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dre, cuando fui a pedirle que consintiese un nuevo viaje del poeta a América, a fin de estrenar la reciente Doña Rosita. -«Es de todos menos mío. No me lo dejáis disfrutar». ¡No me lo dejáis disfrutar! Y ponía en la palabra un regusto tibio, dulce, frutal, de madre golosa, de madre española; porque doña Vicenta era una de esas madres andaluzas, a quienes el hijo nunca acaba de nacérseles del todo, como si lo llevasen en las entrañas de por vida. ¡No me lo dejáis disfrutar! Yo no había visto nunca una amistad tan honda, tan tierna, conmovedora e infantil entre una madre y un hijo. Quien no los haya visto juntos, quien no haya asistido a sus diálogos y a la recíproca e insaciable sutileza de sus cuidados, jamás sabrá hasta qué punto Federico era también un niño que no se resolvía a nacer del todo: -«Madre: bórdame en tu almohada -Sí, niño: ahora mismo». ¡Pobre doña Vicenta Lorca, pobres sus ojos tristes cuando nos veía salir cada noche, pobre su corazón, cuando lo vio salir sabiendo, con la sabiduría del corazón materno, que ya no habría de volver nunca más! Sí, me había callado más de cinco años, de pluma y de palabra, con una tozudez justificadamente cerril. Y cuando al final me resolví a hablar de él -desde adentro de él- a los estudiantes argentinos; cuando creí que tanta vida ya empezaba a gozar de la indispensable muerte en mi memoria, reencontré que mi boca se llenaba de sombra y de amargura y que su nombre dicho en arte, me acuchillaba la garganta y me rompía la voz. Me alegra mucho de que sea aquí, en Chile (ayer lo he evocado extensamente en la intimidad de una conferencia para andaluces) donde he sentido por primera vez la necesidad de hablar de él, es decir, de hablar con él. ¡Cómo hubiera amado Federico a este país! ¡Cuánto hubiese gozado con estas resonancias tan andaluzas y, empero, tan curiosamente, tan finamente complementadas por elementos para mí todavía de imposible objetivización, del carácter chileno! ¡Cómo le hubiera atraído este hondo instinto, amalgamado a formas tan implícitamente líricas; este transcendentalismo vital, sistemáticamente negado y revertido -descargado- en formas de la ironía o de elegante recato, todo ello tan andaluz; casi podría decirse tan mozárabe...! 328
Pero embridemos la divagación. Tiempo habrá de hablar de todo ello. En mi próximo curso de la Escuela de Temporada de la Universidad sobre «Lírica española contemporánea», Federico contará con cinco lecciones, con cinco intentos de apresamiento y fijación. Volvamos ahora al tema de los poemas gallegos, a las contingencias de su publicación. Empecemos por fijar un dato: Los poemas gallegos no aparecieron por primera vez, como creen muchos, en la edición de sus Obras Completas de la Editorial Losada. Se los facilité yo, publicados ya en libro, junto con el Libro de Poemas del que no había otro ejemplar visible en Buenos Aires; lo que demuestra que sus íntimos y minuciosos enterradores no tenían las obras del poeta. Recuerdo que, a fin de que el preciado ejemplar no saliese de mis manos y quedase a salvo de menoscabo y extravíos, lo copié a máquina y se lo entregué a G. de Torre, junto con los poemas gallegos. De las seis composiciones en esta lengua, sólo en uno no tuve arte ni parte. Lo escribió Federico en 1932 -Madrigal â cibdá de Santiago- durante una gira de estudiantes patroneada por Arturo Soria, actualmente exiliado en Chile. El Madrigal fue publicado en El Pueblo Gallego de Vigo. De los cinco restantes, después de oírselos recitar innumerables veces, uno me lo dio en cuartilla autógrafa –Noiturnio do adoescente morto– sin pasar en limpio, escrito en gallego fonético un poco aportuguesado, lleno de tachaduras de letra, enmiendas, vacilaciones y finales de verso para los que proponía hasta dos y tres variantes en la misma asonancia; lo cual demuestra hasta qué punto conocía auditivamente el idioma. Para su fijación definitiva no tuve más que acudir a mi memoria -que es muy buena, gracias a Dios- y reproducirlo tal como él solía recitarlo, que tampoco es siempre igual. Esto era muy frecuente en Federico. Dudaba angustiosamente de la forma definitiva. Cuando me entregó para una revista que yo codirigía en Madrid -Ciudad- el primer poema que vio la luz, del que luego había de ser su libro El diván del Tamarit –¿qué habrá hecho la Universidad franquista de Granada con la totalidad de estos poemas, que quedaron en manos de Gallego Burín, para ser publicado el libro por aquella casa de estudios?–; cuando me entregó, digo, este poema hube de volverme tarumba para reflotar de aquellas restingas del manuscrito, la nitidez del texto. Tengo varios autógrafos del poeta y todos ellos demuestran esta misma persecución torturante de la forma. El de la maravillosa Gacela del Merca- 329
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dre, cuando fui a pedirle que consintiese un nuevo viaje del poeta<br />
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frutal, de madre golosa, de madre española; porque doña Vicenta<br />
era una de esas madres andaluzas, a quienes el hijo nunca acaba<br />
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jamás sabrá hasta qué punto Federico era también un niño que<br />
no se resolvía a nacer del todo:<br />
-«Madre: bórdame en tu almohada<br />
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¡Pobre doña Vicenta Lorca, pobres sus ojos tristes cuando nos<br />
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con la sabiduría del corazón materno, que ya no habría<br />
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Sí, me había callado más de cinco años, de pluma y de palabra,<br />
con una tozudez justificadamente cerril. Y cuando al final me<br />
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Me alegra mucho de que sea aquí, en Chile (ayer lo he evocado<br />
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de él, es decir, de hablar con él. ¡Cómo hubiera amado Federico<br />
a este país! ¡Cuánto hubiese gozado con estas resonancias tan<br />
andaluzas y, empero, tan curiosamente, tan finamente complementadas<br />
por elementos para mí todavía de imposible objetivización,<br />
del carácter chileno! ¡Cómo le hubiera atraído este hondo instinto,<br />
amalgamado a formas tan implícitamente líricas; este transcendentalismo<br />
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