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09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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—Sí. Si se trata de utilizar<strong>la</strong>, <strong>la</strong> agotará.<br />

—Respiraré hondo. Me llevaré otra.<br />

—¿Para su amigo?<br />

—No. Para mí.<br />

—¿Se propone utilizar dos navajas?<br />

—Tengo dos manos.<br />

El comerciante suspiró.<br />

—Señora, por-favor, permanezca lejos de Billibotton. Usted no sabe lo que hacen allí con <strong>la</strong>s<br />

mujeres.<br />

—Puedo imaginarlo. ¿Cómo me coloco ambas navajas en el cinturón?<br />

—No en el que lleva puesto, señora. Ése no sirve para llevar navajas. Pero puedo venderle uno.<br />

—¿Sujetará <strong>la</strong>s dos?<br />

—Creo que tengo uno doble en alguna parte. No tienen mucha salida.<br />

—Pues a mí me interesa.<br />

—Tal vez no sea de su tal<strong>la</strong>.<br />

—Entonces, lo recortaremos un poco.<br />

—Le va a costar muchos créditos.<br />

—Mi tarjeta de crédito bastará.<br />

Cuando el<strong>la</strong> salió al fin, Seldon protestó con acritud:<br />

—Estás ridícu<strong>la</strong> con este abultado cinturón.<br />

—¿De veras, Hari? ¿Demasiado ridícu<strong>la</strong> para acompañarte a Billibotton? Entonces, volvamos<br />

al apartamento.<br />

—No. Iré solo. Estaré más seguro yendo solo.<br />

—Es inútil decir todo esto, Hari. O retrocedemos los dos, o vamos los dos. Bajo ninguna<br />

circunstancia voy a separarme de ti.<br />

La mirada firme de sus ojos azules, sus <strong>la</strong>bios apretados y <strong>la</strong> forma en que sus manos cayeron<br />

sobre los mangos que sobresalían del cinturón, convencieron a Seldon de que hab<strong>la</strong>ba en serio.<br />

—Está bien. Pero si sobrevives y vuelvo a ver a Hummin, mi precio por continuar el trabajo sobre<br />

psicohistoria, por más afecto que sienta por ti, será que te retire de esto. ¿Lo has entendido?<br />

Dors sonrió de pronto.<br />

—Olvídalo. No hagas prácticas de cortesía conmigo. Nada me retirará. ¿Lo entiendes tú?<br />

69<br />

Se apearon del expreso donde <strong>la</strong> señal, bril<strong>la</strong>ndo al aire, decía: BILLIBOTTON. Quizá como<br />

indicación de lo que podía esperarse, <strong>la</strong> segunda I estaba sucia, un simple borrón a <strong>la</strong> escasa luz.<br />

Emprendieron el camino desde el coche, y bajaron a <strong>la</strong> avenida que veían a sus pies. Era por <strong>la</strong><br />

tarde, temprano, y, a primera vista, Billibotton se parecía mucho a <strong>la</strong> parte de Dahl que habían<br />

dejado. No obstante, el aire tenía un aroma desagradable y el suelo aparecía cubierto de basura.<br />

Uno podía asegurar que los barrenderos mecánicos no debían encontrarse por los alrededores.<br />

Aunque <strong>la</strong> avenida daba sensación de normalidad, <strong>la</strong> atmósfera era desagradable y tan tensa como<br />

un muelle demasiado comprimido.<br />

Tal vez se trataba de <strong>la</strong> gente. «Parecía haber un número normal de peatones, pero no eran<br />

peatones como los de otras partes», pensó Seldon. Generalmente, abrumados por los negocios, los<br />

peatones iban absortos en sus cosas, y en <strong>la</strong>s infinitas multitudes de <strong>la</strong>s interminables vías de<br />

Trantor, <strong>la</strong> gente podía sobrevivir, psicológicamente, sólo si se ignoraban unos a otros. Los<br />

ojos se desviaban. Los cerebros se desconectaban. Había una intimidad artificial con cada<br />

persona encerrada en una nieb<strong>la</strong> aterciope<strong>la</strong>da que cada uno se creaba. O bien, <strong>la</strong> amistosa<br />

comunicación ritual de un paseo al anochecer en aquellos barrios que se permitían semejantes<br />

cosas.<br />

Pero ahí, en Billibotton, ni había comunicación amistosa, ni rechazo neutral. Por lo menos, no en<br />

lo re<strong>la</strong>tivo a forasteros. Cada persona que pasaba, en una u otra dirección, se volvía a mirar a<br />

Seldon y Dors. Cada par de ojos, como atraídos por cables invisibles atados a los dos forasteros,<br />

los seguían con ma<strong>la</strong> voluntad.<br />

La ropa de los billibottonianos tendía a ser sucia, vieja y, a veces, rota. Había una pátina de<br />

mal <strong>la</strong>vada pobreza sobre todos ellos y Seldon se sentía incómodo por lo impecable de sus trajes<br />

nuevos.<br />

—¿Dónde crees que vivirá Mamá Rittah en Billibotton? —preguntó a Dors.

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