Jesus el Cristo - Cumorah.org

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naciones. Algunos de ellos, aunque no eran de descendencia judía, se habían convertido al judaismo; pero aun cuando se les admitía a los recintos del templo, no les era permitido pasar más allá del patio de los gentiles. Durante la última semana de la vida terrenal de nuestro Señor, posiblemente el día de su entrada real en la ciudad, ciertos griegos, evidentemente prosélitos, en vista de que "habían subido a adorar en la fiesta", solicitaron una entrevista con Jesús. Dominados por un sentimiento debido de decoro se refrenaron de dirigirse al Maestro directamente, y más bien le hablaron a Felipe, uno de los apóstoles, diciendo: "Señor, quisiéramos ver a Jesús." Felipe lo consultó con Andrés y entonces los dos informaron a Jesús, el cual—como razonablemente podemos inferir del contexto, aunque el hecho no se declara explícitamente—graciosamente recibió a los visitantes extranjeros y les comunicó preceptos de inmenso valor. Es evidente que el deseo de estos griegos de conocer al Maestro no se fundaba en la curiosidad o algún otro impulso indigno. Sinceramente deseaban ver y escuchar al Maestro, cuya fama había llegado hasta el país de ellos, y cuyas doctrinas los habían impresionado. Jesús les testificó que se aproximaba la hora de su muerte, "la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado". Las palabras del Señor los asombraron y afligieron, y posiblemente le preguntaron sobre la necesidad de tal sacrificio. Jesús se lo explicó, citando una notable ilustración tomada de la naturaleza: "De cierto, de cierto, os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto."' La comparación fue apta, e impresionantemente sencilla y hermosa a la vez. El agricultor que se olvida de echar su grano en la tierra, o no quiere hacerlo porque desea conservarlo, no recogerá nada; pero si planta el trigo en tierra buena y fértil, cada grano viviente se multiplica muchas veces, aunque por necesidad la semilla es sacrificada al hacerlo. De manera que, dijo el Señor: "El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo para vida eterna la guardará". El significado del Maestro es claro; el que ama su propia vida a tal grado que no quiere arriesgarla o, si necesario fuere, ofrendarla en el servicio de Dios, perderá su oportunidad de lograr el abundante aumento de la vida eterna; mientras que aquel que considera el llamado de Dios tan superior a la vida, que su amor por su propia vida es como odio en comparación, hallará la vida que tan generosamente entrega o está dispuesto a entregar, aunque desaparezca por un tiempo como el grano que es enterrado en la tierra, y gozará del galardón de un desarrollo eterno. Si lo anterior es cierto, en lo que respecta a la existencia de todo hombre, ¿cuán eminentemente importante no lo sería en la vida de Aquel que vino a morir a fin que el hombre viviera? Por tal razón fue necesario que El muriese, como indicó que estaba a punto de hacer; pero su muerte, lejos de ser vida perdida, iba a ser vida glorificada. LA VOZ DE LOS CIELOS. El conocimiento del espantoso trance que en breve habría de pasar, y particularmente la contemplación del estado pecaminoso que exigía su sacrificio, agobiaron de tal manera los pensamientos del Salvador, que vino sobre El una profunda tristeza. "Ahora está turbada mi alma— exclamó angustiado—¿y qué diré?" ¿Debía decir: "Padre, sálvame de esta hora" cuando sabía que "para esto" había llegado hasta "esta hora"? Sólo a su Padre podía recurrir para solicitar apoyo consolador, y no para pedirle que lo librara de lo que iba a venir, sino la fuerza para soportarlo. Por tanto, oró: "Padre glorifica tu nombre." Fue el surgimiento de un Alma potentísima para hacer frente a una crisis suprema que del momento parecía infranqueable. Habiendo pronunciado esta oración de obediencia reiterada a la voluntad del Padre, "vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez". La voz fue real; no un susurro subjetivo de consuelo a los sentidos internos de Jesús, sino una realidad objetiva externa. La gente que se hallaba cerca oyó el sonido y lo interpretó de varias maneras. Algunos dijeron que era un trueno, otros, poseídos de mejor discernimiento espiritual, dijeron: "Un ángel le ha hablado"; y quizá algunos aun pudieron entender las palabras igual que Jesús. Habiendo emergido completamente de la nube pasajera de angustia dominante, el Señor se volvió al 274

