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Han pasado diez años. Estamos en 1901 y en el segundo acto.<br />

Polleras de gran ruedo, en corte de capa; boas de plumas rizadas;<br />

cuello alto, a veces planchado; tiempo de las tarjetas postales y<br />

del lenguaje del abanico. El tío de Rosita, naturalista y darwiniano,<br />

murió dejándolo todo entrampado, como correspondía a su elegante<br />

ingenio, finisecular y ateneísta. El galán no ha vuelto. Rosita<br />

sigue esperando y desesperando, y el cartero es el único accidente<br />

que riza de angustia la superficie de su vida. Comienza a dejar<br />

de ser doña Rosita la soltera, para ser la solterona. En los pueblos<br />

pequeños todo se sabe, todo se dice... Y algo más. Las escenas se<br />

aristan de ironías. Se murmura que el gomoso va a casarse con<br />

una rica en la lejana América. Doña Rosita acentúa su perfil trágico<br />

y, lejos de ridiculizarse, se va engrandeciendo en su dolor silencioso.<br />

La casa se desmorona y los parvos bienes familiares<br />

empiezan a ser roídos por el perseverante diente de la usura. Al<br />

lado del suceso sentimental, el autor dibuja, con mano maestra, el<br />

tremendo y callado hecho social de los comienzos del siglo, en el<br />

que tantas familias de la antigua aristocracia naufragan en la transición<br />

de una época a otra, cuyo sentido no comprenden.<br />

El tercer acto es en 1901: faldas «entraveés», «art nouveau», en<br />

toda su explosión de curvas y superficies. Llegan hasta el carmen<br />

granadino las débiles hondas de un París reseso y amanerado, que<br />

perdió su buen sentido. Se regalan dijes con libélulas estampadas<br />

y girasoles de falso esmalte, fundidos en metales innobles. Doña<br />

Rosita peina canas ya, cuando llega la noticia terrible del casamiento<br />

del primo infiel, acontecido hace unos años. La nueva no<br />

sorprende a Rosita, que, por lo que deja ver de su intimidad, jamás<br />

creyó en tal regreso y mantuvo la farsa de la espera, para no<br />

desvanecer la ilusión de la madre. El hogar llega a los últimos tramos<br />

de su derrumbamiento. Hay que abandonar el carmen patrimonial,<br />

definitivamente devorado por los acreedores, e irse a vivir<br />

a un triste piso alquilón, colgado sobre el tedio de las aceras<br />

urbanas. Las escenas episódicas son de una fuerza dramática<br />

desgarradora. El pasado vuelve con unos personajes llenos de vejez<br />

fracasada. La lengua viperina de las burguesitas, las nuevas ricas<br />

de entonces, se ceba en la soltera, en su desencanto y en su miseria,<br />

so capa de una compasión venenosa y convencional. Finalmente,<br />

entran los faquines a cargar con los muebles. Cuando el<br />

sofá familiar es alzado, parece que se llevaran un gran ataúd lleno<br />

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