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Si yo fuera
Presidente
pitu salvatierra
DE PIBE CHORRO A LIDER POLITICO DE CIUDAD OCULTA, EL
PUNTERO QUE SALTO A LA FAMA EN LA TOMA DEL parque
INDOAMERICANO VIVIO UNA VIDA LLENA DE VIOLENCIA,
ENCIERRO, RESCATE Y PODER MARGINAL. DESDE LO PRO-
FUNDO DE LA CRISIS DE VIVIENDA, COMO FUNCIONA EL SIS-
TEMA ELECTORAL EN LAS VILLAS DE BUENOS AIRES.
por juan ortelli
Fotografias de Florencia Daniel
El Puntero Pitu
Salvatierra en la
terraza del Elefante
Blanco, Ciudad Oculta.
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pitu salvatierra
Despues de la ultima de una serie de batallas campales,
había logrado dormirse en el asiento de un colectivo
estacionado en el predio, y al amanecer lo despertó
una llamada.
Lo que Alejandro “Pitu” Salvatierra todavía no sabía
era adónde iba a llevarlo esta vez su ringtone.
–La verdad que caí dónde estaba cuando me apoyé en
el atril y vi el escudo y los periodistas y las cámaras. Ahí me di cuenta
que era el lugar donde muchas veces hablaba la Presidenta.
La vez que Pitu Salvatierra habló en cadena
nacional era pasado el mediodía del 11 de diciembre
de 2010, y llegó directo del Parque Indoamericano,
en Villa Soldati, donde dirigía una
ocupación que duró diez días y terminó con tres
muertos. Antes de quedarse dormido, Salvatierra
no sabía de cuántos se trataba.
Para el kirchnerismo y los movimientos de villas,
él ya era alguien bastante conocido: un orador
espontáneo tocado por la política que había
decidido comenzar a militar mientras terminaba
el secundario preso, en un pabellón de La Plata.
Pero para la gran audiencia, que recién estaba
empezando a conocer su retórica encendida, Pitu
había salido de la nada con su camiseta de la Selección
Argentina a tomar un pulmón verde de
120 hectáreas.
Y encima con ese apellido: Salvatierra.
A fines de 2009, había sido elegido por sus
vecinos como presidente de Ciudad Oculta, en
elecciones internas que se realizan en las 23 villas
censadas de Capital Federal. Y el primer hit
mediático de su meteórica carrera política fue
prácticamente un mes antes de la toma del Indoamericano,
el 1º de noviembre de 2010, cuando
Perfil replicó su carta abierta a Néstor Kirchner
(“Hoy me levanté con una sensación extraña,
como si algo me faltara”, escribió), tras la muerte
del líder político. Era un raro ejemplo de reinserción
social: antes de cumplir 30 años, Pitu había
pasado de ser un ladrón célebre de Villa 15 (cabecilla
de su propia banda, “la Banda del Pitufo”:
robaban bancos), fan de los Redondos y adicto a
la cocaína y las pastillas, a convertirse en un dirigente
político con la proyección para alcanzar
un lugar en la Legislatura porteña.
En términos de videopolítica moderna, era perfecto:
un referente estético y conceptual nacido
en cuna de barro que podía sentarse frente Víctor
Hugo Morales y conseguir que este maestro
de la verba le pidiera permiso para ir a un corte.
Y, al mismo tiempo, era el cuco que asustaba a
la clase media y se robaba la Navidad.
En la víspera sangrienta de 2010, para unos
Pitu era un simpático Robin Hood con ropa deportiva
y visera. Pero para otros, era el tipo que
iba a violar a las mujeres y a matar a los niños
después de ordenarles a las hordas villeras tomar
todas las torres de la ciudad de Buenos Aires.
–A veces miro el video en YouTube y veo la
imagen de cuando me afirmo en el atril. Ese es
el momento en el que digo: “Bueno, ya estoy acá,
ahora voy a aprovechar para decir lo que tengo
para decir”. Y me largo…
Su discurso improvisado en Casa de Gobierno
duró exactamente siete minutos y medio, y
coronó el reclamo por tierra urbana más resonante
de los últimos veinticinco años. “Ese día
yo sentí que Pitu habló en nombre de los cuatro
millones de familias que tienen problemas de
tierra, vivienda y hábitat en la Argentina”, dice
Luis D’Elía, un año después. “Se transformó en
un extraordinario vocero de un drama social que
las sucesivas administraciones tratan de esconder
debajo de la alfombra.”
Ser Presidente
de la villa implica
gobernar
un lugar donde
todo anda mal:
las casillas
se incendian,
los bomberos y
las ambulancias
no entran
por falta de calles.
En el atril, lo primero que Pitu dijo fue:
–Buenas tardes, mi nombre es Alejandro Salvatierra.
Soy de Villa 15, Ciudad Oculta.
doce meses despues, el parque indoamericano
está cercado con dos mil metros de reja perimetral
y el reclamo se diluyó. Pero la toma, que
continúa en una causa penal que tiene seis imputados
(entre ellos Salvatierra, que puede caer
hasta con tres años de prisión efectiva), puso en
evidencia la emergencia habitacional que atraviesa
Buenos Aires.
Desde la sección de Planeamiento de su página
web, el Gobierno de la Ciudad asegura que
el Programa de Radicación y Urbanización de
Villas y Barrios Carenciados “es el programa de
mayor presupuesto de todos los desarrollados”
por el Instituto de Vivienda. Sin embargo, el desastre
es de tal dimensión que la ocupación del
Indoamericano se volvió un hecho histórico y, al
mismo tiempo, súper simbólico: representó la
salida de los villeros de la villa. Para una parte
de la sociedad, fue la chocante visibilización de
los más postergados. Casi en simultáneo, en una
suerte de correlato cultural, aparecieron publicaciones
como La Garganta Poderosa o Mundo
Villa (el diario, la radio y Mundo Villa TV, un
pequeño multimedio villero); y también poetas
de los pasillos como César González, que firma
como Camilo Blajaquis (por Cienfuegos y por el
protagonista del libro de Rodolfo Walsh Quién
mató a Rosendo, Domingo Blajaquis).
