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usted sabe cómo quiero que se porte”. Ahí junté en una valijita prestada un pantalón y un par de zapatillas, y saqué el pasaje. –¿Te acordás del día en que te fuiste? –Sí. Lo veo como un gran cuadro de comedia musical. Me acuerdo de la caminata hasta la parada del ómnibus que me iba a llevar a Tucumán, donde iba a tomar el tren. Las casitas, esa cosa de la gente que cuchichea. –Perdón, manda a decir la señora si quieren algo para tomar. La chica de modos suaves, de uniforme blanco, escucha los pedidos –Luis Méndez, café; Ramón Ortega, café con leche y algo para comer– y se va. Poco después vuelve con las bebidas y galletitas, que Ortega parte por la mitad y moja en el café. –Estas me las hace una señora que viene una vez por semana. No puedo comer cualquier cosa porque soy diabético. Yo digo que a mí no me la contaron, la viví. A mí me reprochaban porque no les cantaba a mis orígenes. Yo pienso al revés. Tengo que cantarle a la esperanza de los que la están perdiendo. ¿Qué van a aprender ellos cantándoles a la pobreza, al hambre, a la injusticia? Ellos la viven, la conocen. Llegó a Buenos Aires un día de marzo o abril de 1956, con 15 años, y pasó su primera noche durmiendo en el parque del Retiro. Por la mañana tomó un tranvía con cualquier destino y se bajó en una obra en construcción. No lo contrataron pero le sugirieron que intentara en la sede del Partido Demócrata, de Rodríguez Peña y Tucumán. Allí lo tomaron con un trato que le pareció justo: hacer la limpieza a cambio de un sitio para dormir. Le dieron el sótano. Pocos días después consiguió trabajo en el bar de un griego, en Corrientes y Uriburu. –A la noche comía algo y bajaba al sótano. El griego estaba esperando a que yo bajara para cerrar la tapa. –¿Te encerraba? –Sí, le ponía traba. Pero siempre pensé que las cosas que pasaban tenían que pasar para que pasaran otras. Un día pasé por la calle Pasteur y vi un cartel que decía “Se necesita cadete”, en una casa que se llamaba Supermetal. Empecé a trabajar ahí. Me fui a vivir a una pensión. Los compañeros de Supermetal me festejaron el primer cumpleaños de mi vida. Y después pasó lo de Boris. Boris era el mejor vendedor de Supermetal y un día colocó un preservativo inflado en la cartera de una de las empleadas. Cuando la mujer fue al baño, el preservativo saltó y ella quedó sumida en un ataque de nervios. El dueño concluyó que el culpable había sido Ramón Ortega, el nuevo. –Me dijo “Está suspendido quince días”. Y yo lo miro a Boris, y Boris mudo. Menos mal. Me jodía la vida si decía que había sido él. Todavía estaría trabajando en Supermetal. Cuando salgo, entra el cafetero. Lo espero y cuando sale le digo: “¿Qué tengo que hacer para vender café?”. Fui donde me dijo, me dieron un saquito, termos y no paré de vender café. Y ahí empecé en la radio. La radio era LV3, radio Belgrano, y llegó hasta allí como llegaba, por entonces, a todos lados: sin rumbo en la ciudad desconocida. –Vi una fila de gente en la puerta. Llegó un auto y bajó Virginia Luque. Me dije: “De acá no me mueven más”. Me convertí en el cafetero de la radio. Y ahí conocí a la gente de la orquesta de un tipo que se llamaba Carlinhos y me ofrecieron irme de gira con ellos, como plomo. Durante tres años, a partir de 1957, viajó por todo el país, durmiendo –porque no había cuarto para todos– en la recepción con los serenos; acarreando a músicos borrachos que, a cambio, le enseñaban acordes de guitarra. –Cuando fuimos a Mendoza decidí quedarme ahí. Conseguí trabajo en un cabaret. Tenía 18 años y era amigo de todas las chicas. Tocaba la batería y la guitarra, y cantaba canciones de Luis Aguilé. Desde Mendoza viajó a Chile, conoció a una trapecista y se fue, con ella y con un circo, tocando la batería mientras la muchacha se balanceaba allá en lo alto. No da detalles de esa relación –ni de ninguna otra: jamás emplea la palabra “novia”–, pero, de regreso en Santiago, formó una banda que llamó The Lyons y se buscó un seudónimo: Nery Nelson, por Ricky Nelson, uno de los primeros grandes ídolos del rock & roll. –Nos presentamos para tocar en radio Minería y nos aceptaron. Un día me dicen: “El director artístico