09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots. La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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—Vamos, Raych. Aprendes a leer y no se lo cuentas a nadie. Luego, vas y les sorprendes a todos. Después de un tiempo, apuesta con ellos a que sabes leer. Apuesta cinco créditos, digamos. Así, ganarás algo de dinero y podrás comprarte tu propia navaja. El muchacho titubeó. —¡Ca! Nadie apostará contra mí. Nadie tiene créditos. —Si sabes leer, puedes encontrar un empleo en una tienda de navajas, ahorrar de tu sueldo y comprarte una navaja rebajada. ¿Qué te parece? —¿Cuándo me vas a comprar el ordenador que habla? —Ahora mismo. Te lo daré cuando vea a Mamá Rittah. —¿Tienes dinero? —Tengo una tarjeta de crédito. —Vamos a ver cómo me lo compras. Llevaron a cabo la transacción, pero cuando el muchacho tendió la mano, Seldon movió la cabeza y guardó el ordenador en su bolsa. —Primero, llévame junto a Mamá Rittah. ¿Estás seguro de que sabes dónde vive? Raych se permitió una mirada despectiva. —Claro que lo sé. Voy a llevarte, pero será mejor que al llegar me des el ordenador o iré en busca de unos tíos que conozco que os buscarán, así que mejor será que no me engañéis. —No tienes que amenazarnos —dijo Seldon—. Cumpliremos nuestra parte del trato. Raych les condujo rápidamente por la avenida, ante las miradas curiosas de los peatones. Seldon y Dors guardaron silencio durante el trayecto. A pesar de eso, Dors no estaba sumida en sus pensamientos y en ningún momento perdió de vista a la gente que, en todo momento, los rodeaba. Siguió devolviendo con mirada fija las ojeadas de algunos transeúntes curiosos. En una ocasión, al notar pasos tras ellos, se volvió en redondo con expresión concentrada. Al poco rato, Raych se detuvo. —Aquí tiene casa, ¿saben? —anunció. Le siguieron a un edificio de apartamentos y Seldon, que tenía la intención de fijarse en su camino para saber cómo regresar, no tardó en perderse. —¿Cómo te las arreglas para encontrar el camino en medio de tantos pasadizos, Raych? — preguntó. El muchacho se encogió de hombros. —He andao por aquí desde que era pequeño —respondió el muchacho—. Además, los apartamentos están numerados..., cuando los números no se han caído..., y hay flechas y cosas. No puede perderse si conoce los trucos. Raych conocía bien los trucos al parecer, porque fueron adentrándose cada vez más en el complejo. Por todas partes se notaba un aire de abandono: escombros olvidados, gente que se cruzaba con ellos, claramente resentida por la invasión de forasteros, chiquillos desarrapados corrían por los pasadizos metidos en un juego u otro; algunos incluso les gritaron: «¡Eh, largaros!», cuando la pelota que habían lanzado no golpeó a Dors de milagro. Y, por fin, Raych se detuvo ante una puerta deslucida en la que el número 2782 resaltaba hábilmente. —¡Aquí es! —dijo, y alargó la mano. —Primero, veamos quién vive en este lugar —repuso Seldon a media voz. Pulsó el botón señalizador, pero no ocurrió nada. —No funciona —explicó Raych—. Tiés que golpear. Con fuerza. Ella no oye bien. Seldon golpeó la puerta con el puño y fue recompensado con movimiento en el interior. —¿Quién busca a Mamá Rittah? —preguntó una voz estridente. —Dos universitarios —gritó Seldon en respuesta. Tiró el pequeño ordenador, junto con su paquete de software, a Raych, que lo cogió al vuelo, sonrió y se alejó corriendo. Seldon se volvió al tiempo que la puerta de Mamá Rittah se abría. 70 Mamá Rittah tendría bien cumplidos los setenta, pero su rostro era de los que engañan a primera vista. Mejillas redondas, boca chiquita, una barbilla ligeramente doble. Era bajita, no mediría ni el metro y medio, y su cuerpo más bien grueso. Junto a los ojos se veían finas arrugas, y cuando sonrió al verles, se formaron otras arrugas en su rostro. Se movía con dificultad.

