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8.2. Federico e os Seis poemas galegos<br />

8.2.1. Sobre los poemas gallegos de García Lorca<br />

Texto y fotos (1) por Eduardo Blanco-Amor para La Hora<br />

Acudo al requirimiento que me formula en «Las Últimas Noticias»<br />

del 5 del mes pasado, mi talentoso y cordial amigo Antonio<br />

Romera, transparentemente oculto bajo el ciclópeo pseudónimo<br />

de Federico Disraeli, para disipar de una vez las insistentes brumas<br />

que aún flotan sobre el origen de los Seis poemas gallegos de<br />

Federico. Estaba yo todavía en Buenos Aires, cuando asomó a los<br />

anaqueles el libro de Díaz Plaja, donde este enfadoso pleito literario<br />

vuelve a plantearse. También allí fui requerido por unos y<br />

por otros para su esclarecimiento. No tuve ganas de hacerlo. En<br />

Buenos Aires, el tema lorquiano -salvo algunos fervores en verdad<br />

auténticos- se halla de tal modo envilecido por el snobismo y<br />

la sofisticación que resulta triste y ligeramente repugnante sumarse<br />

al mundo de los presuntos esclarecedores y escolistas. En vista<br />

de que Federico estuvo allí unos meses -viaje en cuya decisión<br />

me cupo buena parte- cualquier zascandil o zascandila de los<br />

suburbios literarios, a quien alguna vez la universal cordialidad<br />

de Federico tendió la mano al pasar en el vestíbulo de un teatro,<br />

se encuentra con derecho a describirnos el color de sus pijamas y<br />

sus más íntimos pensamientos.<br />

Cuando nos lo mataron, cuando, como dijo Alfonso Reyes,<br />

«el jabalí hozó en su sangre» y sus amigos quedaron aplastados de<br />

dolor y de estupor, sin resuello siquiera para el grito o para la blasfemia,<br />

sin fuerzas en las entrañas para exprimir el llanto, surgió<br />

otro pelotón de fusilamiento no menos protervo y los periódicos<br />

y tribunas se llenaron con urgentes testimonios de esa sucia<br />

necrofagia que se disputaba a dentelladas su cuerpo aún caliente,<br />

sin más dolor que el laríngeo y el pedestre, que echaba a volar el<br />

aullido o que enjuanetaba la pluma con la misma ardorosa falsía.<br />

Fue en aquel entonces cuando hice voto de silencio sobre el que<br />

había sido mi amigo ejemplar y, en tantas cosas de la vida y del<br />

arte, mi generoso maestro durante los tres años de mi permanencia<br />

en España. Mientras los snobs veían en lo calvo de la ocasión<br />

un motivo de los más pintados para declamar sus exitismos y<br />

fariseísmos, yo oía dentro de mi la voz de doña Vicenta, su ma-<br />

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