lo quiere ver”. Voy, me dice: “Mire, tengo dos hijas y me piden que el sábado lo invite a almorzar”. Anota la dirección, me la da. Yo guardé esa dirección como si Jesús me hubiera autografiado la Biblia. Llega el sábado, voy a la casa. Toco timbre. No me abrían. Me estaba por ir y aparece el director. Y me dice: “Le tengo que pedir disculpas porque hubo un error. Mis hijas creían que usted era Ricky Nelson”. Claro, se habrán asomado a la mirilla y vieron un morochito. “Ah, bueno, entiendo, señor”, le dije, esperando que me dieran un vaso de agua. Y como el tipo no decía nada, dije: “Bueno, señor, le agradezco mucho igual”, y me fui. El tipo no veía la hora de cerrar la puerta y largar la carcajada. Ese fue uno de los tantos días en los que me juré cosas. Me juré que iba a volver a Chile y que me iba a pasar todo exactamente al revés. Seis años después volví a radio Minería, y los carabineros me tuvieron que sacar entre una multitud. Regresó a Mendoza y consiguió tocar, una vez por semana, en el auditorio de LV10, Radio de Cuyo. Como le pagaban poco fue a ver al director, Rinaldi, para pedirle aumento. El hombre le dijo: “Pibe, ¿quién te creés que sos, Billy Cafaro?” –Y ese fue otro de los días en los que me juré grabo 45 discos. “No habia uno que vendiera menos quel anterior. era una locura”, dice. cosas. Me juré que ese señor me iba a contratar y me iba a pagar diez veces más de lo que le podía pagar a Billy Cafaro. Y seis años después volví a Mendoza, contratado por LV10, Radio de Cuyo, y me pagaron una fortuna. A veces pienso en todas las cosas que tuvieron que pasar, y en ese inventario lo pongo a Boris, a las chicas del cabaret, a... Un preservativo que conecta con unos termos de café que conectan con una orquesta que conecta con un cabaret que conecta con cientos de miles de discos vendidos. Como si no hubiera estrategia. Como si su máximo talento hubiese sido jurarse para después volver. Son las ocho y media de la noche y Luis Méndez sugiere: –¿Te parece que dejemos acá? Seguimos la próxima. Siempre es igual: a lo largo de una, dos, tres horas, Ortega cuenta –con detalle– la manera en que evitó hacer el Servicio Militar Obligatorio (fingiendo que le dolía una antigua lesión en el tobillo); la manera en la que devino técnico mecánico de las cocinas Volcán y el examen que rindió en casa de una vecina bajo la supervisión de un porteño pícaro. Siempre es igual: anécdotas, anécdotas. Detrás de esa hidra impenetrable, en alguna parte, está él. E n el departamento de ramon ortega suena un piano. Son las cuatro de la tarde de otro día luminoso, todavía febrero, y la chica de modos suaves y uniforme blanco abre la puerta y dice: –Ya le aviso al señor. Después desaparece. Se escucha un cuchicheo, el piano cesa y Ramón Ortega, jeans ajustados, zapatillas de moños rebosantes, aparece, silbando. Se sienta en el mismo sillón, en la misma sala y, apenas se sienta, tocan el timbre. Es Luis Méndez, que sube, saluda, se sienta en la misma esquina del mismo sillón. Quince minutos más tarde, la misma chica pregunta: –¿Les puedo ofrecer algo para tomar? En 1962 Ortega estaba de vuelta en Buenos Aires y, a poco de llegar, se topó con Dino Ramos, un integrante de la orquesta de Carlinhos, que le contó que en la discográfica RCA estaban tomando pruebas. Compusieron juntos una canción –“Sacate la careta”– y fueron a probar suerte. –Nos recibió Ricardo Mejías, el director artístico, y le gustó la canción. Me dijo: “Los sábados tomo pruebas en el estudio, ¿por qué no viene?”. El día de su cumpleaños, 8 de marzo de 1962, bajo una lluvia intensa, Ramón Ortega llegó al estudio de la RCA mojado de la cabeza a los pies. Le hicieron cantar tres canciones y, cuando terminó, Mejías le dijo: “Dese por artista de RCA”. –Salí y me dieron ganas de pegar un grito que lo escucharan hasta en mi pueblo. Mejías lo bautizó Palito –porque lo vio muy flaco– y ese año grabó su primer simple. Al poco tiempo compuso “Dejala dejala” y siguieron “Bienvenido amor”, “Despeinada” (que escribió con Chico Novarro), “Media novia”. –No había un solo disco que vos dijeras “A este le va peor que al anterior”. Era una locura, y todo rollingstone.com.ar | Rolling Stone | 97

