ollingstone.com.ar | <strong>Rolling</strong> <strong>Stone</strong> | 93
Palito Ortega Hay una reja y, a un <strong>la</strong>do, un timbre y un tapial pintado de amarillo. sobre <strong>el</strong> tapial, una cámara de seguridad y un cart<strong>el</strong> en <strong>el</strong> que se lee, en letras b<strong>la</strong>ncas, Mi Negrita. Al otro <strong>la</strong>do de <strong>la</strong> reja, una casa rodante que funciona como garita de vigi<strong>la</strong>ncia, sin vigi<strong>la</strong>nte. Más allá, un camino de piedra y una doble hilera de árboles adustos. Son <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> tarde d<strong>el</strong> jueves 18 de abril de 2013. Es otoño, pero <strong>el</strong> aire es suave y líquido bajo un ci<strong>el</strong>o que parece un mar de luz. Por <strong>la</strong> ruta 47, camino a <strong>la</strong> ciudad de Navarro, cerca de Luján y a sesenta kilómetros de Buenos Aires, pasa, cada tanto, un auto. El resto es campo, brisa, ni una nube, y <strong>la</strong> voz de una mujer que, por <strong>el</strong> portero <strong>el</strong>éctrico, pregunta: –¿Usted puede esperar? El señor todavía no llegó. • Quince minutos después, <strong>el</strong> señor, Ramón Ortega –Palito: <strong>el</strong> muchacho triste de <strong>la</strong>s canciones alegres, <strong>el</strong> productor que trajo al país a Frank Sinatra, <strong>el</strong> cantante que devino gobernador de Tucumán, <strong>el</strong> hombre que ayudó a Charly García a salir de una crisis importante y que, en 2012, grabó, después de veinticinco años sin hacerlo, un disco de canciones nuevas acompañado por los músicos de Elvis Presley– llega al vo<strong>la</strong>nte de una camioneta Hyundai gris. Usa gafas negras, un suéter rojo, un abrigo liviano, jeans angostos que parecen nuevos, zapatil<strong>la</strong>s con cordones anudados en moños perfectos. Detiene <strong>la</strong> camioneta, abre <strong>la</strong> puerta, baja y, como siempre hace, toma con <strong>la</strong>s dos manos <strong>el</strong> rostro de quien saluda y lo alza, como si fuera una d<strong>el</strong>icadísima pieza de porc<strong>el</strong>ana de <strong>la</strong> que se dispusiera a beber, para posar un beso en <strong>la</strong> mejil<strong>la</strong>. –Bienvenida. ¿Entramos? La reja se abre con un sonido suave, <strong>el</strong>éctrico, y <strong>la</strong> camioneta avanza por <strong>el</strong> camino de grava. Después de un puente que atraviesa un canal hay un portón de madera, que se desliza con un sonido calmo. Al otro <strong>la</strong>do, un parque que parece <strong>la</strong> puesta en escena de <strong>la</strong> m<strong>el</strong>ancolía campestre: árboles que amarillean, cercos de ligustro, césped cortado con prolijidad maníaca. –Vení, te muestro. Ramón Ortega baja de <strong>la</strong> camioneta, <strong>la</strong> altura aminorada por los hombros que inclina hacia ad<strong>el</strong>ante, como si caminara con cierta precaución. Se interna por un sendero rodeado de árboles en cuyo centro se alza, dramática y serena, una fuente, un enorme rectángulo de agua rodeado por estatuas griegas. Se detiene, <strong>la</strong>s manos en los bolsillos d<strong>el</strong> jean. Él mismo ha escogido los árboles que bordean esos caminos que, a su vez, llevan los nombres de sus seis nietos: Dante, Bautista, H<strong>el</strong>ena… –Ahí está <strong>la</strong> capil<strong>la</strong>. La capil<strong>la</strong> tiene doble puerta con vitrales y adentro hay varias hileras de