pueblo y dijo: "No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros." Entonces, consciente de que ciertamente triunfaría del pecado y de la muerte, exclamó con acentos de júbilo divino, como si la cruz y el sepulcro ya hubieran pasado: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera." Se había decretado la ruina de Satanás, el príncipe del mundo. "Y yo—continuó diciendo el Señor— si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo." Juan nos asegura en su evangelio que esta última frase indicaba la manera en que el Señor iba a morir. Así lo entendió la gente y pidió una explicación de lo que para ellos era una incongruencia, ya que las Escrituras, como habían aprendido a interpretarlas, declaraban que el Cristo habría de permanecer para siempre, y ahora El, que afirmaba ser el Mesías, el Hijo del Hombre, decía que habría de ser levantado. "¿Quién es este Hijo del Hombre?"—le preguntaron. Con la precaución de siempre, de no echar perlas donde no fueran estimadas, el Señor se refrenó de contestar en forma directa; sin embargo, les amonestó que anduvieran en la luz mientras estaba con ellos, porque ciertamente seguirían las tinieblas, y como El les recordó: "El que anda en tinieblas, no sabe adonde va." Para terminar, el Señor los exhortó en esta forma: "Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz." A la conclusión de este discurso Jesús se apartó de la gente "y se ocultó de ellos". Marcos el evangelista cierra en esta forma la historia del primer día de lo que ha llegado a ser conocida como la semana de la pasión de nuestro Señor: "Y habiendo mirado alrededor todas las cosas, como ya anochecía, se fue a Betania con los doce." NOTAS AL CAPITULO 29. 1. La madre de Santiago y Juan.—Generalmente se entiende que la madre de estos dos hijos de Zebedeo (Mateo 20:20; compárese con 4:21) fue Salomé, a quien se menciona entre las mujeres presentes en la crucifixión (Marc. 15:40; compárese con Mateo 27:56, donde se habla de "la madre de los hijos de Zebedeo" y se omite ei nombre de "Salomé"), y asimismo una de las primeras en llegar al sepulcro la mañana de la resurrección (Marc. 16:1). Algunos expositores, basándose en el hecho de que Juan se refiere a la madre de Jesús y a "la hermana de su madre" (19:25), y no menciona a Salomé por su nombre, sostienen que Salomé era hermana de María, madre de Jesús, y por consiguiente, tía del Salvador. Según este parentesco, Santiago y Juan serían primos hermanos de Jesús. Aun cuando la narración bíblica no refuta este supuesto parentesco, ciertamente tampoco lo afirma. 2. Jericó.—Así se llamaba una ciudad antigua que se hallaba al nordeste de Jerusalén, poco menos de veinticuatro kilómetros en línea recta. Durante el éxodo cayó en manos del pueblo de Israel tras una intervención milagrosa del poder divino. (Josué, capítulo 6) La fertilidad de la región queda indicada en su nombre descriptivo: "Ciudad de las palmeras" (Deut. 34:3; Juec. 1:16; 3:13; 2 Crón 2:15). Jericó significa "lugar de fragancia". Tenía un clima semitropical, como consecuencia de su poca altura. Estaba situada en un valle que yacía más de cien metros bajo el nivel del Mediterráneo; y esto explica la afirmación de S. Lucas (19:28) que después de haber narrado la parábola de las minas, mientras se dirigía a Jericó, Jesús continuó su camino "subiendo a Jerusalén". En la época de Cristo Jericó era una ciudad importante; y la abundancia de sus productos comerciales, particularmente bálsamo y especias, dio lugar a que se estableciera allí una oficina de impuestos, de la cual Zaqueo parece haber sido el director. 3. El noble y el reino.—El fondo o ambiente local de esa parte de la parábola de las minas que se refiere al noble que fue a un país lejano para recibir un reino para sí, tuvo su paralelo en la historia. Arquelao, nombrado rey de los judíos según el testamento de su padre, Herodes el Grande, partió para Roma a fin de solicitar al Emperador la confirmación de su nombramiento 275

naciones. Algunos de <strong>el</strong>los, aunque no eran de descendencia judía, se habían convertido al judaismo;<br />

pero aun cuando se les admitía a los recintos d<strong>el</strong> templo, no les era permitido pasar más allá d<strong>el</strong> patio<br />

de los gentiles. Durante la última semana de la vida terrenal de nuestro Señor, posiblemente <strong>el</strong> día de<br />

su entrada real en la ciudad, ciertos griegos, evidentemente prosélitos, en vista de que "habían subido a<br />

adorar en la fiesta", solicitaron una entrevista con Jesús. Dominados por un sentimiento debido de<br />

decoro se refrenaron de dirigirse al Maestro directamente, y más bien le hablaron a F<strong>el</strong>ipe, uno de los<br />

apóstoles, diciendo: "Señor, quisiéramos ver a Jesús." F<strong>el</strong>ipe lo consultó con Andrés y entonces los<br />

dos informaron a Jesús, <strong>el</strong> cual—como razonablemente podemos inferir d<strong>el</strong> contexto, aunque <strong>el</strong> hecho<br />

no se declara explícitamente—graciosamente recibió a los visitantes extranjeros y les comunicó<br />

preceptos de inmenso valor. Es evidente que <strong>el</strong> deseo de estos griegos de conocer al Maestro no se<br />

fundaba en la curiosidad o algún otro impulso indigno. Sinceramente deseaban ver y escuchar al<br />