Palito Ortega pasaba muy rápido. Los que estábamos dando vueltas, Sandro, Favio, yo, tocábamos en tres, cuatro clubes por noche. Para llegar al escenario teníamos detectado el patio de la vecina. De ahí poníamos una escalerita para saltar a la parte de atrás del club y llegar al escenario, porque, si pasabas entre la gente, subías hecho un infeliz, todo despeinado, la ropa arrancada. En noviembre de 1962 Canal 13 empezó a emitir El Club del Clan, un programa que llegó a tener 55 puntos de rating, en el que Violeta Rivas cantaba temas de Rita Pavone; Chico Novarro se ponía tropical con “El orangután”; Johnny Tedesco versionaba a Elvis. La lista seguía con Lalo Fransen, Raúl Lavié y, claro, Palito Ortega, que, mientras tanto, vivía en una pensión de Lavalle y Maipú. –Empezaron a llegar cartas de admiradoras. Dos, tres. Las guardaba un mes entero, sin leerlas, para tener la sensación de que me llegaban muchas. Casi que las rezaba. “Palito, lo escucho todos los sábados”, “Palito, mándeme una foto”. Hasta que abro una y decía “Querido hijo”. Remitente, Nélida Saavedra de Ortega, Berazategui. Sigo leyendo: “Mis vecinas se ríen de mí cuando les digo que el que está cantando es mi hijo”. Me dije: “Algo hay que hacer”. No fui a buscarla, mandé a una persona. Ella estaba viviendo con un señor que ponía como condición estar en el encuentro y yo dije: “No, con ella y con nadie más”. Y en ese ínterin ocurre el hecho mas desgraciado de la historia. El hecho más desgraciado de la historia fue que Rosario, su hermana de 11 años, iba al colegio cuando, al cruzar la calle, la atropelló un auto y la mató. –No llegué a tiempo para verla. Murió un viernes y yo llegué el domingo. En ese momento los músicos íbamos a clubes de tres o cuatro ciudades por noche. Murieron muchos colegas así, en la ruta. Yo me recostaba en el asiento, buscaba una estrella, confiaba en que era mi hermana y decía: “No me puede pasar nada malo”. Se acoda sobre las rodillas, revuelve el café. –Con mi vieja, al final, me encontré en un bar. Fue una conversación difícil. Después le alquilé un departamento en Núñez. Mi viejo se murió a fines de los 90, a los 97 años, en una casita que se había hecho en Tucumán. Nunca quiso venir. Y mi mamá murió después. Yo los puse juntos, en la misma bóveda. La pensión de Lavalle y Maipú fue un sitio que tuvo que abandonar pronto: cuando las vecinas supieron que vivía ahí, empezaron a llenar la ventana con cartas de todo tipo, de modo que él entendió que dormir en pensiones ya no era compatible con todo lo demás, que era mucho. Entre 1964 y 1966 sacó siete discos (uno de ellos, En Nashville, con producción de Chet Atkins, productor y guitarrista de Elvis Presley), fue galán de fotonovelas. En 1964 ya había participado en la película El Club del Clan, dirigida por Enrique Carreras, y salía en la portada de revistas como Radiolandia o Antena con esa expresión reconcentrada y prolija que lo había transformado en un Buster Keaton musical. Durante una producción de fotos para Radiolandia conoció a una actriz joven, Marta González, con la que empezó un romance del que habló el país. Poco después viajó a México, a grabar un disco (Internacional), y desde allí emprendió una gira por Nueva York, París y Roma, donde la discográfica había organizado una agenda profusa que consistía en presentarle a otras estrellas de la casa, como Pat Boom o Paul Anka. –Cuando lo fui a ver a Paul Anka le conté que yo había empezado cantando canciones de él. El tipo quería grabar un disco en español y me pidió si le podía mandar una canción. Esa noche me acordé como nunca del ingenio Mercedes. Miraba los rascacielos de Nueva York y pensaba: “¿Sabrá la gente dónde ando yo ahora? ¿Qué será de la casita donde nací?”