Cuando nos encontramos con Salvatierra en
Ciudad Oculta por primera vez, ya han pasado algunos
meses desde su histórico discurso y ahora
apoya a Amado Boudou cuando éste todavía va
por la Jefatura de Gobierno de la Ciudad. De
ocurrir eso (que finalmente no pasó), Pitu tiene
“una posibilidad en siete millones”, dice él, de
convertirse en legislador.
“Nosotros tenemos la posibilidad de que se
considere, por primera vez en la historia, que alguien
de las características nuestras pueda integrar
la Legislatura”, dice, sentado en una silla de
plástico en la sede de la Comisión Vecinal. “¿Con
qué argumento? Con el argumento claro de que
es necesario que un lugar tan emblemático y representativo
de la ciudad sea nutrido por gente de
todos los ámbitos de la sociedad argentina.”
Entonces Pitu tiene un plan y lo llama “humanizar
la Legislatura”: le brillan los ojos cuando se
imagina entrando en la casa parlamentaria. “Históricamente
nos negaron la posibilidad de tener
un representante. Lejos de querer creerme el representante
de los pobres, humildes y vulnerables
de la ciudad, creo que tengo la capacidad.” Y está
convencido: “Voy a aportar desde el conocimiento
de lo que se vive realmente en una villa. Lo que
vive alguien cuando no tiene vivienda, cuando
uno tiene mil quilombos para anotar a su pibe
en el colegio porque la dirección de la casa no
tiene calle y número, sino manzana. Cuando no
conseguís trabajo porque tenés un antecedente
penal. Yo sé lo que significa cuando vas a la salita
de primeros auxilios y no tienen tablilla para
revisarte la garganta. Yo sé lo que significan esas
cosas. Yo entiendo lo que puede pasar”.
Salvatierra jura que de los diez días que duró
la ocupación del Parque, estuvo “cinco o seis”, y
que llegó buscando a su hermana y a su cuñado.
“Fui enojado, a sacarlos, a decirles: «¿Qué
hacen? Los van a meter en cana, los van a cagar
a tiros»”, dice. “Pero después yo… Yo me quedé
ahí porque dije: «Estos son los míos».”
Cuenta con los dedos cuánta gente vive todavía
en la casa de su hermana: “Viven mi hermana,
el marido, cinco de los hermanos de él, de
los cuales cuatro tienen esposa, más el padre y la
madre del marido de mi hermana”. Cuenta trece
en total. Casi una versión criolla de Feos, sucios
y malos, de Ettore Scola. “Son como 185 mil viviendo
en una pieza. No da para soportarlo más.
¿Hasta cuándo van a vivir así?”
El día de nuestro primer encuentro, Pitu recordó
que en el Parque había un montón de gente
del barrio, y especuladores también, “punteros
que venían con cuatro o cinco más a ver si podían
FOTO: archivo la nacion
sacar un provecho. Pero más de la mitad de esa
gente la verdad no tenía donde vivir. Y no tiene
donde vivir todavía”.
En el Parque, liderando el reclamo de 15 mil
personas, vio algo más: se vio a sí mismo, de chico,
buscando un lugar en el mundo. “Y yo… yo me
acordé de cuando con 13 años estaba buscando
donde vivir”, dijo, “rebotando de casa en casa”.
alejandro salvatierra no siempre vivio en
la villa. Llegó a Ciudad Oculta con su mamá,
Rosa, y tres de sus hermanos en 1993, y fueron
a vivir al patio de una amiga de ella. Con ladrillos
robados del Elefante Blanco, el hospital inconcluso
de Perón, construyeron una piecita de
cuatro metros por cuatro. Las chapas del techo
también eran “recicladas”, y para las goteras habían
ideado un “sistema de bolsas” en el que el
agua se juntaba en un primer nylon, pasaba a
otro, después a otro, y caía en un balde. Pero
también podía fallar.
Adentro de la pieza tenían dos camas. Una para
Karina y Miguel, y otra matrimonial en la que él
y su hermano Daniel dormían con Rosa.
Para vivir, su madre limpiaba el barro negro
de las zanjas de los pasillos de la villa con una
cuchara de albañil, y después pasaba puerta por
puerta, a voluntad. Con esa plata le daba de comer
a sus primeros cuatro hijos (llegó a tener siete),
y Pitu, que era el más grande, la acompañaba y
le tenía el balde donde Rosa juntaba el barro.
Pitu era el encargado de descartar el contenido
en algún baldío, y dos veces al día también tenía
que hacer lo mismo con el tacho donde toda la
familia hacía pis y caca: no tenían baño.
“Odiaba eso”, dice, “entonces la sogueaba, la
estiraba lo más que podía. El de la noche no era
tanto problema, pero a la tarde le decía a mi
mamá: «Ya vengo, ma, ya vuelvo». Y me iba, me
escapaba. Me daba mucha vergüenza”.
Para un chico que acababa de llegar a un lugar
nuevo, donde no conocía a nadie y todos eran
más rudos que él, y que además estaba entrando
en la pubertad, andar para todas partes con
un balde con mierda y dormir con su mamá no
era la mejor carta de presentación.
Enfrentado a este nuevo contexto, Pitu desarrolló
su habilidad: el chamuyo.
“Discutí tanto, toda la vida… Mis compañeros
me largaban contra el profesor de Cívica para no
hacer nada, y nos pasábamos la hora discutiendo
de política”, dice. “Yo ya tenía algunos mambos
con lo que era justo o injusto. No era muy difícil
darse cuenta, igual. Tenía cuestionamiento.”
El militante Diego Quintero (que perdió un
brazo en un confuso episodio en 2001) recuerda
cuando cursaba la primaria con Pitu en la escuela
Aristóbulo del Valle. “Pitu ya tenía ese carisma,
y era más inteligente y rápido que el resto.
