Jesus el Cristo - Cumorah.org
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ellos, lo que no sabían era que había venido de Dios, y que Dios lo había enviado: "Pero yo le conozco—agregó—porque de él procedo, y él me envió." Al reiterar el testimonio de su origen divino, los judíos se enfurecieron más, y aunque nuevamente determinaron prenderlo por la fuerza, "ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora". En su corazón "muchos de la multitud creyeron en él", que era enviado de Dios, y se aventuraron a preguntarse unos a otros si cuando viniera el Cristo haría mayores obras que Jesús. Los fariseos y los principales sacerdotes, temiendo la posibilidad de una demostración favorable a Jesús, inmediatamente enviaron a sus alguaciles para que lo aprehendieran y lo hicieran comparecer ante el Sanedrín. La presencia de estos agentes del templo no interrumpió el discurso del Maestro, aunque razonablemente podemos suponer que El sabía con qué fin iban. Continuó sus palabras, diciendo que estaría con ellos un poco más y después que volviera a su Padre lo buscarían en vano, porque no podrían seguirlo a donde El iba. Estas palabras atizaron la discusión acalorada. Algunos de los judíos le preguntaron si tenía la intención de cruzar las fronteras del país e ir entre los gentiles y los israelitas dispersados para predicarles. Constituía parte de los servicios del templo, consiguientes a la fiesta, una procesión de gente que caminaba hasta el Estanque de Siloé, donde un sacerdote llenaba un cántaro de oro que entonces llevaba al altar, y allí derramaba el agua al son de las trompetas y las aclamaciones de las multitudes reunidas. 11 Según algunas autoridades sobre las costumbres judías, se omitía este acto el día final de la fiesta. En este último o "gran día", señalado por ceremonias de extraordinaria solemnidad y regocijo, Jesús nuevamente se hallaba en el templo. Quizá refiriéndose al agua que era llevada del estanque, o al hecho de que se suprimía esta ceremonia del programa ritualista del gran día, Jesús alzó la voz, haciéndola resonar por los patios y arcadas del templo, y declaró: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva." Juan el evangelista, narrador de estos acontecimientos, dice entre paréntesis que esta promesa se refería al Espíritu Santo que en esa época aún no se había conferido, ni lo sería sino hasta después de la ascensión del Señor resucitado. Una vez más hubo muchos que, impresionados en gran manera, declararon que Jesús no podía ser otro sino el Mesías; pero no faltó quien se opusiera, diciendo que el Cristo debía venir de Belén de Judea, y era bien sabido que Jesús era de Galilea. Por consiguiente, hubo más disensión, y aunque algunos querían que fuese aprehendido, no hubo quien osara echarle mano. Los alguaciles volvieron sin su prisionero. Contestaron las coléricas demandas de los sacerdotes y fariseos de por qué no le habían llevado, confesando que a tal grado los impresionaron las enseñanzas de Jesús, que no pudieron arrestarlo. "¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!"— exclamaron. Sus altivos amos se pusieron furiosos y respondieron: "¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos?" ¿Para qué servía la opinión de la gente común? No conocía la ley; por tanto, maldita era y de poca consecuencia. Mas no obstante esta manifestación de orgulloso desdén, los príncipes de los sacerdotes y fariseos temían al pueblo común, de lo que resultó que una vez más se frustraron sus inicuos planes. En esa asamblea se oyó una débil protesta. Nicodemo, miembro del Sanedrín, el mismo que había ido a Jesús de noche para inquirir las nuevas enseñanzas, cobró suficiente valor para preguntar: "¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, ni sabe lo que ha hecho?" Recibió una respuesta altanera. Cegados por la intolerancia y el fanatismo sediento de sangre, algunos de sus colegas le preguntaron mordazmente: "¿Eres tú también galileo?", queriendo decir: ¿Eres tú también discípulo de este galileo a quien tanto aborrecemos? Bruscamente le fue dicho que estudiara las Escrituras, y vería que no había ninguna profecía sobre la venida de un profeta galileo. La ira de estos fanáticos eruditos los había cegado a tal extremo, que ni aun su preciada erudición reconocían, porque varios de los profetas antiguos eran considerados galileos; p sin embargo, tenían razón si se estaban refiriendo únicamente al Profeta de quien Moisés había hablado, a saber, el Mesías, porque todas las predicciones señalaban a Belén de Judea, como el sitio de su nacimiento. Tal parece que Jesús era 218
