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lorca

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El poeta añadió a la hospitalidad familiar este regalo de príncipe,<br />

que fue la lectura primicial de su nueva obra, aun con los<br />

brillos de la tinta nueva temblando sobre el último pliego. Doña<br />

Rosita la soltera me nació en uno de esos crepúsculos excesivos<br />

con Sierra Nevada al foro, en los medios el nevacho escarlata de<br />

la Alhambra temblando en su colina de aguas y de hojas, y Granada<br />

entera, en estampa de contraluz, viniendo a rendir la última<br />

oleada de sus casas contra los muros de esta huerta: blanca isla<br />

de cales en mares verdes... Doña Rosita hubiese desgranado en<br />

esta misma terraza el largo rosario de sus días sin sentido; y la<br />

flor, en olor de mustiedad, de su vida vacua, hubiese aventado la<br />

hoja de cada crepúsculo en esta misma reja, esperando la carta<br />

que tardó veinte años.<br />

Apenas unas palabras para decir lo que esta nueva obra de<br />

García Lorca puede ser, en un apresurado intento de ubicación,<br />

dentro de su obra total. Pero no he de contar sus detalles y matices,<br />

que es tanto como dejar indemne toda su poética virginidad,<br />

puesto que Doña Rosita la soltera o lenguaje de las flores -con<br />

estarlo mucho- más que en la clásica graduación emocional que<br />

señala la técnica, en cada momento y en cada situación y a veces<br />

en cada palabra, durante toda la curva de su desarrollo. Doña Rosita<br />

es la soltera provinciana, de todas las provincias españolas: regazo<br />

romántico que aun hemos conocido los que llevamos sobre la<br />

treintena la jiba enfadosa de un lustro. Por mi parte, yo tengo a<br />

aquella María Cordal, de mi pueblo, que iba a misa de alba para<br />

que nadie viese sus rubores de desencantada y nadie se riese de<br />

su polisón, de su talle de avispa, de su canesú de gro, con cuello<br />

de ballenas y listas al bies, y de su falda bajera crujiente de almidones<br />

y rizada al canutillo; consumida de trisagios, de esperas y<br />

de hábitos de Santa Rita, abogada de lo imposible.<br />

Doña Rosita se nos presenta en toda la pompa de su belleza<br />

joven, en 1891, en una casa granadina del Albayzin, con carmen<br />

florido y sombroso; viñeta de palomos sobre el «tazón» de mármol<br />

de una fuente; salas con estrado; Purísima, de Alonso Cano quizá,<br />

bajo un fanal de vidrio; damascos en las paredes y cornucopias<br />

doradas, en lo hondo de cuya luna se espiritualizaban los rostros<br />

de las damiselas, perdidos en unas palideces cenicientas, que para<br />

imitar en la realidad había que beber vinagre. Época de melindres<br />

y desmayos, de tisanas y frascos de sales, de rodajas de papa en<br />

las sienes, para amortiguar la jaqueca. Todavía no está de moda<br />

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