Lo que pasa es que nació en cuna de barro”, dice
el nervio popular
Salvatierra al frente de
una asamblea durante
la toma del Parque
Indoamericano,
diciembre de 2010.
Quintero. “Incluso cuando todavía vivía con su
mamá y sus hermanos en el departamento de su
abuelo, antes de irse a vivir a la villa, él se quedaba
mucho en mi casa… Si cuando fue lo del discurso
del Indoamericano, mi mamá lo vio por la
tele y se largó a llorar.”
el abuelo de pitu era peronista y asi fue
como él conoció a Perón. En los 80, Carlos Alberto
Salvatierra estaba jubilado; había sido Jefe de
Zapatería del Teatro Colón y delegado sindical.
Había una frase que siempre decía su abuelo:
“Lo único que pude tener en mi vida fueron la
dignidad como trabajador y este departamento.
Y las dos cosas me las dio Perón”.
En todos los cumpleaños que se festejaban en
lo de Carlos Alberto, en Mataderos, se pasaba
la Marcha Peronista. Una de las primeras travesuras
de Pitu consistía en liderar a un grupo
de hermanos y primos que cantaran a capella la
Marcha para hacerlo llorar al viejo.
“Yo veo la gran mística peronista que había en
mi casa cuando era pibe”, dice otro día, envuelto
en una campera roja Sismo mientras una noche
fría de invierno cae sobre la sede. “Eso nunca se
me fue de la cabeza.”
Cuando su abuelo paterno muere, los hermanos
de su padre “toman posesión del departamento”
y lo dejan a él y a su familia en la calle.
“Así fue como terminé en la villa”, cuenta.
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pitu salvatierra
Deborah, la mujer de Pitu, tiene 31 años y están
juntos desde que ambos tenían 13. Vivían a dos
casillas de distancia.
–Me gustó porque es una persona muy sufrida:
el padre siempre estuvo preso; la madre
sola, siempre se la rebuscó. Muchos hermanos.
Y bueno, aparte tiene un chamuyo…
Deborah tiene ojos alerta y cabello liso y oscuro.
Es la encargada del merendero infantil de
la villa, y no es coqueta en absoluto. Es una primera
dama silenciosa, de buenos gestos y sonrisa
sencilla. Con ella, Pitu tuvo tres hijos: Héctor
de 14, Iván de 10 y Kiara de 8 meses.
–El andaba más en la calle, yo no tanto porque
mi familia me tenía cortita. El venía a mi casa, se
quedaba. Y a los 15 quedé embarazada.
Antes de que Héctor llegara, Deborah y Pitu
cursaron juntos los dos primeros años del secundario
en el Distrito Escolar 20 (ex EMEM 1), un
colegio clase media de Piedrabuena.
Ahí, uno de sus profesores apreció rápidamente
las condiciones de Pitu para la discusión cuerpo
a cuerpo, y le propuso a la clase armar una
lista para las elecciones del Centro de Estudiantes.
Habían entrado como parte de “un malón de
la villa” en un colegio que los rechazaba, pero
tenían una estrategia: poner a un representante
de cada uno de los cinco años (normalmente
se disputaba entre los de 4º y 5º) y así desviar y
duplicar el caudal de votos.
Esa fue la primera vez que Pitu fue presidente.
Le habían puesto Patria Libre a la lista, y uno
de los preceptores les había diseñado la boleta
electoral con la cara del Che Guevara. Lo que se
disputaba ahí era mucho más que la presidencia
del Centro de Estudiantes: “Se disputaba la
pertenencia al colegio”, dice Pitu. “Y ahí fuimos
y lo ganamos. Los robamos.”
lo primero que robo pitu fue una carniceria.
–La primera vez que salí a robar con un fierro
me la acuerdo como si fuera hoy, porque me estaba
yendo y volví a buscar una bolsa de carne.
Uno de los pibes que iba con él, y que tenía más
experiencia, le gritó: “¡Qué hacés boludo!”. Pitu
dice que le dijo: “No, yo la carne me la llevo”.
Ese día, se le apareció a Rosa con el asado más
grande que habían visto en la vida.
Pitu estaba por tener su primer contacto real
con la política. Después de un tiempo, su madre
se peleó con la amiga que le prestaba el patio y
volvieron a quedar en la calle. Desesperada, Rosa
juntó a Pitu y al resto de sus hijos y fueron al Concejo
Deliberante, donde hoy es la Legislatura.
“Fuimos a pedir y nos cruzamos con un muchacho
que era el presidente del barrio, que ocupaba
el lugar que hoy ocupo yo”, dice Salvatierra.
El dirigente social Marcelo Araya los reconoció, y
les preguntó qué estaban haciendo ahí. Después
de escuchar a la señora, le hizo una propuesta
inmejorable: “Mire, yo tengo un comedor ahí; si
quiere puede quedarse a vivir y de paso atiende
el comedor. Para comer no le va a faltar”.
Pitu, Deborah y algunos amigos más de la
misma edad atendían el comedor junto a Rosa,
y ahí fue donde él (que poco después tuvo que
dejar el colegio y pasar a la clandestinidad: tenía
pedido de captura por un robo menor) pudo ver
de cerca qué era la política partidaria: “Ahí como
que tuve un ingreso al mundo de la política”, dice.
“Conocí a Matilde Menéndez y la Agrupación
Ramón Carrillo. Igual yo no le daba bola; seguía
en la mía, en la delincuencia y eso.”
hoy es un dia historico en la villa de pitu: el
Gobierno de la Ciudad finalmente mandó a podar
los árboles de la Oculta, y Salvatierra hace una
recorrida para asegurarse de que todo va bien.
“Esto no pasó nunca en la vida”, dice contento,
caminando sobre ramas secas mientras mira a los
municipales colgados de árboles centenarios.