. Durante la gira pasó por Los Angeles, España, Roma, París y, al regresar, la RCA decidió que, en vez de volar directo a Buenos Aires, pasara una noche en Montevideo. –Me llevan a un hotel, y me esperaba toda la cúpula directiva de la RCA. Ahí mismo el director se pone de pie y dice: “Tenemos algo para nuestra estrella”. Y saca un cheque de regalías, más un adelanto, y dice: “Este adelanto es por el nuevo “Yo creo que sandro fue mas sabio que mi viejo”, reflexiona emanuel. “se cuido dexponerse.” contrato que vamos a firmar esta noche”. Y yo le digo por lo bajo: “Pero señor, no hablamos nada del contrato nuevo”. Y me dice: “No te preocupes, te subimos las regalías”. Y yo dije: “Bueno, está bien”. Y firmé por tres años más. Al día siguiente, en Buenos Aires, la discográfica había montado un desembarco en Normandía: lo esperaba en el aeroparque una multitud y las cámaras de Canal 9 transmitieron en directo su regreso triunfal. –Antonio Carrizo estaba transmitiendo y decía: “Así llega la estrella de su gira triunfal”. Después hablé con Marta. Le dije: “Yo no me puedo casar porque tengo un panorama enorme afuera, me piden que vuelva a México, a España, y va a ser un sufrimiento para vos y para mí”. –¿Y? –Y… todo lo que te puedas imaginar de una situación así. Por esos años puso su propia productora –Chango–, y haciendo fotonovelas conoció a un actor del género, Oscar Sanders, que terminó siendo su mano derecha. –Venía alguien y decía: “Quiero llevarte a tal lado”. Y yo decía: “Encantado”. Pero sabía que no me convenía. Entonces iba Oscar y sabía que tenía que decir que no. Siempre tenés que tener a alguien que diga que no. El artista nunca puede decir que no. Semanas más tarde, cuando se le consulte a Luis Méndez acerca de la posibilidad de tener una entrevista con Ortega a solas, responderá por mail: “Él quiere que siempre esté presente en las entrevistas. No es una preferencia mía, pero tu pedido nos resulta un poco extraño. Igual, te imaginás que yo sigo las directivas de Ramón, únicamente”. Palito tuvo la suerte o la desgracia de surgir a la consideración popular dentro de El Club del Clan –dice el periodista y crítico Claudio Kleiman–, que representa una época pre-rock de la música argentina. Pero dentro de El Club del Clan era lo más aceptable. Él y Johnny Tedesco eran las figuras más rockeras, y Palito le agrega a eso su calidad de compositor. Era bueno. La carrera musical de Ortega es un camino plagado de hits como “Estar enamorado”, “Decí por qué no querés”, y panzers de alegría blindada como “La felicidad” y “Yo tengo fe”. Pero es, también, el autor de “Canción del jacarandá” (que compuso en 1965 con María Elena Walsh), “Sabor a nada” o “Lo mismo que a usted”, temas versionados por los mejores baladistas del continente, desde Vicentico hasta Lucho Gatica. No parece un hombre candido, pero si alguien empeñado en conservar aquel clima blanco que teñía la época en que las amas de casa escuchaban discos del Festival de San Remo mientras pasaban las páginas de la fotonovela semanal. Su vida, tal como la cuenta, parece el guion de una película protagonizada por un muchacho de buen corazón en un mundo de buenos contra malos. Fue el novio que todas las madres quisieron para sus hijas y se ganó el cariño cerrado de íconos mayores de la cultura popular: Libertad Lamarque, que regresó al cine en 1972 para que él la dirigiera en La sonrisa de mamá; Luis Sandrini, que se puso bajo su dirección en 1979 para hacer Vivir con alegría (y que, un año después, volvió a actuar en Qué linda es mi familia, sólo para morir en el set, con Ortega desesperado, frotándole el pecho con alcohol); e Irineo Leguisamo, a quien conoció en 1963, que lo adoptó como un hijo y que, al morir, lo nombró heredero universal. Ortega le hizo honor a esa confianza: la ropa, las medallas de Leguisamo están resguardadas, y los secretos que se llevó a la tumba –era amigo de Gardel, que le contaba cosas–, también. Cuando se le pregunta si lo extraña, responde: “Pienso mucho en él”. La discreción es su manifiesto, su declaración, su patria y su bandera. E n 1965 ya tenia cierta fortuna, que administraba con prudencia. Hacía negocios comprando y vendiendo propiedades y era un galán instalado cuando filmó Mi primera novia, con dirección de Enrique Carreras. Él quería que la actriz protagónica fuera Marilina Ross, pero el director impuso a una rubia angelical que actuaba en un teleteatro arrasador: El amor tiene cara de mujer. 98 | Rolling Stone | Agosto de 2013