considerado natural de Nazaret, y que no se conocían públicamente las circunstancias de su nacimiento. "VETE, Y NO PEQUES MÁS". Terminadas las festividades, jesús rué al templo una mañana, y habiéndose sentado, probablemente en el Patio de las Mujeres donde la gente solía reunirse, muchos se acercaron a El, y empezó a instruirlos según su costumbre. Interrumpió su discurso la llegada de un grupo de escribas y fariseos con una mujer en medio de ellos, la que decían haber sorprendido en adulterio. El asunto y pregunta que propusieron a Jesús fue ésta: "En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?" La presentación del asunto a jesús fue un ardid premeditado, un esfuerzo deliberado para tener o hallar motivo para acusarlo. Aun cuando no era raro que los oficiales judíos consultaran a los rabinos de reconocida prudencia y experiencia cuando había que decidir casos difíciles, el de referencia carecía de complicaciones legales. De la culpabilidad de la mujer no parecía haber ninguna duda, aunque no se menciona que se hayan presentado los testigos requeridos por los estatutos, a menos que los escribas y fariseos acusadores estaban compareciendo en tal calidad; la ley era explícita, y la costumbre de la época, respecto de tales ofensores, bien conocida. Aunque era cierto que la ley de Moisés decretaba que fuese apedreado el que incurriera en adulterio, ya había cesado de imponerse esta pena capital mucho antes del tiempo de Cristo. Razonablemente podríamos preguntar por qué no se llevó al hombre que había pecado, a fin de ser juzgado junto con la mujer, en vista de que la ley, tan celosamente citada por los oficiosos acusadores, disponía el mismo castigo para los dos participantes. La pregunta de los escribas y fariseos—"Tú, pues, ¿qué dices?"—podría indicar una expectativa, por parte de ellos, de que Jesús declarase inválida la ley; quizá habían oído acerca del Sermón del Monte, en el curso del cual se habían proclamado muchos requerimientos superiores al código mosaico. 8 Si Jesús, por otra parte, decretaba que la infortunada mujer debía padecer la muerte, sus acusadores podrían decir que se estaba oponiendo a las autoridades existentes; y posiblemente formularle una denuncia de rebelión contra el gobierno romano, porque se había despojado a los tribunales judíos de la facultad para imponer la pena de muerte; y además, el crimen que imputaban a esta mujer no era ofensa capital según la ley romana. Si hubiera dicho que la mujer no debería ser castigada, o que solamente merecía una pena menor, los astutos judíos lo habrían acusado de falta de respeto hacia la ley de Moisés. Al principio Jesús hizo poco caso de aquel grupo de escribas y fariseos. Inclinándose, escribía en la tierra con el dedo, pero como continuaron apremiándolo, alzó la cabeza y les contestó con una breve frase que se ha hecho proverbial: "El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella." Así lo declaraba la ley; los acusadores cuyo testimonio servía de base al pronunciamiento de la pena de muerte, habrían de ser los primeros en iniciar la ejecución. 1 Habiendo hablado, Jesús nuevamente se inclinó y continuó escribiendo en tierra. Los denunciadores de la mujer, "acusados por su conciencia", se fueron escurriendo avergonzados y abochornados "comenzando desde los más viejos hasta los postreros". Sabían que no eran dignos de presentarse ni como acusadores ni como jueces." ¡En qué cobardes nos vuelve nuestra conciencia! "Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más." La mujer estaba arrepentida; humildemente permaneció esperando el dictamen del Maestro, aun después que sus acusadores se retiraron. Jesús no indultó expresamente; tampoco condenó. No obstante, despidió a la pecadora con la solemne amonestación de que llevara una vida mejor. 219
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<strong>el</strong>los, lo que no sabían era que había venido de Dios, y que Dios lo había enviado: "Pero yo le<br />
conozco—agregó—porque de él procedo, y él me envió." Al reiterar <strong>el</strong> testimonio de su origen<br />
divino, los judíos se enfurecieron más, y aunque nuevamente determinaron prenderlo por la fuerza,<br />
"ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora".<br />
En su corazón "muchos de la multitud creyeron en él", que era enviado de Dios, y se aventuraron<br />
a preguntarse unos a otros si cuando viniera <strong>el</strong> <strong>Cristo</strong> haría mayores obras que Jesús. Los fariseos y<br />
los principales sacerdotes, temiendo la posibilidad de una demostración favorable a Jesús, inmediatamente<br />