El presidente de la villa es el nexo entre el Gobierno
de la Ciudad y los habitantes (en la Oculta
viven 15.568 personas), una especie de conserje
de un lugar donde todo anda mal: los árboles, que
están podridos, se caen sobre las casas y hacen
destrozos; o sus raíces las levantan y se las ponen
a upa. Las casillas se incendian por fallas eléctricas,
los bomberos y las ambulancias no pueden
mi primera dama Deborah y
Pitu Salvatierra se conocieron a
los 13 años. Se casaron mientras
él estaba preso, en La Plata, 2006.
entrar porque no hay calles o
porque los cables del tendido
eléctrico están muy bajos;
manzanas enteras quedan sin
luz durante días por el calor.
Y todos los reclamos los recibe
el Presidente.
Caminar con Pitu por la villa es casi imposible:
lo paran, lo abrazan, lo besan y siempre le
piden algo. “Acá las cosas cambiaron mucho: ya
no es el choripán y la Coca”, dice cuando logramos
avanzar. “Acá tenés que cumplir, porque si
vos no hacés las cosas ordenadas, cualquier vecino
viene y te lo dice adelante de cualquiera.”
Cuando estamos entrando en su casa, en una
esquina de la manzana 23, bromea: “Soy como
San Cayetano, todos me piden trabajo”.
Deborah está en la cocina y se asoma cuando
lo escucha decir eso. Ella es la que suele darle los
consejos más asertivos para su carrera política.
–Primero, a todos les decía que sí. Y después yo
le dije: “No, no te comprometas así. Vos deciles
que vas a tratar, que vengan en dos días”.
Le piden muchas cosas al señor Presidente. Deborah
le avisa que hoy lo llamó una señora: su esposo
la engaña y quería pedirle consejo. “¿Podés
creer?”, dice ella. “Hasta para eso está.”
Ella dice que lo acompaña mucho, siempre. “Yo
lo acompaño porque si no, no vuelve. Lo mando
a comprar una gaseosa y tengo que esperar tres
horas, porque lo agarra uno, otro; que el árbol,
que las cloacas, que el agua, que la electricidad.
Al final, tengo que salir a buscarlo. Siempre le
digo: «Alejandro, vos me bloquéas».”
La casa tiene dos cuartos, un baño, una cocinita
y un living-comedor donde hay una foto familiar
tamaño póster (falta Kiara, que todavía
no había nacido) y otras tres más en un cuadrito
junto a la puerta: la foto de su primer encuentro
con Cristina Fernández de Kirchner, durante un
acto tras la toma del Club Albariño (en febrero
de 2011), en la que no se le ve la cara a ninguno
de los dos; la de cuando se casó con Deborah en
el penal; y la de un primo que murió hace poco,
después de que un robo saliera mal. Pitu cuenta
la historia de las tres fotos y después se besa la
mano y la pasa sobre la cara de su primo.
Del lado de afuera, la ventana tiene unas calcomanías.
De Francisco “Tito” Nenna (su padrino
político dentro del kirchnerismo), y otra con
esta frase: “No tengo todo lo que quiero, pero
quiero todo lo que tengo”.
Adentro, mientras come, Pitu dice que es difícil
ser presidente en la villa. “Hay que contener a
todos los actores sociales y políticos del barrio”,
asegura. “Y se complica, porque uno toma decisiones
con las que algunos se sienten protegidos
y otros no tenidos en cuenta.”
las dos primeras villas que tuvieron presidente
fueron la 15 (Ciudad Oculta) y Villa 20.
A fines de 1989, con el último censo como
padrón, estas dos villas llamaron a elecciones
en simultáneo. En esas elecciones, el
fallecido Juan Cymes fue elegido presidente
de la Oculta.
Estamos en una casa semiabandonada
de Constitución donde funciona la sede de
la Coordinadora de Villas Juan Cymes. Se
entra por el garaje, y hay colchones apilados
en el piso y panfletos de Daniel Filmus
en unas cajas. En un cuarto donde cuelga
una bandera con la cara de Cymes en stencil,
el subsecretario general adjunto Carlos Laponte,
de 56 años, recuerda: “En los primeros
meses de 1990, en el lapso de un mes y medio,
se eligieron representantes de casi todas las villas”.
Fiscalizadas por el Instituto de la Vivienda,
las elecciones impulsaron la democratización
de las villas como parte de un plan a largo plazo
avalado por el entonces intendente Carlos Grosso
(el de la “escuela shopping”). Sin embargo, en
los 90, las villas porteñas explotaron demográficamente
(una tendencia que se sostuvo en los
2000), y gobernarlas se volvió una tarea mucho
más compleja.
En la Coordinadora de Villas denuncian que
el Poder Legislativo nunca reglamentó del todo
la Ley 148 (artículo 4), que propone la creación
de un Reglamento Unico de Villas
para que todas elijan a sus
autoridades simultáneamente.
“Es un reclamo que hasta hoy
le seguimos haciendo a los diferentes
gobiernos”, dice Laponte.
“No nos correspondía a nosotros
negarles un lugar a las
personas que seguían llegando;
le correspondía a los gobiernos,
que nunca, hasta hoy, se tomaron
el trabajo de cuidar las tierras.
Nos querían hacer cuidar
las tierras a nosotros, cuando eso
era una pelea de pobres contra
pobres.”
Desde la dictadura de Onganía,
el modo que ha tenido Argentina
de expandir sus ciudades
ha sido a través de la ocupación.
Se crean ciudades de forma desordenada
y a veces violenta,
desde hace cuarenta años.
Y es una tendencia de la región.
En las últimas cuatro décadas,
en Argentina y otros países
del continente ha habido movimientos
sociales organizados alrededor
del reclamo por tierra
urbana y contra la especulación
inmobiliaria, por controles de rentas, control del
precio del metro cuadrado con servicios.
En Brasil existe el Movimento Pelo Direito à
Moradia, movimientos por la vivienda en sectores
favelados. En Uruguay, uno de los principales
componentes del movimiento antidictatorial fue
la fucvam (Federación Uruguaya de Cooperativas
de Vivienda por Ayuda Mutua), y lo mismo
ocurrió en las “poblaciones” de Chile.
El tema siempre es el mismo: la tierra.
