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06.06.2015 Views

que han de manifestarse en un lenguaje político; más válidas y persistentes por su intención fundamental que por su enunciación doctrinaria. Y claro es también que, cuando estos impulsos nacen con afán ejecutivo del propio suelo de la historia, como de un vivo hontanar, y aspiran a realizarse en un «aquí» y un «ahora», del devenir político, no hay más remedio que encontrarse respetuosamente, cordialmente, con quienes animan y sustentan la acción que ha de darles realidad. Pero esta coincidencia en el camino no quiere decir que nosotros fuésemos políticos, al menos dentro del relativismo de las concepciones y tácticas doctrinarias. Nosotros éramos poetas, artistas o, más simplemente, sentidores, y la raíz de nuestro amor partía de otras razones -razones del corazón- más profundas y durables, tal vez por menos inmediatas y pragmáticas. Claves de lo español Desde la generación del 98, que toca, con lucidez y apetencia dramáticas -ya desde Larra, su precursor- el fondo de la postración nacional, en España se sabía que las únicas reservas que guardaban entre tanto escombro, el fermento de una nueva posibilidad, estaban en el pueblo, en su sentido de la vida, en su bizarría, en su generosidad, en su honor, y también en su instintiva valoración y ejercicio de los bienes morales y de las intenciones estéticas que a través del pueblo se habián salvado de tantas entregas al calco, a la inseguridad, a la imitación servil, a la negación propia o, más sencillamente, al desmoronamiento y a la incuria. Cuando decíamos -o pensábamos- «pueblo», nuestras imágenes mentales o nuestros impulsos sentimentales, no se detenían en las superficies folklóricas ni evocaban exclusivamente a «las masas proletarias y desvalidas». Pensábamos en una linea de espiritual continuidad que se había mantenido reconocible aun en los momentos de mayor evasión y catástrofe, gracias a la presión latente de ese mismo pueblo oscuramente ejercida sobre los más egregios creadores, hasta el punto de que no pueda hablarse de nada auténticamente español -arte, letras, historia- que no lleve su sello. Pensábamos en La Celestina que funda el antihéroe, con sus «pícaros» colaterales; y con ellos, no sólo tipos de recia textura humana sino de réplica y disconformidad con el «orden medieval», primeros trásfugas de «la pesada carga divina» (Burckhart). 304

Pensábamos en el universo abigarrado y rico de los trovadores y «dezidores» en cuyo verbo el pueblo ama, sufre y odia, al margen de la solemne indiferencia de los poetas del mester de clerecía. Pensábamos en el Arcipreste de Hita, empapado de trashumancia vital, de juglaría irreverente y saludable. Pensábamos en Lazarillo con su martirio sonriente y cínico, ascético en cierto modo, riendo y llorando en su submundo admitido como una nueva «moira», mientras pasan, festoneando su hambre, las cabalgatas imperiales. Pensábamos en Cervantes, más hijo de la vida que de los libros, urdiendo, contra las persuasiones literarias que le empujaban al «Persiles», su Quijote, sus novelas y entremeses, transidos de vida cotidiana, de idealismo desenfrenado, de justicia de acción directa, de ironía frente a la gravitación estamental. Pensábamos en Góngora, el de las letrillas y dicterios, el tertuliano de colmillo retorcido y aceradas frases, más navajas que espadas. Pensábamos en todo Quevedo, aun en el doctrinal, renacentista y escritor sui generis y en todo Lope, que amaba la carne de mujer, que rezaba siempre con voz de amante, aun por debajo o por encima de sus estructuras sacras y que instalaba el hablar del pueblo frente al pulido paso de danza con que iban enterrando a España los Felipes. Pensábamos en el terrible silencio velazqueño, con la acusación de sus meninas, de sus bobos, de sus irónicas mitologías, y en un Murillo que contrapesa sus fulgentes transfiguraciones marianas con piojosos y lacerados, y pensábamos, en fin, en el advenimiento y reventón de Goya, no sólo soplando en la hoguera -que luego iluminó a toda Europa- del extinto color español, sino pintando la degeneración borbónica en las propias narices de los retratados y metiendo su Albañil herido en una de las cámaras reales del Escorial para que sus graciosas majestades durmiesen en compañía del primer accidentado del trabajo que, sin ningún apaciguamiento estético, asoma a la pintura del mundo. Muerte del poeta Todo lo que había sido elegía sistemática, recuento masoquista o disconformismo intelectual en la generación del 98, fue para la de García Lorca certeza positiva, afán creador, segura intuición en los valores permanentes del pueblo español, conservados por ese mismo pueblo contra viento y marea y, a veces, entre 305

Pensábamos en el universo abigarrado y rico de los trovadores y<br />

«dezidores» en cuyo verbo el pueblo ama, sufre y odia, al margen<br />

de la solemne indiferencia de los poetas del mester de clerecía.<br />

Pensábamos en el Arcipreste de Hita, empapado de trashumancia<br />

vital, de juglaría irreverente y saludable. Pensábamos en Lazarillo<br />

con su martirio sonriente y cínico, ascético en cierto modo, riendo<br />

y llorando en su submundo admitido como una nueva «moira»,<br />

mientras pasan, festoneando su hambre, las cabalgatas imperiales.<br />

Pensábamos en Cervantes, más hijo de la vida que de los libros,<br />

urdiendo, contra las persuasiones literarias que le empujaban<br />

al «Persiles», su Quijote, sus novelas y entremeses, transidos<br />

de vida cotidiana, de idealismo desenfrenado, de justicia de acción<br />

directa, de ironía frente a la gravitación estamental. Pensábamos<br />

en Góngora, el de las letrillas y dicterios, el tertuliano de<br />

colmillo retorcido y aceradas frases, más navajas que espadas. Pensábamos<br />

en todo Quevedo, aun en el doctrinal, renacentista y<br />

escritor sui generis y en todo Lope, que amaba la carne de mujer,<br />

que rezaba siempre con voz de amante, aun por debajo o por<br />

encima de sus estructuras sacras y que instalaba el hablar del<br />

pueblo frente al pulido paso de danza con que iban enterrando a<br />

España los Felipes. Pensábamos en el terrible silencio velazqueño,<br />

con la acusación de sus meninas, de sus bobos, de sus irónicas<br />

mitologías, y en un Murillo que contrapesa sus fulgentes<br />

transfiguraciones marianas con piojosos y lacerados, y pensábamos,<br />

en fin, en el advenimiento y reventón de Goya, no sólo soplando<br />

en la hoguera -que luego iluminó a toda Europa- del extinto<br />

color español, sino pintando la degeneración borbónica en<br />

las propias narices de los retratados y metiendo su Albañil herido<br />

en una de las cámaras reales del Escorial para que sus graciosas<br />

majestades durmiesen en compañía del primer accidentado del<br />

trabajo que, sin ningún apaciguamiento estético, asoma a la pintura<br />

del mundo.<br />

Muerte del poeta<br />

Todo lo que había sido elegía sistemática, recuento masoquista<br />

o disconformismo intelectual en la generación del 98, fue<br />

para la de García Lorca certeza positiva, afán creador, segura intuición<br />

en los valores permanentes del pueblo español, conservados<br />

por ese mismo pueblo contra viento y marea y, a veces, entre<br />

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