enviaron a sus alguaciles para que lo aprehendieran y lo hicieran comparecer ante <strong>el</strong><br />
Sanedrín. La presencia de estos agentes d<strong>el</strong> templo no interrumpió <strong>el</strong> discurso d<strong>el</strong> Maestro, aunque<br />
razonablemente podemos suponer que El sabía con qué fin iban. Continuó sus palabras, diciendo que<br />
estaría con <strong>el</strong>los un poco más y después que volviera a su Padre lo buscarían en vano, porque no<br />
podrían seguirlo a donde El iba. Estas palabras atizaron la discusión acalorada. Algunos de los judíos<br />
le preguntaron si tenía la intención de cruzar las fronteras d<strong>el</strong> país e ir entre los gentiles y los isra<strong>el</strong>itas<br />
dispersados para predicarles.<br />
Constituía parte de los servicios d<strong>el</strong> templo, consiguientes a la fiesta, una procesión de gente que<br />
caminaba hasta <strong>el</strong> Estanque de Siloé, donde un sacerdote llenaba un cántaro de oro que entonces<br />
llevaba al altar, y allí derramaba <strong>el</strong> agua al son de las trompetas y las aclamaciones de las multitudes<br />
reunidas. 11 Según algunas autoridades sobre las costumbres judías, se omitía este acto <strong>el</strong> día final de la<br />
fiesta. En este último o "gran día", señalado por ceremonias de extraordinaria solemnidad y regocijo,<br />
Jesús nuevamente se hallaba en <strong>el</strong> templo. Quizá refiriéndose al agua que era llevada d<strong>el</strong> estanque, o al<br />
hecho de que se suprimía esta ceremonia d<strong>el</strong> programa ritualista d<strong>el</strong> gran día, Jesús alzó la voz,<br />
haciéndola resonar por los patios y arcadas d<strong>el</strong> templo, y declaró: "Si alguno tiene sed, venga a mí y<br />
beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva."<br />
Juan <strong>el</strong> evang<strong>el</strong>ista, narrador de estos acontecimientos, dice entre paréntesis que esta promesa se<br />
refería al Espíritu Santo que en esa época aún no se había conferido, ni lo sería sino hasta después de<br />
la ascensión d<strong>el</strong> Señor resucitado.<br />
Una vez más hubo muchos que, impresionados en gran manera, declararon que Jesús no podía ser<br />
otro sino <strong>el</strong> Mesías; pero no faltó quien se opusiera, diciendo que <strong>el</strong> <strong>Cristo</strong> debía venir de B<strong>el</strong>én de<br />
Judea, y era bien sabido que Jesús era de Galilea. Por consiguiente, hubo más disensión, y aunque<br />
algunos querían que fuese aprehendido, no hubo quien osara echarle mano.<br />
Los alguaciles volvieron sin su prisionero. Contestaron las coléricas demandas de los sacerdotes y<br />
fariseos de por qué no le habían llevado, confesando que a tal grado los impresionaron las enseñanzas<br />
de Jesús, que no pudieron arrestarlo. "¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!"—<br />
exclamaron. Sus altivos amos se pusieron furiosos y respondieron: "¿También vosotros habéis sido<br />
engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos?" ¿Para qué servía la<br />
opinión de la gente común? No conocía la ley; por tanto, maldita era y de poca consecuencia. Mas no<br />
obstante esta manifestación de <strong>org</strong>ulloso desdén, los príncipes de los sacerdotes y fariseos temían al<br />
pueblo común, de lo que resultó que una vez más se frustraron sus inicuos planes.<br />
En esa asamblea se oyó una débil protesta. Nicodemo, miembro d<strong>el</strong> Sanedrín, <strong>el</strong> mismo que había<br />
ido a Jesús de noche para inquirir las nuevas enseñanzas, cobró suficiente valor para preguntar:<br />
"¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, ni sabe lo que ha hecho?" Recibió una<br />
respuesta altanera. Cegados por la intolerancia y <strong>el</strong> fanatismo sediento de sangre, algunos de sus<br />
colegas le preguntaron mordazmente: "¿Eres tú también galileo?", queriendo decir: ¿Eres tú también<br />
discípulo de este galileo a quien tanto aborrecemos? Bruscamente le fue dicho que estudiara las<br />
Escrituras, y vería que no había ninguna profecía sobre la venida de un profeta galileo. La ira de estos<br />
fanáticos eruditos los había cegado a tal extremo, que ni aun su preciada erudición reconocían, porque<br />
varios de los profetas antiguos eran considerados galileos; p sin embargo, tenían razón si se estaban<br />
refiriendo únicamente al Profeta de quien Moisés había hablado, a saber, <strong>el</strong> Mesías, porque todas las<br />
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