lorca

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06.06.2015 Views

do Matutino, que escribió a mi lado, en un café del Zacatín -y cuya fugaz fuente de inspiración sólo yo conozco- en una verdadera criptografía. Se lo quité casi violentamente y aquella misma noche se lo devolví, escrito a máquina, convenciéndolo de que no tornase a poner en él las manos porque era insuperable. Y así salió. Sólo de ese modo se conseguía que dejase en paz los textos. Lo común era que, a fuerza de recitarlos una y otra vez, adquiriesen su forma definitiva. Estoy casi seguro que Federico jamás ha dado espontáneamente una versión de algo hecho la víspera. Muchas veces le he oído cambiar versos enteros en el instante y calor de su recitado. La fluidez de sus logros era siempre el resultado de una depuración y castigo infatigables. Esto explica que fuese tan reacio a publicar sus libros y que casi todos ellos -salvo el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías- hayan aparecido años después de su elaboración primitiva. Las otras cuatro canciones se las dictó -algunas de ellas a mi vista- a su gran amigo Ernesto Pérez Guerra. Estos originales, que también conservo, están trazados sobre papeles que Federico iba cogiendo al azar, de su mesa de trabajo; uno al dorso de una invitación de la Embajada de Portugal; otro cruzando las líneas de una liquidación de derechos de autor de la Romería de los Cornudos, extendida a nombre de Federico, de Pittaluga y, si no recuerdo mal, de Esplá; otro en la parte no utilizada de una carta fechada en Fuente Vaqueros... Un día de mayo de 1935 el poeta me entregó todo este material y me pidió que lo estudiase a fondo y que «si valía la pena», lo publicase en Galicia y que no volviese a hablarle del asunto, a enseñarle pruebas ni nada por el estilo... Y así fue. Rehice la ortografía -la de Pérez Guerra era por aquel entonces muy vacilante- encuadré esta o aquella palabra; les puse un prólogo que él me había pedido, haciendo de ello cuestión primordial, y me los llevé a Santiago. Allí se los entregué a Ánxel Casal, alcalde de la apostólica ciudad, republicano moderado y, desde veinte años atrás, benemérito fundador director de la Editorial «Nós», que cayó también asesinado por los falangistas, casi el mismo día que Federico. Esta edición que debió haber salido el Día del Apóstol -25 de julio- de 1935, no apareció hasta octubre. La dejé totalmente corregida y encargué a Suárez Picallo, entonces estudiante en Compostela, que le echase un vistazo final a las segundas de páginas, que eran las terceras del texto. A Madrid me llegaron una veintena de ejemplares, que entregué a Federico. Yo me traje a 330

América unos diez o doce; se vendieron unos pocos y el resto de la edición fue abrasada en la plaza pública, junto con 20.000 volúmenes de las colecciones de «Nós», donde se configuraba en letra de molde todo el renacimiento cultural de la Galicia nueva, que no era, por cierto, nada separatista. En el prólogo de la edición de «Nós» figuraban los pormenores que aquí se repiten. En la primera edición de las Obras Completas continuaba estando dicho prefacio, y no hubo crítico que no hiciese mención honrosísima de él, y aun alguno, como Pablo Suero, le dedicó un artículo admirable, bastante mejor que el prólogo mismo. ¿Por qué los graves escribas de la Editorial Losada lo han suprimido después? Es cosa que no acabo de explicarme. Soy viejo amigo personal y tenaz admirador de Guillermo de Torre y no menos amigo de Gonzalo Losada, extraordinario y casi increíble espécimen de editor inteligente y sensible. Nunca se lo he preguntado; siempre he creído de la más elemental cortesía que ellos me diesen una explicación. Jamás me la dieron. Llevé esta espina dentro de mi extrañeza -que no de mi resentimiento- durante diez o doce años y ahora me la quito aquí, ya que andamos hurgando en ello, escarificando viejas heridas. Con haber dejado el prólogo en el lugar donde tanto le contentó al poeta, se hubiese respetado su memoria y no hubiéramos tenido que andar ahora aclarando lo que allí estaba dicho. Federico García Lorca conocía del gallego lo necesario para pensar y decir estos poemas. Era un buen lector de nuestra poesía del Cancionero; conocía muy bien a Gil Vicente y a Camoens y recitaba fluidamente versos de Rosalía de Castro. El envío de mi libro Romances galegos, que guardaba con el Romancero gitano algunas afinidades estéticas -¡nada más que estéticas, válgame el Señor!- y aparecidos casi al mismo tiempo, fue lo que estableció nuestra amistad a distancia, la que luego, durante mi permanencia en España -1933-36- había de ahondarse hasta la intensa fraternidad que, para suerte mía, logró alcanzar. Por estar publicado aquel libro en Buenos Aires y escrito en el gallego renovado de nuestra generación, le puse un glosario de voces que contiene unos centenares de palabras. Federico me confesó que solía acudir a él cuando las canciones gallegas empezaron a bullirle en la cabeza. Efectivamente, nuestros idiomas se parecen, lo que dio lugar a supercherías y confusiones. Pero también se parece el mío al de 331