usted sabe cómo quiero que se porte”. Ahí junté<br />

en una valijita prestada un pantalón y un par de<br />

zapatil<strong>la</strong>s, y saqué <strong>el</strong> pasaje.<br />

–¿Te acordás d<strong>el</strong> día en que te fuiste?<br />

–Sí. Lo veo como un gran cuadro de comedia<br />

musical. Me acuerdo de <strong>la</strong> caminata hasta <strong>la</strong> parada<br />

d<strong>el</strong> ómnibus que me iba a llevar a Tucumán,<br />

donde iba a tomar <strong>el</strong> tren. Las casitas, esa cosa de<br />

<strong>la</strong> gente que cuchichea.<br />

–Perdón, manda a decir <strong>la</strong> señora si quieren<br />

algo para tomar.<br />

La chica de modos suaves, de uniforme b<strong>la</strong>nco,<br />

escucha los pedidos –Luis Méndez, café; Ramón<br />

Ortega, café con leche y algo para comer– y se va.<br />

Poco después vu<strong>el</strong>ve con <strong>la</strong>s bebidas y galletitas,<br />

que Ortega parte por <strong>la</strong> mitad y moja en <strong>el</strong> café.<br />

–Estas me <strong>la</strong>s hace una señora que viene una<br />

vez por semana. No puedo comer cualquier cosa<br />

porque soy diabético. Yo digo que a mí no me <strong>la</strong><br />

contaron, <strong>la</strong> viví. A mí me reprochaban porque<br />

no les cantaba a mis orígenes. Yo pienso al revés.<br />

Tengo que cantarle a <strong>la</strong> esperanza de los que <strong>la</strong><br />

están perdiendo. ¿Qué van a aprender <strong>el</strong>los cantándoles<br />

a <strong>la</strong> pobreza, al hambre, a <strong>la</strong> injusticia?<br />