El antecedente más directo del Indoamericano
es la toma de El Tambo, en La Matanza. El 6
de enero de 1986, un grupo de 910 familias organizadas
concretó la toma de un terreno fiscal
de treinta hectáreas. Los lideraba un maestro de
escuela de 25 años: Luis D’Elía.
Como lo narra el libro Asentamientos en La
Matanza. La terquedad de lo nuestro, de Denis
Merklen (1991, editorial Catálogos), en mayo de
1985 una inundación en La Matanza provocó la
evacuación de 80 mil personas. D’Elía trabajaba
en la escuela 172, cerca de donde vive ahora, en El
Tambo (que finalmente se convirtió en un barrio,
cuando los ocupantes le compraron las tierras al
Estado en 1994). Como la escuela permaneció cerrada
durante meses, D’Elía junto a un grupo de
inundados empezó a buscar terrenos.
“Buscábamos tierras fiscales ociosas para ocuparlas”,
dice D’Elía, que pasó de tomar El Tambo
a ser subsecretario de Tierras de la Nación durante
la presidencia de Néstor Kirchner, en 2003.
“Nosotros copiamos el modelo de Solano.”
Se refiere a la toma de San Francisco Solano,
El Tala y Monte de los Curas, en 1980, en dictadura,
cuando 20 mil personas hicieron retroceder
a los militares en la primera toma violenta
de tierra urbana que se recuerde. “Solano fue la
primera experiencia maestra”, dice.
D’Elía se ha transformado en uno de los tipos
que conceptualmente más maneja la problemática
de la tierra en todo el país, primero a partir
de ser un sin tierra. Fue uno de los consejeros de
Salvatierra durante el conflicto del Indoamericano
(Salvatierra también contaba con la bendición
de los veteranos de Solano). De hecho, Berta Revilla,
una de las compañeras de D’Elía, está procesada
junto a Pitu en la causa.
Según D’Elía, la toma del Indoamericano falló
por algo básico: “Se eligió un lugar inviable”, dice.
“Una cosa es la tierra ociosa y otra cosa es un pulmón
verde de la Ciudad, por más que la Ciudad
lo tenga en abandono.”
Sin embargo, D’Elía reconoce en Salvatierra la
esencia de un dirigente villero histórico.
–Bueno, no hay mejor gestor de la problemática
que quien vive el problema. Creo que Pitu podría
ser secretario de Tierras de la Ciudad mucho
mejor que cualquier egresado de la Universidad
de San Andrés. Es un pibe que supo caminar en
los márgenes, que estuvo en cana; un pibe que
tiene bien reflexionada su condición.
otro dia en la sede, donde funciona un centro
de computación, ya es primavera y Pitu está
hablando de cómo construyó gobierno dentro de
la villa. Dice: “Construí mi fuerza basado en una
lógica territorial. Yo no soy un militante social,
porque el militante social nunca discute política.
Yo soy un dirigente político más”.
Su ringtone suena y él atiende y chamuya: “Te
llamo en un rato, estoy manejando”, dice.
Desde que llegó a la villa, Pitu se hizo “a la manera
del barrio”. Sabe que acá se construye gobierno
a los golpes y no es que sea acrítico de sus
CASTILLOS DE PAPEL En la
Oculta viven 15 mil personas.
“Queremos llegar a la mesa de
discusión”, dice Salvatierra. “Es la
única forma de que se encare la
urbanización como tiene que ser.”
años salvajes, simplemente los repasa como una
cadena casi natural de acontecimientos: empezó
a ejercer control de su territorio al promediar
los 90. Como en una secuencia del film Ciudad
de Dios, él y su banda –todos menores de edad–
desahuciaban a punta de pistola a las familias
con las que tenían problemas. “Nos hemos peleado
con un pibe y hemos echado al pibe, a la
madre, al tío, al abuelo, a todos.”
Llegaba Pitu con el fierro y decía: “Bueno,
usted no vive más en este barrio”. Y chau.
“Hemos sacado familias enteras de una casa
para dársela a un amigo nuestro”, dice.
Con menos de 20 años, él reafirmaba su conducción
a la manera de Zé Pequeno.
–Yo era capaz de romperte la cabeza porque se
me hacía que me habías mirado mal. Capaz no
te daba un tiro, pero que te daba un par de fierrazos
por la cabeza, te los daba. Cuando estaba
por tener a Héctor empecé a robar y me dediqué
a la delincuencia como modo de vida. Llegué a
ser alguien medio jodido en el barrio.
–Eras chico…
–Sí, pero era terrible igual. Eramos terribles.
Eramos lo que éramos, producto de lo que habíamos
vivido. Yo tenía odio, resentimiento hacia
la sociedad. No iba a dejar que nadie me pisara
la cabeza.
Entraba en la bailanta Meteoro y se sentía el
rey de mundo. Se pasmaba con éxtasis y lsd, y
fumaba “nevados” (porros de marihuana y cocaína)
del tamaño de un Montecristo. Pero, sobre
todo, era adicto al Aseptobrón, unas pastillas
expectorantes.
Para esa época, retomó contacto con su padre,
Daniel Salvatierra. “Mi viejo andaba siempre
preso, dando vueltas por ahí. Y, cuando salía,
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pitu salvatierra
tenía otra vida también”, dice, en referencia a
una segunda familia de su padre. “Yo iba a verlo
a veces, cuando estaba preso; incluso mi mamá
iba, a pesar de sus mambos como pareja.”
La relación con su padre resurgió cuando empezaron
a robar juntos. Pitu todavía era menor
de edad, y padre e hijo formaban una aceitada
dupla de elite criminal: hacían salideras bancarias
en Kawasakis ZZR 600 o Transalps, y usaban
Nextel antes de que nadie tuviera este tipo
de tecnología en la villa. “Cuando venía al barrio
y apretaba el prip todos pensaban que venía la
policía. Y yo me reía: «¡Boludo, soy yo!».”
Durante cuatro años hicieron juntos cada robo,
sin separarse ni una vez. La primera vez que Daniel
salió por su cuenta, fue a asaltar un frigorífico
a Mercedes y lo mataron: ocho tiros le dieron.
