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lorca

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en su jardín. En La zapatera prodigiosa y en las Odas, anchos escenarios<br />

también y grandes teatros del mundo, con un solo hombre<br />

o un solo dolor en medio. Pero el torrente donde remansó<br />

por vez primera su ancho caudal lírico fue en Bodas de sangre,<br />

donde los símbolos rompieron a hablar sin titubeos, aunque con<br />

rosas, con duro acento humano. También el gran americano, cabalgando<br />

en los arcos de su puente («The Bridge»), desembocó<br />

en las selvas y en los puertos astrosos y en las tabernas tatuadas,<br />

donde los versos están también de pie, van y vienen fumando su<br />

pipa, sufren, aman, ríen, lloran y revientan, y sólo la muerte pudo<br />

impedir su llegada inminente a la escena.<br />

Yerma apareja una madurez. Casi diría más, una madurez<br />

moral, de disposición ética ante el arte, que estética o madurez de<br />

lo accesorio. De todas formas, eliminación de superfluidades. Lo<br />

implícito de la forma, ya superara y sin esfuerzo visible del trance.<br />

Yerma es el alarido sin episodios; un grito telúrico donde los<br />

hombres, ya descarnados del símbolo, no son sujeto, sino objeto.<br />

El drama va a cumplir su sino atropellando todo.<br />

Madurez anticipada quizá o demasiado antigua –y esto tiene<br />

que ver con lo circunstancial de la representación, y no con lo<br />

substantivo del poema– para sintonizar con estos públicos, macerados<br />

en vacuidades mantecosas, en colorines coloraos con criadas<br />

filósofas, vilipendiadas de salón, falsos glebarios de guardarropía,<br />

«hábiles situaciones», gárgaras de lo bonito para oídos fáciles, y<br />

luego, a embozarse y a roncar. Yerma es todo lo menos eso que<br />

puede ser, a Dios gracias.<br />

Apunta la tragedia, antes de hablarse, en los extraviados silencios<br />

de una mujer que acaricia lienzos que nunca han de latir<br />

con la carne dispersa del hijo. Ella es todo. Los escenarios se suceden<br />

en torno de ella y las gentes, en adecuado ritmo de<br />

«orchestra», como en las tragedias-molde de la primavera del mundo.<br />

Dios aprieta, pero no afloja, para que el destino no halle la<br />

curva donde el drama pueda echarse a descansar. Ningún personaje<br />

tiene nombre, y ella tiene el de su dolor, porque todas sus<br />

fuerzas coadyuvantes que rompen su penacho de ola contra ella,<br />

que es seca cima, de entrañas mudas y conscientes. El crescendo<br />

sube, partiéndose las manos en las anfractuosidades líricas, algunas<br />

de tan alta belleza como el «scherzo» de las lavanderas, que se<br />

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