., y te pido perdón por ello.<br />
—No sé si aceptarlo —comentó Raych haciéndose el hombre—. Pero, está bien, por esta<br />
vez... —Y emprendió <strong>la</strong> marcha.<br />
Cuando llegaron a <strong>la</strong> avenida, los invisibles guardianes desaparecieron. O, por lo menos, el<br />
fino oído de Dors no los percibía. Pero, c<strong>la</strong>ro, ellos estaban entrando en <strong>la</strong> parte respetable<br />
del Sector.<br />
—Me parece que no tenemos nada que te siente bien, Raych —murmuró Dors, pensativa.<br />
—¿Por qué quieren que su ropa me siente bien, señora? —(Aparentemente, <strong>la</strong><br />
respetabilidad parecía invadir a Raych, una vez fuera de los pasadizos)—. Ya tengo <strong>la</strong> mía.