Pitu no lo llora (“No lo consideraba mi papá”,
dice), toma la muerte de su padre como otro desenlace
lógico.
Era 2001 y Pitu tuvo que cambiar de rubro:
ya casi no había plata circulando, y lo único que
mantenía su valor era el oro, así que fue a robar
una joyería de Flores. Y un policía que bajaba del
colectivo lo vio y le dio la voz de alto.
Ahí empezó una per secución en la que Pitu le
disparó al policía y lo metió adentro de una vidriera
(“tenía chaleco, por suerte”). Luego subió a un
auto, pero otros dos policías también lo vieron y
agujerearon el tanque, entonces el auto se paró.
Pitu empezó a correr. Se llevó tres tiros.
Mientras trataba de escapar, uno de los policías
le decía: “Entregate, negro, porque te mato”.
En una esquina, justo cuando estaba perdiendo
velocidad por las heridas, vio a un remisero
distraído y se tiró adentro de su auto. Terminó
en el hospital Paroissien, donde dijo que le habían
querido robar la moto.
Semanas después lo atraparon entrando en la
villa por Subiría, para dejarle plata a Deborah.
–Todo muy al estilo de lo que era mi vida
antes.
cuando pitu –despues de pasar por ezeiza,
Devoto y Marcos Paz– llegó a “la nueva”, la Unidad
9 de La Plata, le asignaron un pabellón tranquilo
y lo recibió un pastor evangélico que le reveló
tres secretos universales.
Que Dios no lo había hecho para vivir así.
Que si no se quería él, nadie lo iba a querer.
Que eran sus decisiones las que lo ponían o lo
sacaban de un lugar.
Al otro día, pasaron preguntando quién quería
terminar el secundario. “Y sentí que era para
mí”, dice.
Pitu había caído preso justo antes de los incidentes
del 19 y 20 de diciembre, y veía el país
por televisión. La asunción de Néstor Kirchner,
de hecho, la vio en un televisor comunitario de la
celda 14 del pabellón 13 de la Unidad 9. “Estábamos
en el horno para mí con este muchacho”, recuerda.
“Lo vi bailando con el bastón de mando
y me acuerdo que dije: «Está loco». Era un loco
de la vida, un loco. Y con el tiempo se transformó
en un ejemplo de rebeldía para mí.”
Volvió a tener una racha de suerte: le tocaron
buenos profesores. “Los tipos tenían una gran formación
política y social, y me formaron”, dice. “En
la cárcel por primera vez me cuestioné a Santo
Biasatti. Me empecé a cuestionar cosas, como la
necesidad de la organización popular.”
En el secundario del penal fue donde Pitu se
definió políticamente. Para empezar, repitió algo
que venía haciendo desde pequeño: discutir. “Le
taladraba la cabeza a todos mis compañeros.”
Le pidió a sus amigos que no le trajeran más
droga: ahora quería libros. Libros sobre política.
Así le llegaron tres tomos de Norberto Galasso,
Perón: Formación, ascenso y caída. Y también
Montoneros, la buena historia, de José Amorín.
Su único contacto con el exterior eran las visitas
de su mamá: ella le contaba que en el barrio
las Madres de Plaza de Mayo habían empezado
a construir casas. Hasta que un día llegó diciéndole
que el Estado le había dado una pensión
asistencial para madres de siete hijos, bajo
la Ley 2360/90. “Mi mamá es históricamente
una mujer olvidada por el Estado, y ése fue un
gesto”, dice. Con el primer sueldo de la pensión,
su mamá le llevó un regalo: “Me regaló una remera
Kevingston, y fue el primer regalo que me
hizo en mi vida”.
“No existe
que me digan:
«Anda a trabajar».
Si hubieran vivido
medio dia
en la vida
que yo vivi,
se hubieran
colgado
de un tirante.”
Para entonces, las clases del secundario ya eran
clases de militancia y debate político. “Me enseñaron
muchas cosas, como lo que significaron
las juventudes de los 70”, recuerda. “Llegué
a decir: «Si yo hubiera vivido en los 70, hubiera
sido Montonero».”
–¿Vos cumpliste toda la condena?
–Toda, hasta el último cuadrante.
En 2008, después de siete años preso, Pitu
salió y se encandiló con la realidad. Pasó seis
meses repartiendo cvs. En el medio, casi todos
los días le ofrecían volver a robar. Tocó fondo
cuando fue al shopping Spinetto, donde buscaban
alguien para limpiar los baños, y el encargado
lo rechazó sin vueltas: “Si estuviste preso no
te puedo tomar. Política de la empresa”.
Ese día del Spinetto, se subió al 5 y volvió a
la villa. “Me vine de allá en colectivo, totalmente
humillado”, recuerda. “Mi señora laburaba de
limpieza en la casa de un amigo mío, y yo lavaba
los platos, la ropa, iba a buscar a los chicos.
Hacía cualquier cosa, porque sentía que me estaban
manteniendo. Era un bajón. Encima yo
siempre fui orgulloso de lo que era, en mi estupidez.
Y de repente agachás la cabeza, salís con
el diario, a buscar laburo.”
Cuando estaba por caducar –así lo dice él:
“Cuando estaba por caducar…”– recibió una llamada
de Rubén “Pocho” Brizuela, un referente
histórico y ex presidente de la villa. Pocho, que lo
conocía de chico, le dijo: “¿Así que estás buscando
laburo? Pensé que no cambiabas más”.
Pocho lo puso a trabajar en la Fundación de
Madres, como portero del Elefante Blanco.
Mientras custodiaba el Elefante, Pitu tuvo la
idea de su primer proyecto político. Lo que más lo
había shockeado de su vuelta al barrio era cómo
estaban sus amigos de antes: arruinados.
“Tenía muchos amigos arruinadísimos, hechos
pelota por el paco”, dice. “Y me empezó a agarrar
un mambo con eso”. En la puerta del Elefante empezó
a pensar en armar una cuadrilla de limpieza
con pibes que quisieran salir de la droga. “Lo
presenté y lo aprobaron. ¡Fue una sorpresa!”
