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Kurt Vonnegut Pájaro de celda - works

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amor.<br />

Empecé a hablarle a Ruth <strong>de</strong> amor casi en cuanto salió <strong>de</strong>l hospital y empezó a<br />

trabajar para mí. Sus respuestas eran amables y extrañas y perspicaces... pero, sobre todo,<br />

pesimistas. Ella creía, y tenía <strong>de</strong>recho a creerlo, he <strong>de</strong> confesarlo, que todos los seres<br />

humanos eran malvados por naturaleza, fuesen atormentadores o víctimas, o inútiles<br />

paños <strong>de</strong> lágrimas. Sólo sabían crear tragedias sin sentido, <strong>de</strong>cía, pues no eran lo<br />

suficientemente inteligentes para lograr todo el bien que se proponían. Eran una<br />

enfermedad, <strong>de</strong>cía, que había evolucionado a partir <strong>de</strong> un pequeño rescoldo <strong>de</strong>l universo,<br />

pero que podía exten<strong>de</strong>rse más y más.<br />

—¿Cómo pue<strong>de</strong>s hablar <strong>de</strong> amor a una mujer —me preguntaba cuando empecé a<br />

cortejarla— que cree que daría igual que nadie tuviera más niños, que la especie humana<br />

no se prolongase?<br />

—Porque sé que tú no crees eso, en realidad —contesté yo—. Ruth, Ruth... ¡fíjate lo<br />

llena <strong>de</strong> vida que estás!<br />

Era verdad. Todos sus movimientos y sonidos eran, por lo menos acci<strong>de</strong>ntalmente,<br />

insinuantes... y ¿qué es el coqueteo más que una prueba <strong>de</strong> que la vida ha <strong>de</strong> seguir y<br />

seguir y seguir?<br />

¡Qué encantadora era! Oh, y yo me llevaba todos los méritos por lo bien que iban las<br />

cosas. Mi propio país me premió con una medalla por servicios distinguidos. Francia me<br />

hizo Chevalier <strong>de</strong> la Legión <strong>de</strong> Honor, y la Gran Bretaña y la Unión Soviética me<br />

enviaron cartas <strong>de</strong> alabanza y <strong>de</strong> agra<strong>de</strong>cimiento. Pero fue Ruth quien hizo posibles todos<br />

los milagros, quien mantuvo a todos los huéspe<strong>de</strong>s en un estado <strong>de</strong> complacida<br />

indulgencia, pasase lo que pasase.<br />

—¿Cómo pue<strong>de</strong>s rechazar la vida y ser, sin embargo, tan vital? —le pregunté.<br />

—No podría tener un hijo aunque quisiera —dijo ella—. Fíjate lo vital que soy.<br />

En eso se equivocaba, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego. Sólo estaba especulando. Daría a luz un hijo, un<br />

ser muy <strong>de</strong>sagradable, que, como ya he dicho, hace ahora crítica literaria para el New<br />

York Times,<br />

Esta conversación con Ruth en Nuremberg siguió. Estábamos en la iglesia <strong>de</strong> Santa<br />

Marta, cerca <strong>de</strong> don<strong>de</strong> nos había unido el <strong>de</strong>stino por primera vez. Todavía no funcionaba<br />

como iglesia. Habían vuelto a techarla, pero don<strong>de</strong> antes estaba el rosetón ahora había<br />

una cubierta <strong>de</strong> lona. El rosetón y el altar, según nos contó un viejo guardián, los había<br />

<strong>de</strong>struido una sola bala <strong>de</strong>l cañón <strong>de</strong> un caza británico. Para él, a juzgar por su<br />

solemnidad, esto era otro milagro religioso más. Y he <strong>de</strong> <strong>de</strong>cir que raras veces encontré a<br />

un alemán varón que estuviese triste por la <strong>de</strong>strucción generalizada <strong>de</strong> su propio país. De<br />

lo que <strong>de</strong>seaban hablar siempre era <strong>de</strong> las características <strong>de</strong>l proyectil causante <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>sastre.<br />

—En la vida no todo es tener hijos, Ruth —dije yo.<br />

—Si yo tuviese un hijo, sería un monstruo —dijo ella. Y así habría <strong>de</strong> ser.<br />

—Olvídate <strong>de</strong> los niños —dije—. Piensa en la nueva era que nace. El mundo ha<br />

aprendido al fin su lección <strong>de</strong>finitivamente. El último capítulo <strong>de</strong> diez mil años <strong>de</strong> locura<br />

y codicia se está escribiendo aquí mismo en este momento, aquí en Nuremberg. Se<br />

escribirán libros sobre esto, se harán películas. Es el hito más importante <strong>de</strong> la historia.<br />

Yo me lo creía.<br />

—Ay, Walter —dijo ella—. A veces, me parece que sólo tienes ocho años.<br />

—Es la única edad posible —dije yo— cuando está naciendo una nueva era.<br />

Los relojes daban las seis por toda la ciudad. Al coro <strong>de</strong> campanadas públicas se unió<br />

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