Ellos <strong>la</strong> viven, <strong>la</strong> conocen.<br />

Llegó a Buenos Aires un día de marzo o abril<br />

de 1956, con 15 años, y pasó su primera noche<br />

durmiendo en <strong>el</strong> parque d<strong>el</strong> Retiro. Por <strong>la</strong> mañana<br />

tomó un tranvía con cualquier destino y se<br />

bajó en una obra en construcción. No lo contrataron<br />

pero le sugirieron que intentara en <strong>la</strong> sede<br />

d<strong>el</strong> Partido Demócrata, de Rodríguez Peña y Tucumán.<br />

Allí lo tomaron con un trato que le pareció<br />

justo: hacer <strong>la</strong> limpieza a cambio de un sitio<br />

para dormir. Le dieron <strong>el</strong> sótano. Pocos días después<br />

consiguió trabajo en <strong>el</strong> bar de un griego, en<br />

Corrientes y Uriburu.<br />

–A <strong>la</strong> noche comía algo y bajaba al sótano. El<br />

griego estaba esperando a que yo bajara para cerrar<br />

<strong>la</strong> tapa.<br />

–¿Te encerraba?<br />

–Sí, le ponía traba. Pero siempre pensé que <strong>la</strong>s<br />

cosas que pasaban tenían que pasar para que pasaran<br />

otras. Un día pasé por <strong>la</strong> calle Pasteur y vi un<br />

cart<strong>el</strong> que decía “Se necesita cadete”, en una casa<br />

que se l<strong>la</strong>maba Supermetal. Empecé a trabajar ahí.<br />

Me fui a vivir a una pensión. Los compañeros de<br />

Supermetal me festejaron <strong>el</strong> primer cumpleaños<br />

de mi vida. Y después pasó lo de Boris.<br />

Boris era <strong>el</strong> mejor vendedor de Supermetal y<br />

un día colocó un preservativo inf<strong>la</strong>do en <strong>la</strong> cartera<br />

de una de <strong>la</strong>s empleadas. Cuando <strong>la</strong> mujer fue<br />

al baño, <strong>el</strong> preservativo saltó y <strong>el</strong><strong>la</strong> quedó sumida<br />

en un ataque de nervios. El dueño concluyó que <strong>el</strong><br />

culpable había sido Ramón Ortega, <strong>el</strong> nuevo.<br />

–Me dijo “Está suspendido quince días”. Y yo lo<br />

miro a Boris, y Boris mudo. Menos mal. Me jodía<br />

<strong>la</strong> vida si decía que había sido él. Todavía estaría<br />

trabajando en Supermetal. Cuando salgo, entra <strong>el</strong><br />

cafetero. Lo espero y cuando sale le digo: “¿Qué<br />

tengo que hacer para vender café?”. Fui donde me<br />

dijo, me dieron un saquito, termos y no paré de<br />

vender café. Y ahí empecé en <strong>la</strong> radio.<br />

La radio era LV3, radio B<strong>el</strong>grano, y llegó hasta<br />

allí como llegaba, por entonces, a todos <strong>la</strong>dos: sin<br />

rumbo en <strong>la</strong> ciudad desconocida.<br />

–Vi una fi<strong>la</strong> de gente en <strong>la</strong> puerta. Llegó un<br />

auto y bajó Virginia Luque. Me dije: “De acá no<br />

me mueven más”. Me convertí en <strong>el</strong> cafetero de<br />

<strong>la</strong> radio. Y ahí conocí a <strong>la</strong> gente de <strong>la</strong> orquesta de<br />

un tipo que se l<strong>la</strong>maba Carlinhos y me ofrecieron<br />

irme de gira con <strong>el</strong>los, como plomo.<br />

Durante tres años, a partir de 1957, viajó por<br />

todo <strong>el</strong> país, durmiendo –porque no había cuarto<br />

para todos– en <strong>la</strong> recepción con los serenos;<br />

acarreando a músicos borrachos que, a cambio,<br />

le enseñaban acordes de guitarra.<br />

–Cuando fuimos a Mendoza decidí quedarme<br />

ahí. Conseguí trabajo en un cabaret. Tenía<br />

18 años y era amigo de todas <strong>la</strong>s chicas. Tocaba<br />

<strong>la</strong> batería y <strong>la</strong> guitarra, y cantaba canciones<br />

