por ejemplo, habría sido una obra maestra si hubiera muerto en una playa con una bala fascista en el entrecejo. —Pue<strong>de</strong> que la gente ya no sea buena —dijo ella—. A mí me parece mezquina y mala. Ya no es como era en la Depresión. Ya no veo que las personas se porten bien unas con otras. A mí ni siquiera me hablan. Me preguntó luego si yo había visto algún acto <strong>de</strong> bondad. Reflexioné y me di cuenta <strong>de</strong> que prácticamente no había encontrado más que amabilidad y bondad <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que había salido <strong>de</strong> la cárcel. Y se lo dije. —Entonces es mi aspecto —dijo. De esto no había duda. La fealdad reprobatoria que pue<strong>de</strong> soportar la mayoría <strong>de</strong> la gente tiene un límite, y Mary Kathleen y todas sus hermanas vagabundas habían sobrepasado ese límite. Estaba ansiosa por conocer actos individuales <strong>de</strong> bondad hacia mí, para confirmar que los norteamericanos aún podían tener buen corazón. Así que me produjo gran satisfacción contarle mis primeras veinticuatro horas como hombre libre, empezando por la amabilidad que había mostrado hacia mí Cly<strong>de</strong> Carter, el guardián, y la <strong>de</strong>l doctor Robert Fen<strong>de</strong>r, el encargado <strong>de</strong> suministros y escritor <strong>de</strong> ciencia ficción. Y <strong>de</strong>spués, claro, lo <strong>de</strong>l viaje en limusina con Cleveland Lawes. Mary Kathleen se asombró mucho <strong>de</strong>l comportamiento <strong>de</strong> estas personas, repitió sus nombres para cerciorarse <strong>de</strong> que los había captado bien. —¡Son santos! ¡Así que aún quedan santos por ahí! Animado con esto, me extendí sobre la actitud hospitalaria <strong>de</strong>l doctor Israel E<strong>de</strong>l, el encargado nocturno <strong>de</strong>l Arapahoe, y luego le hablé <strong>de</strong> los empleados <strong>de</strong> la cafetería <strong>de</strong>l Hotel Royalton por la mañana. No pu<strong>de</strong> darle el nombre <strong>de</strong>l propietario, sólo el <strong>de</strong>talle físico que le distinguía <strong>de</strong>l populacho. —Tenía una mano frita —dije. —El santo <strong>de</strong> la mano frita —dijo muy admirada. —Sí —dije yo—. Y tú misma viste a un hombre que yo creí que era el peor enemigo que tenía en el mundo. Me refiero a aquel hombre alto <strong>de</strong> ojos claros, el <strong>de</strong> la cartera <strong>de</strong> muestras. Tú misma le oíste <strong>de</strong>cir que me perdonaba por todo lo que le había hecho, y que tenía que cenar con él un día <strong>de</strong> estos. —Dime otra vez su nombre —dijo ella. —Leland Clewes —dije yo. —San Leland Clewes —dijo, reverente—. ¿Ves cuánto me has ayudado ya? Nunca podría haber localizado a toda esa gente buena yo sola. Luego, realizó un pequeño milagro nemotécnico, repitiendo todos los nombres en or<strong>de</strong>n cronológico: —Cly<strong>de</strong> Carter, doctor Robert Fen<strong>de</strong>r, Cleveland Lawes, Israel E<strong>de</strong>l, el hombre <strong>de</strong> la mano frita, y Leland Clewes. Mary Kathleen se quitó un zapato. No era el que contenía el tampón y las plumas, y el papel, y su testamento, y todo lo <strong>de</strong>más. El zapato que se quitó estaba lleno <strong>de</strong> recuerdos. Eran hipócritas cartas <strong>de</strong> amor mías, como ya he dicho. Pero ella tenía el <strong>de</strong>seo concreto <strong>de</strong> que yo viese una foto <strong>de</strong> lo que ella llamaba... «mis dos hombres favoritos». En la fotografía aparecía mi antiguo ídolo, Kenneth Whistler, el dirigente obrero educado en Harvard, estrechando la mano a un universitario bajo con cara <strong>de</strong> tonto. El chico era yo. Tenía las orejas como una copa <strong>de</strong> la amistad. Y fue entonces cuando la policía llegó por fin a buscarme. —Ya te salvaré yo, Walter —dijo Mary Kathleen—. Y luego, entre los dos, 106
salvaremos al mundo. Yo, francamente, sentí cierto alivio al pensar que me apartaban <strong>de</strong> ella. Intenté mostrarme afligido por la separación. —Cuídate, Mary Kathleen —dije—. Parece ser que hemos <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedirnos. 107
- Page 1 and 2:
Kurt Vonnegut Pájaro de celda EDIT
- Page 3 and 4:
Para Benjamín D. Hitz, íntimo ami
- Page 5 and 6:
dormiría conmigo?» Mi madre, como
- Page 7 and 8:
En fin, el relato insistía tanto e
- Page 9 and 10:
Al parecer, había estado también
- Page 11 and 12:
entonces veintidós años, y John,
- Page 13 and 14:
amenazadora. Y la fama de las inmin
- Page 15 and 16:
No fue insensible Alexander a la be
- Page 17 and 18:
de acuerdo para comportarse como au
- Page 19 and 20:
aventuraba fuera de su mansión de
- Page 21 and 22:
Pájaro de celda 21
- Page 23 and 24:
estado alimentando una máquina de
- Page 25 and 26:
diarios, ya no era un esclavo de su
- Page 27 and 28:
a una canción que hiciese burla de
- Page 29 and 30:
Así pues, mi idealismo no murió n
- Page 31 and 32:
¿Acaso le di oportunidad de hacerl
- Page 33 and 34:
y por el báculo de romero. Ay, que
- Page 35 and 36:
una nueva voz. En realidad, era una
- Page 37 and 38:
emigrante. Le advirtieron que Stank
- Page 39 and 40:
asuntos de la juventud nos haga una
- Page 41 and 42:
Unidos. —¿Y dónde demonios est
- Page 43 and 44:
elacionado con mi correspondencia.