—Pasen, pasen —les dijo con voz dulce y atiplada, fijándose en ellos como si la vista le estuviera fallando—. Forasteros..., de otros mundos, tal vez. ¿Tengo razón? No parecen impregnados del olor de Trantor. Seldon deseó que no hubiera mencionado el olor. El apartamento, repleto de pequeñas posesiones que lo llenaban todo, oscuras y polvorientas, olía a restos de comida vieja y rancia. El aire era tan pesado y pegajoso, que estaba seguro de que sus ropas olerían a demonios cuando salieran de allí. —Tiene razón, Mamá Rittah —asintió Seldon—. Yo soy Hari Seldon, de Helicón, y mi amiga es Dors Venabili, de Cinna. —Ah, ya —respondió ella mientras buscaba un lugar libre en el suelo, donde pudiera invitarles a sentarse, pero sin encontrarlo. —No nos importa quedarnos de pie, Mamá Rittah —dijo Dors. —¿Cómo? —preguntó la anciana, mirándola—. Tienes que hablar fuerte, mi niña. Mi oído no es lo que era cuando yo tenía tus años. —¿Por qué no se provee de un aparato para oír? —preguntó Seldon. —No serviría de nada, doctor Seldon. Parece que algo no está bien en el nervio, y no tengo dinero para reconstruirlo... ¿Han venido a pedir a la vieja Mamá Rittah que les descubra el futuro? —No del todo —dijo Seldon—. He venido a preguntarle por el pasado. —¡Excelente! Decidir lo que la gente quiere oír requiere un esfuerzo enorme. —Debe ser todo un arte —observó Dors, sonriendo. —Parece fácil, pero hay que mostrarse debidamente convincente. Yo me gano mis honorarios así. —-Si usted tiene una cuenta, le ingresaré unos honorarios razonables en el caso de que nos hable sobre la Tierra..., sin inventar inteligentemente lo que vaya a decirnos para que oigamos lo que queremos oír. Deseamos que nos diga la verdad pura y simple. La anciana, que había estado moviéndose por la estancia, arreglando una cosa u otra, como para que todo pareciera más bonito y apropiado para visitantes importantes, se quedó clavada. —¿Qué quieren saber de la Tierra? —En primer lugar, ¿qué es la Tierra? La vieja se volvió y pareció sumida en la contemplación del espacio. Cuando al fin habló, su voz era baja y firme. —Es un mundo, un planeta muy viejo. Está olvidado y perdido. —No forma parte de la Historia. Eso lo sabemos —observó Dors. —Es que es anterior a la Historia, mi niña —declaró Mamá Rittah, solemne—. Existió en el amanecer de la Galaxia y antes de ese amanecer. Era el único mundo con humanos. —Y movió la cabeza como afirmándolo. —¿Tenía la Tierra otro nombre..., Aurora? —preguntó Seldon. El rostro de Mamá Rittah se contrajo. —¿De dónde ha sacado eso? —De mis vagabundeos. He oído hablar de un mundo olvidado, llamado Aurora, en el que la Humanidad vivió originalmente en paz. —¡Es una mentira! —exclamó, y se secó la boca de un manotazo, como si quisiera arrancarse el regusto de lo que acababa de oír—. Ese nombre que acaba de pronunciar no debe ser nunca mencionado, excepto como lugar del Mal. La Tierra estaba sola hasta que el Mal llegó junto con sus mundos hermanos. El Mal casi destruyó a la Tierra, pero ella se alzó y destruyó el Mal..., ayudada por los héroes. —¿La Tierra fue antes que el Mal? ¿Está segura de ello? —Mucho antes. La Tierra estuvo sola en la Galaxia durante millares de años, millones de años. —¿Millones de años? ¿La Humanidad existió en la Tierra durante millones de años, sin nadie más de ningún otro mundo? —Es cierto. Es cierto. ¡Es cierto! —Pero, ¿cómo sabe todo eso? ¿Está, acaso, en un programa de ordenador o impreso? ¿Tiene algo que yo pueda leer? Mamá Rittah sacudió la cabeza. —He oído las viejas historias de boca de mi madre, que las oyó de la suya, y así hacia atrás. No tengo hijos, así que cuento la historia a otros, pero puede que se acabe. En esta época ya no se cree en nada.

—Vamos, Raych. Aprendes a leer y no se lo cuentas a nadie. Luego, vas y les sorprendes a todos.<br />