de Luis Aguilé.<br />

Desde Mendoza viajó a Chile, conoció a una trapecista<br />

y se fue, con <strong>el</strong><strong>la</strong> y con un circo, tocando <strong>la</strong><br />

batería mientras <strong>la</strong> muchacha se ba<strong>la</strong>nceaba allá<br />

en lo alto. No da detalles de esa r<strong>el</strong>ación –ni de<br />

ninguna otra: jamás emplea <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra “novia”–,<br />

pero, de regreso en Santiago, formó una banda<br />

que l<strong>la</strong>mó The Lyons y se buscó un seudónimo:<br />

Nery N<strong>el</strong>son, por Ricky N<strong>el</strong>son, uno de los primeros<br />

grandes ídolos d<strong>el</strong> rock & roll.<br />

–Nos presentamos para tocar en radio Minería<br />

y nos aceptaron. Un día me dicen: “El director<br />

artístico lo quiere ver”. Voy, me dice: “Mire,<br />

tengo dos hijas y me piden que <strong>el</strong> sábado lo invite<br />

a almorzar”. A<strong>nota</strong> <strong>la</strong> dirección, me <strong>la</strong> da. Yo<br />

guardé esa dirección como si Jesús me hubiera<br />

autografiado <strong>la</strong> Biblia. Llega <strong>el</strong> sábado, voy a <strong>la</strong><br />

casa. Toco timbre. No me abrían. Me estaba por<br />

ir y aparece <strong>el</strong> director. Y me dice: “Le tengo que<br />

pedir disculpas porque hubo un error. Mis hijas<br />

creían que usted era Ricky N<strong>el</strong>son”. C<strong>la</strong>ro, se habrán<br />

asomado a <strong>la</strong> miril<strong>la</strong> y vieron un morochito.<br />

“Ah, bueno, entiendo, señor”, le dije, esperando<br />

que me dieran un vaso de agua. Y como <strong>el</strong> tipo<br />

no decía nada, dije: “Bueno, señor, le agradezco<br />

mucho igual”, y me fui. El tipo no veía <strong>la</strong> hora<br />

de cerrar <strong>la</strong> puerta y <strong>la</strong>rgar <strong>la</strong> carcajada. Ese fue<br />

