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lorca

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afirmación acredita su seriedad y su firmeza, dicha en este tiempo<br />

bruto, que ha cancelado las lisonjas y galanterías.<br />

Federico llevaba en su espíritu la vieja amargura de una presunta<br />

ingratitud hacia Granada. La adusta y fina ciudad no había<br />

engarzado sus primores en las estrofas del poeta, que la venía<br />

olvidando casi sistemáticamente en todos sus libros. Claro, cuando<br />

se habla de Granada presencial; la esencial está en toda su obra,<br />

por su entraña y cimiento, como los ríos por la intimidad secreta<br />

y musical de las ciudades marruecas. A Federico le molestaba, por<br />

ejemplo, la adoración macroscópica e iconográfica que un<br />

Villaespesa, almeriense y adulón, rendía a una Granada turística,<br />

de cuya esencia estaba más lejos que las más apartadas estrellas;<br />

una Granada turística, historiográfica y arqueológica, propensa al<br />

ripio y al bostezo. Granada muerta y con falsos colores, como<br />

aquellos de cera que, bajo un fanal, había sobre las cómodas de<br />

nuestras parientes solteronas. Esta no le interesaba a Federico, que<br />

me dijo un día en Santa Fe, hablando de la rendición de los<br />

muslines: «Aquí se representó aquel gran baile de trajes...».<br />

A Federico le emocionaba, no la falsa eternidad de su historia,<br />

sino la múltiple y rica muerte cotidiana de la naturaleza. El<br />

agua y las flores y el cielo y los niños y los hombres y las mujeres<br />

de Granada, ¡eso sí que están entretejidos en todos los versos de<br />

las estrofas lorquianas, como lo están en el encendido bastidor<br />

del paisaje! Y, claro está, con el dejo melancólico que resulta de<br />

este pavoroso encuentro de dos finitudes irreconciliables: la del<br />

paisaje y sus formas semovientes y efímeras y la propia intuición<br />

letal del contemplador que pasa con pie ligero sobre las superficies<br />

de la belleza, desangrándose un poco por la herida de cada<br />

mirada.<br />

En Doña Rosita -elegía tremenda, cuyo símbolo yo tengo que<br />

explicar un día- Federico paga, ya con creces, esta su presunta<br />

ingratitud con su ciudad de crianza; con su ciudad de crianza, pues<br />

a su tierra natal -Fuente Vaqueros, en la huerta granadina- ya le<br />

había pagado albricias, diezmos y tributos desde Canciones (1921),<br />

con toda la cuantiosa moneda metafórica, hija de la misma presencia<br />

de la tierra.<br />

Pero la verdad es que Doña Rosita ya nacía más de la intención<br />

que de la vocación. Intencionalmente, está en la misma línea<br />

que Mariana Pineda, aunque estéticamente tenga más hondos y<br />

entrañables orígenes.<br />

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