- Page 45 and 46:
cualquier batalla con la Unión Sov
- Page 47 and 48:
5 Casi veinte años después, Richa
- Page 49 and 50:
de los réditos, y él utilizaría
- Page 51 and 52:
atrás el cuerpo y cuya alma va vol
- Page 53 and 54:
6 El juez del relato del doctor Bob
- Page 55 and 56: poder oír música. Pero oyó notic
- Page 57 and 58: 7 Estaba sentado ya en un banco de
- Page 59 and 60: Salvo por esto: nuestro hijo llegó
- Page 61 and 62: Presidencia. —Si lo siente de ver
- Page 63 and 64: comprar, si el precio era bueno. Hu
- Page 65 and 66: hablar con usted de este asunto má
- Page 67 and 68: Conectaron el amplificador y se des
- Page 69 and 70: 9 Había estado ya en el Arapahoe u
- Page 71 and 72: —Sí, madame —dije. —Explíqu
- Page 73 and 74: sensación de haberme convertido en
- Page 75 and 76: 10 Hablé sólo de Ruth como «mi e
- Page 77 and 78: Había una vieja abotargada, recuer
- Page 79 and 80: de veinte dólares. Al principio, e
- Page 81 and 82: —Lo menos que podemos hacer —di
- Page 83 and 84: civilizada más, muy a tono con la
- Page 85 and 86: el este, pronto hubiéramos llegado
- Page 87 and 88: por los bordes de los senderos. Mi
- Page 89 and 90: El problema era éste: yo llevaba t
- Page 91 and 92: 13 Yo estaba a punto de decirle gra
- Page 93 and 94: —Eso me parece muy inteligente
- Page 95 and 96: —Siempre me decías que me querí
- Page 97 and 98: un poco de dinero, no mucho, pero a
- Page 99 and 100: de la cálida jaula de sus manos en
- Page 101 and 102: Japón, o de Alemania Occidental, y
- Page 103 and 104: tres manzanas de distancia. Y allí
- Page 105: no puedo leer los artículos de los
- Page 109 and 110: El mundo es un pañuelo. Mary Kathl
- Page 111 and 112: Yo tenía a Mary Kathleen cogida de
- Page 113 and 114: ¿Por qué me resultaba esto inquie
- Page 115 and 116: Lo cierto es que Sacco y Vanzetti v
- Page 117 and 118: millón de graaaaaacias!» Pero ant
- Page 119 and 120: 20 Sacco y Vanzetti no perdieron nu
- Page 121 and 122: «¿Dormido en el cambio de vías?
- Page 123 and 124: Así que comprobaron en todas las c
- Page 125 and 126: —¿Quién no puede ser alta? —p
- Page 127 and 128: «Los que suben». En cualquier cas
- Page 129 and 130: en Milnovecientos Treintaicinco. Y,
- Page 131 and 132: 21 —Oh —dijo ella—, no puedo
- Page 133 and 134: 22 Yo no podía saberlo, claro... n
- Page 135 and 136: querer que le explicaran Georgia.
- Page 137 and 138: 23 Pronto me vi solo, cerciorándom
- Page 139 and 140: —Esta vida me resulta odiosa —d
- Page 141 and 142: EPÍLOGO Había más. Siempre hay m
- Page 143 and 144: O’Looney sentiría curiosidad por
- Page 145 and 146: Me sentí muy aliviado. No dejé mi
- Page 147 and 148: McDonald. Siempre era un problema e
- Page 149 and 150: «Boris». Boris tiene una ventanit
- Page 151: contestado mi héroe de otros tiemp