El paco es el principal asunto interno de la
Oculta, y los fumaderos están en la manzana 27
y de la 32 para arriba, y también en los alrededores
del Elefante, en lo que ellos llaman Villa Machete.
Pitu empezó con veinte chicos, y hoy son
un grupo mixto de más de 45 (de lunes a viernes;
otros quince cubren los fines de semana).
La gente del barrio tardó en acostumbrarse al
nuevo Pitu, el rescatado, el que pintaba la capilla
y restauraba plazas. Pero igual arrasó: sacó el
74 por ciento de los votos en 2009. “Ya se acostumbró
la gente”, dice. “Pero antes, incluso en el
Indoamericano, se sorprendían mucho cuando
me veían hablar.”
gente con piedras, con palos, con machetes.
Gente con hachas. Gente con fierros, con
armas.
Más o menos eso había visto Salvatierra ese último
atardecer en el Indoamericano. Lo recuerda
como un atardecer apocalíptico.
–Parecía una guerra civil.
Pitu y los que estaban con él se la veían venir.
Escuchaban las radios, que anunciaban que los
vecinos del parque pedían el desalojo ya. “Y de
un momento a otro empezaron las corridas”, dice.
No se sabía por dónde estaban entrando a sacarlos,
y pronto se empezó a hablar de un muerto,
de dos, de tres. “Eran corridas para todos lados,
detonaciones, ruidos, gritos, llantos, sirenas”, recuerda.
“Era una batalla campal.”
Cuando todo terminó, Salvatierra ya había recibido
el telegrama de despido de la Fundación
por liderar la toma, pero tenía “compañeros” en
uno de los micros y lo dejaron dormir ahí.
La mañana siguiente, cuando atendió su teléfono,
la voz del otro lado era una voz de mujer:
“Era la secretaria de algún funcionario, supongo.
Como mi teléfono en ese momento corría por
todos lados, realmente no pregunté”.
No llevaba un discurso preparado. “Iba cargado
de una mezcla de emoción [Cont. en pág. 105]
pitu salvatierra
[Viene de pág. 64] ción y dolor por lo que
había pasado, tantos heridos, los muertos. Intentaba
tener esperanza”, dice. “A ver: estábamos
yendo a la Casa de Gobierno.”
Era 11 de diciembre, y cuando llegó lo hicieron
entrar por debajo de unas gradas: iba a tocar
Calle 13. No se dio cuenta de que estaba en la
Casa de Gobierno hasta que respiró profundo:
todo el lugar olía a madera.
Un día después, el 12, en el programa Bajada
de línea, Víctor Hugo Morales le pedía un favor
al aire: “No vayas a decir una sola mentira”.
Pitu ya había mentido: le había dicho a Chiche
Gelblung que había nacido en Ciudad Oculta
y que no tenía casa, y lo había repetido en el
atril presidencial.
“Yo te voy a contar: yo tengo mi casa. Hace años
que la tengo, desde el 97. La compré robando:
4800 pesos la pagué. Y también robando compré
la casa que era de mi abuelo y se la regalé a mi
mamá. Ahora ella vive ahí”, dijo meses después,
puesto a contestar. “Estuvo mal que le mintiera
a Chiche, me arrepiento. Lo que pasa es que me
querían hacer pisar el palito para minimizar un
reclamo que era mucho más profundo.”
Pitu cobra 2400 pesos por mes por su trabajo
como presidente. También es el jefe de La Jauretche
Capital e integra la mesa chica del INADI.
Por eso odia cuando sus detractores se meten
en su página de Facebook y le ponen: “Andá a
trabajar”. Esa frase lo saca de la vaina. “No existe
decirle eso a una persona. No existe, porque si
hubieran vivido medio día en la vida que yo viví,
se hubieran colgado de un tirante.”
Aunque la toma del Parque propulsó su naciente
carrera política, puertas adentro de la villa
no sumó a su mandato, que vence en 2013: “Algunos
creen que fui a defender a los bolivianos.
Acá hay más racismo que afuera”, dice.
Afuera, Salvatierra tiene sus detractores: el semanario
Seprin, un medio vinculado a los servicios
de inteligencia, y Javier Miglino, consultor
de la ong Defendamos Buenos Aires, forman un
bloque virtual en su contra.
Miglino, que asegura haber estado adentro de
Cromañón la noche de la tragedia y fue quien
pidió que Fito Páez se retractara por su carta pública
contra los votantes de Mauricio Macri, dice:
“Yo manejo la sensibilidad de mucha gente”.
Después de la toma del Indoamericano, Miglino
redirigió las 300 mil visitas mensuales del
blog Defendamos Buenos Aires con este título:
maldito pitu salvatierra.
Miglino y Salvatierra se encontraron en un programa
de televisión el año pasado. Fue en América,
en Con voz propia, de Gustavo Sylvestre.
El abogado está convencido de que Pitu perdió
toda su aura cuando se enfrentaron en cámara.
“No se lo vio más a Pitu Salvatierra, y lo más importante:
no se vieron más copamientos”, dice.
“En pocas palabras: ahí nadie necesitaba una vivienda.
Fijate que nunca más hubo un reclamo
ahí. Era una cuestión política: hoy copamos el
Indoamericano y mañana Parque Centenario y
pasado los bosques de Palermo.”
Miglino está detrás de la causa contra Salvatierra
y el resto, y pretende verlo preso. “Yo creo que
puede ir a la cárcel”, dice. “Y desde Defendamos
Buenos Aires vamos a hacer todo lo posible.”
pitu tiene un sueño recurrente: sueña que
está preso.
Una tarde Pitu nos lleva hasta el remis, que espera
en la YPF de Murguiondo y Eva Perón, fuera
de la villa, y habla: “Yo lo relaciono con estar imposibilitado
de alcanzar lo que quiero”.
Después se queda callado, como colgado, y
antes de despedirnos dice: “A veces ni puedo dormir,
porque sé que muchos compañeros no van a
poder convertirse en dirigentes políticos”.