uno de los tantos días en los que me juré cosas.<br />

Me juré que iba a volver a Chile y que me iba a<br />

pasar todo exactamente al revés. Seis años después<br />

volví a radio Minería, y los carabineros me<br />

tuvieron que sacar entre una multitud.<br />

Regresó a Mendoza y consiguió tocar, una vez<br />

por semana, en <strong>el</strong> auditorio de LV10, Radio de<br />

Cuyo. Como le pagaban poco fue a ver al director,<br />

Rinaldi, para pedirle aumento. El hombre le dijo:<br />

“Pibe, ¿quién te creés que sos, Billy Cafaro?”<br />

–Y ese fue otro de los días en los que me juré<br />

grabo 45 discos. “No<br />

habia uno que vendiera<br />

menos qu<strong>el</strong> anterior.<br />

era una locura”, dice.<br />

cosas. Me juré que ese señor me iba a contratar<br />

y me iba a pagar diez veces más de lo que le<br />

podía pagar a Billy Cafaro. Y seis años después<br />

volví a Mendoza, contratado por LV10, Radio de<br />

Cuyo, y me pagaron una fortuna. A veces pienso<br />

en todas <strong>la</strong>s cosas que tuvieron que pasar, y<br />

en ese inventario lo pongo a Boris, a <strong>la</strong>s chicas<br />

d<strong>el</strong> cabaret, a...<br />

Un preservativo que conecta con unos termos<br />

de café que conectan con una orquesta que conecta<br />

con un cabaret que conecta con cientos de<br />

miles de discos vendidos. Como si no hubiera estrategia.<br />

Como si su máximo talento hubiese sido<br />

jurarse para después volver. Son <strong>la</strong>s ocho y media<br />

de <strong>la</strong> noche y Luis Méndez sugiere:<br />

–¿Te parece que dejemos acá? Seguimos <strong>la</strong><br />

próxima.<br />

Siempre es igual: a lo <strong>la</strong>rgo de una, dos,<br />

tres horas, Ortega cuenta –con detalle– <strong>la</strong><br />

manera en que evitó hacer <strong>el</strong> Servicio Militar<br />

Obligatorio (fingiendo que le dolía una<br />

antigua lesión en <strong>el</strong> tobillo); <strong>la</strong> manera en <strong>la</strong><br />

que devino técnico mecánico de <strong>la</strong>s cocinas Volcán<br />

y <strong>el</strong> examen que rindió en casa de una vecina<br />

bajo <strong>la</strong> supervisión de un porteño pícaro. Siempre<br />

es igual: anécdotas, anécdotas. Detrás de esa<br />

hidra impenetrable, en alguna parte, está él.<br />

E<br />

n <strong>el</strong> departamento de ramon ortega<br />

suena un piano. Son <strong>la</strong>s cuatro<br />

de <strong>la</strong> tarde de otro día luminoso, todavía<br />

febrero, y <strong>la</strong> chica de modos<br />

suaves y uniforme b<strong>la</strong>nco abre <strong>la</strong> puerta y dice:<br />

–Ya le aviso al señor.<br />

Después desaparece. Se escucha un cuchicheo,<br />

<strong>el</strong> piano cesa y Ramón Ortega, jeans ajustados,<br />

zapatil<strong>la</strong>s de moños rebosantes, aparece, silbando.<br />

Se sienta en <strong>el</strong> mismo sillón, en <strong>la</strong> misma sa<strong>la</strong><br />

y, apenas se sienta, tocan <strong>el</strong> timbre. Es Luis Méndez,<br />

que sube, saluda, se sienta en <strong>la</strong> misma esquina<br />

d<strong>el</strong> mismo sillón. Quince minutos más tarde,<br />

<strong>la</strong> misma chica pregunta:<br />

–¿Les puedo ofrecer algo para tomar?<br />

En 1962 Ortega estaba de vu<strong>el</strong>ta en Buenos<br />

Aires y, a poco de llegar, se topó con Dino Ramos,<br />

un integrante de <strong>la</strong> orquesta de Carlinhos, que<br />

le contó que en <strong>la</strong> discográfica RCA estaban tomando<br />

pruebas. Compusieron juntos una canción<br />

–“Sacate <strong>la</strong> careta”– y fueron a probar suerte.<br />

–Nos recibió Ricardo Mejías, <strong>el</strong> director artístico,<br />

y le gustó <strong>la</strong> canción. Me dijo: “Los sábados<br />

tomo pruebas en <strong>el</strong> estudio, ¿por qué no viene?”.<br />

El día de su cumpleaños, 8 de marzo de 1962,<br />

bajo una lluvia intensa, Ramón Ortega llegó al estudio<br />

de <strong>la</strong> RCA mojado de <strong>la</strong> cabeza a los pies. Le<br />

hicieron cantar tres canciones y, cuando terminó,<br />

Mejías le dijo: “Dese por artista de RCA”.<br />

–Salí y me dieron ganas de pegar un grito que<br />

lo escucharan hasta en mi pueblo.<br />

Mejías lo bautizó Palito –porque lo vio muy<br />

f<strong>la</strong>co– y ese año grabó su primer simple. Al<br />

poco tiempo compuso “Deja<strong>la</strong> deja<strong>la</strong>” y siguieron<br />

“Bienvenido amor”, “Despeinada” (que escribió<br />

con Chico Novarro), “Media novia”.<br />

–No había un solo disco que vos dijeras “A este<br />

le va peor que al anterior”. Era una locura, y todo<br />

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