do Matutino, que escribió a mi lado, en un café del Zacatín -y cuya<br />

fugaz fuente de inspiración sólo yo conozco- en una verdadera<br />

criptografía. Se lo quité casi violentamente y aquella misma noche<br />

se lo devolví, escrito a máquina, convenciéndolo de que no<br />

tornase a poner en él las manos porque era insuperable. Y así salió.<br />

Sólo de ese modo se conseguía que dejase en paz los textos.<br />

Lo común era que, a fuerza de recitarlos una y otra vez, adquiriesen<br />

su forma definitiva. Estoy casi seguro que Federico jamás ha<br />

dado espontáneamente una versión de algo hecho la víspera.<br />

Muchas veces le he oído cambiar versos enteros en el instante y<br />

calor de su recitado. La fluidez de sus logros era siempre el resultado<br />

de una depuración y castigo infatigables. Esto explica que<br />

fuese tan reacio a publicar sus libros y que casi todos ellos -salvo<br />

el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías- hayan aparecido años después<br />

de su elaboración primitiva. Las otras cuatro canciones se<br />

las dictó -algunas de ellas a mi vista- a su gran amigo Ernesto Pérez<br />

Guerra. Estos originales, que también conservo, están trazados<br />

sobre papeles que Federico iba cogiendo al azar, de su mesa de<br />

trabajo; uno al dorso de una invitación de la Embajada de Portugal;<br />

otro cruzando las líneas de una liquidación de derechos de<br />

autor de la Romería de los Cornudos, extendida a nombre de Federico,<br />

de Pittaluga y, si no recuerdo mal, de Esplá; otro en la parte<br />

no utilizada de una carta fechada en Fuente Vaqueros... Un día de<br />

mayo de 1935 el poeta me entregó todo este material y me pidió<br />

que lo estudiase a fondo y que «si valía la pena», lo publicase en<br />

Galicia y que no volviese a hablarle del asunto, a enseñarle pruebas<br />

ni nada por el estilo... Y así fue. Rehice la ortografía -la de<br />

Pérez Guerra era por aquel entonces muy vacilante- encuadré esta<br />

o aquella palabra; les puse un prólogo que él me había pedido,<br />

haciendo de ello cuestión primordial, y me los llevé a Santiago.<br />

Allí se los entregué a Ánxel Casal, alcalde de la apostólica ciudad,<br />

republicano moderado y, desde veinte años atrás, benemérito<br />

fundador director de la Editorial «Nós», que cayó también asesinado<br />

por los falangistas, casi el mismo día que Federico.<br />

Esta edición que debió haber salido el Día del Apóstol -25 de<br />

julio- de 1935, no apareció hasta octubre. La dejé totalmente corregida<br />

y encargué a Suárez Picallo, entonces estudiante en<br />

Compostela, que le echase un vistazo final a las segundas de páginas,<br />

que eran las terceras del texto. A Madrid me llegaron una<br />

veintena de ejemplares, que entregué a Federico. Yo me traje a<br />

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