Después de un tiempo, apuesta con ellos a que sabes leer. Apuesta cinco créditos, digamos. Así,<br />

ganarás algo de dinero y podrás comprarte tu propia navaja.<br />

El muchacho titubeó.<br />

—¡Ca! Nadie apostará contra mí. Nadie tiene créditos.<br />

—Si sabes leer, puedes encontrar un empleo en una tienda de navajas, ahorrar de tu<br />

sueldo y comprarte una navaja rebajada. ¿Qué te parece?<br />

—¿Cuándo me vas a comprar el ordenador que hab<strong>la</strong>?<br />

—Ahora mismo. Te lo daré cuando vea a Mamá Rittah.<br />

—¿Tienes dinero?<br />

—Tengo una tarjeta de crédito.<br />

—Vamos a ver cómo me lo compras.<br />

Llevaron a cabo <strong>la</strong> transacción, pero cuando el muchacho tendió <strong>la</strong> mano, Seldon movió <strong>la</strong><br />

cabeza y guardó el ordenador en su bolsa.<br />

—Primero, llévame junto a Mamá Rittah. ¿Estás seguro de que sabes dónde vive?<br />

Raych se permitió una mirada despectiva.<br />

—C<strong>la</strong>ro que lo sé. Voy a llevarte, pero será mejor que al llegar me des el ordenador o iré en<br />

busca de unos tíos que conozco que os buscarán, así que mejor será que no me engañéis.<br />

—No tienes que amenazarnos —dijo Seldon—. Cumpliremos nuestra parte del trato.<br />

Raych les condujo rápidamente por <strong>la</strong> avenida, ante <strong>la</strong>s miradas curiosas de los peatones. Seldon y<br />

Dors guardaron silencio durante el trayecto. A pesar de eso, Dors no estaba sumida en sus<br />

pensamientos y en ningún momento perdió de vista a <strong>la</strong> gente que, en todo momento, los rodeaba.<br />

Siguió devolviendo con mirada fija <strong>la</strong>s ojeadas de algunos transeúntes curiosos. En una ocasión, al<br />

notar pasos tras ellos, se volvió en redondo con expresión concentrada. Al poco rato, Raych se<br />

detuvo.<br />

—Aquí tiene casa, ¿saben? —anunció.<br />

Le siguieron a un edificio de apartamentos y Seldon, que tenía <strong>la</strong> intención de fijarse en su camino<br />

para saber cómo regresar, no tardó en perderse.<br />

—¿Cómo te <strong>la</strong>s arreg<strong>la</strong>s para encontrar el camino en medio de tantos pasadizos, Raych? —<br />

preguntó.<br />

El muchacho se encogió de hombros.<br />

—He andao por aquí desde que era pequeño —respondió el muchacho—. Además, los<br />

apartamentos están numerados..., cuando los números no se han caído..., y hay flechas y cosas.<br />

No puede perderse si conoce los trucos.<br />

Raych conocía bien los trucos al parecer, porque fueron adentrándose cada vez más en el<br />

complejo. Por todas partes se notaba un aire de abandono: escombros olvidados, gente que se<br />

cruzaba con ellos, c<strong>la</strong>ramente resentida por <strong>la</strong> invasión de forasteros, chiquillos desarrapados<br />

corrían por los pasadizos metidos en un juego u otro; algunos incluso les gritaron: «¡Eh,<br />

<strong>la</strong>rgaros!», cuando <strong>la</strong> pelota que habían <strong>la</strong>nzado no golpeó a Dors de mi<strong>la</strong>gro.<br />

Y, por fin, Raych se detuvo ante una puerta deslucida en <strong>la</strong> que el número 2782 resaltaba<br />

hábilmente.<br />

—¡Aquí es! —dijo, y a<strong>la</strong>rgó <strong>la</strong> mano.<br />

—Primero, veamos quién vive en este lugar —repuso Seldon a media voz. Pulsó el botón<br />

señalizador, pero no ocurrió nada.<br />

—No funciona —explicó Raych—. Tiés que golpear. Con fuerza. El<strong>la</strong> no oye bien.<br />

Seldon golpeó <strong>la</strong> puerta con el puño y fue recompensado con movimiento en el interior.<br />

—¿Quién busca a Mamá Rittah? —preguntó una voz estridente.<br />

—Dos universitarios —gritó Seldon en respuesta.<br />

Tiró el pequeño ordenador, junto con su paquete de software, a Raych, que lo cogió al vuelo,<br />

sonrió y se alejó corriendo. Seldon se volvió al tiempo que <strong>la</strong> puerta de Mamá Rittah se abría.<br />

70<br />

Mamá Rittah tendría bien cumplidos los setenta, pero su rostro era de los que engañan a<br />

primera vista. Mejil<strong>la</strong>s redondas, boca chiquita, una barbil<strong>la</strong> ligeramente doble. Era bajita, no<br />

mediría ni el metro y medio, y su cuerpo más bien grueso.<br />

Junto a los ojos se veían finas arrugas, y cuando sonrió al verles, se formaron otras arrugas en<br />

su rostro. Se movía con dificultad.

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