Algunas semanas después, Pitu nos recoge en
la YPF y nos lleva con Deborah al merendero para
acompañarla en una jornada completa.
Ella y otras mujeres están ocupadas, armando
los bolsones de comida con la mercadería que
acaba de llegar. Acá, todas las tardes asisten setenta
chicos de la villa. “Por la forma de comer
te das cuenta la necesidad que hay”, dice Deborah
cuando los chicos llegan. “Yo tengo 30 años
y hace treinta que vivo acá, y a veces vienen pibes
de las universidades a hacerlos jugar. Dos horas.
No saben si estuvieron calentitos, si comieron,
no saben nada. Nosotros vemos, sabemos. Lo vivimos.
Pero ellos militan.”
Deborah coordina también las visitas de la
asistente social, y antes pasa ella misma a reconocer
el problema. En una recorrida, la primera
casa a la que llega es una donde le han dicho
que hay ratas que salen del suelo. “No son ratas”,
dice ella, espantada. “¡Son gatos!”
La última casa que visita hoy es la de una pareja
de ancianos: viven en un pozo, con piso y
paredes de tierra y unas chapas que les hacen
de toldo. Deborah les promete que además de la
asistente les va a traer materiales para construir
una pieza. Y sale de ahí llorando.
–yo tengo tres pasiones: chicago, los redondos
y Chevrolet.
Un fin de semana más en la villa, Pitu enumera
sus pasiones. A la cancha a ver a Chicago no va
desde que salió de la cárcel, y auto no tiene. Pero
a ver al Indio va siempre: “Ahí no soy ni papá, ni
esposo, ni presidente, ni compañero. Ahí soy un
ricotero más”, dice. “Y estoy con mis amigos, con
los que me crie, que algunos cambiaron y otros
siguen en sus mambos. Además”, sigue, “el Indio
es kirchnerista. Como nosotros”.
En su página de Facebook, Pitu dice que su deporte
es el fútbol, que su equipo es la Selección,
que su futbolista favorito es Diego Maradona.
Dice que le gustan los Redondos, La Renga, la
Nueva Luna y Carlos Gardel; que mira Telesur,
CN23, Canal Encuentro, 6, 7, 8 y Paka Paka; que
su ideología política es “nacional y popular, peronista”.
Y que las “personas que sirven de inspiración”
para él son José de San Martín, Envar
el Kadri, el Che Guevara y Eva Perón.
Además, publicó dos frases:
“Donde hay una necesidad, hay un derecho”,
Eva Perón.
“No vinimos a la política a pasar desapercibidos”,
Alejandro “Pitu” Salvatierra.
Hoy Pitu tiene que jugar un partido de fútbol:
es parte vital de un seleccionado que se llama Los
Vagos, en un campeonato por plata que se juega
en la villa todos los sábados y domingos. Al lado
de la cancha, un descampado polvoriento –una
tierra que parece no haber tenido pasto jamás–,
hay un mural gigante del Padre Mugica.
“Acá estamos a full con el padre Mugica. Fue
el primero que se paró de manos contra los que
querían sacar a la gente de las villas”, dice mientras
esperamos que le toque su turno.
El, que sólo se saca la gorra para jugar al futbol
(“es uno de los pocos momentos en que me la
saco. Soy un pelado no asumido”), se ve como el
último eslabón de una línea histórica de dirigencia
villera que empezaron el Padre Mugica y los
curas del Tercer Mundo, y continuó Cymes.
Mientras espera para jugar, hace un balance
de lo que fue el año después del Indoamericano
para él: está contento porque unas semanas
atrás empezó la Escuela de Gobierno, una idea
de Aníbal Fernández para darles herramientas
de dirigencia a militantes como Pitu (“ahí yo soy
un alumno más”). Y en su ranking aparece otra
llamada: la de Adrián Suar.
Suar lo había visto en cadena nacional, como el
resto del país, y también había escuchado cómo
Pitu señalaba los puntos flojos de El puntero, su
exitosa tira de 2011.
A principios del año pasado, Pitu odiaba la
serie. Había dicho que era una acción para desprestigiar:
“Es el toma y daca, el puntero. Ahora
hasta una serie sacaron. Siempre tratando de desprestigiar.
Hay muchos que hacen cagadas. Yo no
voy a poner las manos en el fuego por ningún militante
y menos por todos los militantes kirchneristas.
Qué sé qué hacen. Yo sé lo que hago yo.
Pero esto no es como se ve ahí: le pasan mil cosas
por capítulo al protagonista”.
Después de hablar con Suar, decía: “No hay
que darle tanta trascendencia, es una ficción. Si
vamos a pensar que todos los que militan son
como el Gitano, entonces todos los mecánicos
son como Panigazzi, el de Gasoleros”.
Suar habló con él durante diez minutos. “Pensé
que me estaban haciendo una joda”, dice Pitu.
–¿Qué te dijo?
–Me dijo: “Te desenvolvés bastante bien en
cámara, tenés buena oratoria. Me gustaría que
hagas una participación en el programa”.
–¿Y por qué no la hacés?
–¡Estás loco! Cuando le conté a Deborah me
sacó cagando. Se reía. “No me vengas con El puntero
ahora”, me dijo.
Apoyado contra un alambrado, calcula el costo
político de esa decisión, y se le escapa una sonrisa:
“Si lo hago, me mata. Me mata”, repite.
Su equipo tiene que entrar y Pitu mira como
esperando una pregunta más. “¿Qué harías si fueras
presidente de Argentina?”, pregunto, cuando
los equipos ya están para arrancar a jugar. “Haría
como hacen los yanquis, que ponen la bandera
en todas las películas”, dice. “Me parece que por
ahí está el tema: empezar a sentirse orgulloso
del lugar donde vivimos.”
Después se mete a la canchita corriendo, y se
pone a patear para su equipo.
64 | Rolling Stone | Febrero de 2012
Febrero de 2012 | Rolling Stone | 105