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06.06.2015 Views

lipendio diferencial o en la cómoda burlería, como subproductos del machismo discriminante y categorizador. Sin la admisión de estas premisas «osadas» y habitualmente dispensables, Así que pasen cinco años puede resultar un diálogo entre sordos, aunque no mudos. Ello es válido no sólo para esta comedia, sino para toda la obra de Federico García Lorca, que arrastra este intersticial y lúgubre bajo continuo, por entre los cabrilleos, ringorrangos y floripondios -que también los tiene- de un decorativismo forzadamente escapista. También es cierto que su realidad aparece en la lírica andadura, pero como eruptiva y puerilmente desafiante; tan distante de la larga, honda, conmovedora y natural modulación de Cernuda acentuada por la vejez, la soledad y la lejanía que Federico no llegó a sufrir, también es verdad. Desde la Oda a Walt Witman a los sonetos del amor oscuro, con destinatario concreto, y quizá, con el soplo lejano de Shakespeare y de Miguel Ángel (sonetos a Tomasso), y de algún desahogo anecdótico como la bellísima Gacela del mercado matutino -que yo sé cuándo, por qué y para quién la escribió, que naturalmente nunca llegó a enterarse ni tal vez la hubiera entendido- anda esa proclamación, como un leit motiv, imbricada en imágenes deslumbrantes y rimas polifónicas; pero, asimismo, trasfundida en la tipología –hombres y mujeres– de sus obras teatrales y de sus poemas de narración, en los que el poeta-persona da a vivir a sus personajes el reprimido y multiforme protagonismo de su amor, ni oscuro ni claro, de su amor sin más. Como parte de estos escamoteos necesarios, subtitula Así que pasen cinco años con este vocablo precavido: «leyenda». Mejor hubiera sido: «parábola», parábola del amor que quiere y no puede decir su nombre, con la razón y experiencia existencial, y no sólo literaria, que se acuña en aquel verso de Lope: «Esto es amor, quien lo sufrió lo sabe...». Y a pesar de todo, algún día habrá que saberlo y rescatar a Federico García Lorca de estas cenizas que velan y alteran su genio y dejan inexplicada la raíz y floración de su vida-obra. Quienes lo hemos conocido y, por conocido, amado, no podemos irnos de este mundo –ya falta poco– llevándonos dentro la pudrición de un silencio cómplice que juzgarán cobardía y estafa quienes alcancen a vivir en tiempos de más libre entendimiento para comprender –que es palabra más limpia que juzgar– a sus semejantes. 320

Un «estreno» fallido... Así que pasen cinco años anduvo en veremos y conciliábulos de realización pese a la total falta de medios para su costoso e intrincado montaje. Y también lo prematuro y desconcertante que resultaría para aquel público a la espera de un Lorca en continuidad con su teatro anterior; el mismo temor que tuvo Lola Membrives para ofrecer entonces Los medios seres de Ramón Gómez de la Serna, repitiendo la aventura bonaerense, según me dijo. Lola era por aquel tiempo tan hazañosa –no sé si azañista– republicana que se le otorgó, sino por primera vez, una de las primeras, la Orden de la República. A mí, que era rojo perdido, me encargó la presentación en Buenos Aires del estreno de Nuestra Natacha de Casona. Luego viró la chaqueta, para el caso, el mantón, y se hizo franquista batallona, consecuente con el fácil mimetismo de las gentes de espectáculo. Por aquellos días Pura Ucelay, talentosa y entusiasta agitadora teatral, dirigía un conjunto amateur que aconsejaba Federico, al que también debía su nombre inventado: Anfistora. -¿Qué quiere decir Anfistora, Federico? -¡Anfistora, nada menos! Ya había hecho Lilión, de F. Molnar, un Peribáñez, de Lope, y no sé si algo más. Los protagonistas del primero fueron Andrés Mejuto, que allí empezó, y Ernesto Pérez Güerra, con u de diócesis, como él aclaraba. Completaba el trío un fabuloso greco-chileno, músico, mitólogo in vivo e inenarrable inventor de farsas, Akario Cotapus, que hacía de «Dios» en la comedia. Mi ya para siempre queridísimo Ernesto era un estudiantón, algo demorado, de no sé qué: lectorazo sin fondo, tañedor de armónica, gallego esencial jamás renegado, compañero de ruta de toda la generación del 27, y amigo entrañable de Federico... Me reapareció, después de unos confusos años de exilio, ya como chairman de Lenguas Romances, con especialización en portugués -hasta tal punto era gallego- en la Universidad de Nueva York, invitado por otras del país y brasileñas. Casado con una hija de Pura Ucelay, luego recasado con yanki portuguesa, a fin de todo fuese ya barrer para dentro del idioma hermano, se me fue perdiendo en su incurable galbana epistolar, jubilado quizá, arrullando sus melancolías en un larguísimo fado cultural. 321

lipendio diferencial o en la cómoda burlería, como subproductos<br />

del machismo discriminante y categorizador.<br />

Sin la admisión de estas premisas «osadas» y habitualmente<br />

dispensables, Así que pasen cinco años puede resultar un diálogo<br />

entre sordos, aunque no mudos. Ello es válido no sólo para esta<br />

comedia, sino para toda la obra de Federico García Lorca, que<br />

arrastra este intersticial y lúgubre bajo continuo, por entre los<br />

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un decorativismo forzadamente escapista. También es cierto que<br />

su realidad aparece en la lírica andadura, pero como eruptiva y<br />

puerilmente desafiante; tan distante de la larga, honda, conmovedora<br />

y natural modulación de Cernuda acentuada por la vejez, la<br />

soledad y la lejanía que Federico no llegó a sufrir, también es<br />

verdad. Desde la Oda a Walt Witman a los sonetos del amor oscuro,<br />

con destinatario concreto, y quizá, con el soplo lejano de<br />

Shakespeare y de Miguel Ángel (sonetos a Tomasso), y de algún<br />

desahogo anecdótico como la bellísima Gacela del mercado matutino<br />

-que yo sé cuándo, por qué y para quién la escribió, que<br />

naturalmente nunca llegó a enterarse ni tal vez la hubiera entendido-<br />

anda esa proclamación, como un leit motiv, imbricada en<br />

imágenes deslumbrantes y rimas polifónicas; pero, asimismo,<br />

trasfundida en la tipología –hombres y mujeres– de sus obras teatrales<br />

y de sus poemas de narración, en los que el poeta-persona<br />

da a vivir a sus personajes el reprimido y multiforme protagonismo<br />

de su amor, ni oscuro ni claro, de su amor sin más.<br />

Como parte de estos escamoteos necesarios, subtitula Así que<br />

pasen cinco años con este vocablo precavido: «leyenda». Mejor<br />

hubiera sido: «parábola», parábola del amor que quiere y no puede<br />

decir su nombre, con la razón y experiencia existencial, y no<br />

sólo literaria, que se acuña en aquel verso de Lope: «Esto es amor,<br />

quien lo sufrió lo sabe...». Y a pesar de todo, algún día habrá que<br />

saberlo y rescatar a Federico García Lorca de estas cenizas que<br />

velan y alteran su genio y dejan inexplicada la raíz y floración de<br />

su vida-obra. Quienes lo hemos conocido y, por conocido, amado,<br />

no podemos irnos de este mundo –ya falta poco– llevándonos<br />

dentro la pudrición de un silencio cómplice que juzgarán cobardía<br />

y estafa quienes alcancen a vivir en tiempos de más libre entendimiento<br />

para comprender –que es palabra más limpia que<br />

juzgar– a sus semejantes.<br />

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