Maestro, cuya fama había llegado hasta <strong>el</strong> país de <strong>el</strong>los, y cuyas doctrinas los habían impresionado.<br />

Jesús les testificó que se aproximaba la hora de su muerte, "la hora para que <strong>el</strong> Hijo d<strong>el</strong> Hombre<br />

sea glorificado". Las palabras d<strong>el</strong> Señor los asombraron y afligieron, y posiblemente le preguntaron<br />

sobre la necesidad de tal sacrificio. Jesús se lo explicó, citando una notable ilustración tomada de la<br />

naturaleza: "De cierto, de cierto, os digo, que si <strong>el</strong> grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda<br />

solo; pero si muere, lleva mucho fruto."' La comparación fue apta, e impresionantemente sencilla y<br />

hermosa a la vez. El agricultor que se olvida de echar su grano en la tierra, o no quiere hacerlo porque<br />

desea conservarlo, no recogerá nada; pero si planta <strong>el</strong> trigo en tierra buena y fértil, cada grano viviente<br />

se multiplica muchas veces, aunque por necesidad la semilla es sacrificada al hacerlo. De manera que,<br />

dijo <strong>el</strong> Señor: "El que ama su vida, la perderá; y <strong>el</strong> que aborrece su vida en este mundo para vida<br />

eterna la guardará". El significado d<strong>el</strong> Maestro es claro; <strong>el</strong> que ama su propia vida a tal grado que no<br />

quiere arriesgarla o, si necesario fuere, ofrendarla en <strong>el</strong> servicio de Dios, perderá su oportunidad de<br />

lograr <strong>el</strong> abundante aumento de la vida eterna; mientras que aqu<strong>el</strong> que considera <strong>el</strong> llamado de Dios<br />

tan superior a la vida, que su amor por su propia vida es como odio en comparación, hallará la vida<br />

que tan generosamente entrega o está dispuesto a entregar, aunque desaparezca por un tiempo como <strong>el</strong><br />

grano que es enterrado en la tierra, y gozará d<strong>el</strong> galardón de un desarrollo eterno. Si lo anterior es<br />

cierto, en lo que respecta a la existencia de todo hombre, ¿cuán eminentemente importante no lo sería<br />

en la vida de Aqu<strong>el</strong> que vino a morir a fin que <strong>el</strong> hombre viviera? Por tal razón fue necesario que El<br />

muriese, como indicó que estaba a punto de hacer; pero su muerte, lejos de ser vida perdida, iba a ser<br />

vida glorificada.<br />

LA VOZ DE LOS CIELOS.<br />

El conocimiento d<strong>el</strong> espantoso trance que en breve habría de pasar, y particularmente la<br />

contemplación d<strong>el</strong> estado pecaminoso que exigía su sacrificio, agobiaron de tal manera los<br />

pensamientos d<strong>el</strong> Salvador, que vino sobre El una profunda tristeza. "Ahora está turbada mi alma—<br />

exclamó angustiado—¿y qué diré?" ¿Debía decir: "Padre, sálvame de esta hora" cuando sabía que<br />

"para esto" había llegado hasta "esta hora"? Sólo a su Padre podía recurrir para solicitar apoyo<br />

consolador, y no para pedirle que lo librara de lo que iba a venir, sino la fuerza para soportarlo.<br />

Por tanto, oró: "Padre glorifica tu nombre." Fue <strong>el</strong> surgimiento de un Alma potentísima para hacer<br />

frente a una crisis suprema que d<strong>el</strong> momento parecía infranqueable. Habiendo pronunciado esta<br />

oración de obediencia reiterada a la voluntad d<strong>el</strong> Padre, "vino una voz d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o: Lo he glorificado, y lo<br />

glorificaré otra vez".<br />

La voz fue real; no un susurro subjetivo de consu<strong>el</strong>o a los sentidos internos de Jesús, sino una<br />

realidad objetiva externa. La gente que se hallaba cerca oyó <strong>el</strong> sonido y lo interpretó de varias<br />

maneras. Algunos dijeron que era un trueno, otros, poseídos de mejor discernimiento espiritual,<br />

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