bancos <strong>la</strong>rgos. A los <strong>la</strong>dos, hornacinas con figuras de <strong>la</strong> Virgen y algún santo. –Vengo siempre –dice, mientras enciende <strong>la</strong>s luces–. Me siento acá y me quedo solo, pensando. Me gusta <strong>el</strong> silencio. Después apaga <strong>la</strong>s luces, cierra <strong>la</strong> capil<strong>la</strong> y toma <strong>el</strong> sendero en dirección a <strong>la</strong> casa, que es baja, de líneas rectas, amaril<strong>la</strong> y b<strong>la</strong>nca. –Pasá. Fuera, Negro. Negro, <strong>el</strong> perro, se queda obedientemente afuera. –Yo digo que este perro es <strong>el</strong> espíritu de algo. Cuando salgo a caminar me molestan los teros. El tero viene de atrás, te roza y te puede <strong>la</strong>stimar. Pero ahora, cuando <strong>el</strong> perro ve un tero, sale como un ba<strong>la</strong>zo y lo espanta. Y yo digo: “Este tipo sabe”. En <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> de <strong>la</strong> casa hay un piano de media co<strong>la</strong>, sillones b<strong>la</strong>ncos, una mesa rodeada por ocho sil<strong>la</strong>s, bibliotecas con volúmenes encuadernados en cuero, clásicos de <strong>la</strong> literatura y <strong>la</strong> filosofía. Ortega se sienta, cruza los brazos detrás de <strong>la</strong> cabeza, pero enseguida se levanta. –Te voy a mostrar un libro. El libro es un libro de fotos, fechado en 1934, dedicado por Carlos Gard<strong>el</strong> a Irineo Leguisamo, <strong>el</strong> jockey más impresionante que <strong>la</strong> hípica sudamericana haya dado en <strong>el</strong> siglo que pasó y de quien Ramón Ortega es heredero universal. –A veces pienso en todas <strong>la</strong>s cosas que tuvieron que pasar. Le gusta estar solo y, aunque nadie sabe en qué piensa cuando permanece así, es probable que sea en cosas como esas: en todas <strong>la</strong>s cosas que tuvieron que pasar. N acio en 1941, en <strong>la</strong> casa numero veinticuatro d<strong>el</strong> caserío en <strong>el</strong> que vivían los empleados d<strong>el</strong> ingenio azucarero Mercedes, a unos treinta kilómetros de <strong>la</strong> ciudad de San Migu<strong>el</strong> de Tucumán. En <strong>la</strong> usina de ese ingenio su padre, Juan Ortega, trabajaba como <strong>el</strong>ectricista y lidiaba con cinco hijos y <strong>el</strong> desamor de una mujer, Nélida Tomasa Rosario Saavedra, <strong>la</strong> madre de todos, que se iba de <strong>la</strong> casa una y otra vez; <strong>la</strong> última, cuando Ramón Ortega, su segundo hijo, tenía 10 años. Él nunca dice éramos pobres, vivíamos como pobres, yo era pobre. Pero eran. “A los 12 año soñe que me mataban.Despues de eso empece a decir que queria cantar.” El martes 5 de febrero de 2013, a <strong>la</strong> una y cuarto de <strong>la</strong> tarde, Buenos Aires cruje bajo <strong>la</strong> asfixia anaranjada de un día de verano. Ramón Ortega está en <strong>el</strong> subsu<strong>el</strong>o d<strong>el</strong> restaurante La Rob<strong>la</strong>, en <strong>el</strong> centro de <strong>la</strong> ciudad, sentado a una mesa con su representante, un hombre alto y rubio, de ojos c<strong>la</strong>ros, l<strong>la</strong>mado Luis Méndez. El subsu<strong>el</strong>o es oscuro y ruidoso. Ortega viste una camisa escocesa que deja ver <strong>el</strong> pecho <strong>la</strong>mpiño y <strong>la</strong>s cuentas de lo que parece un rosario. La expresión de su rostro es de una seriedad geométrica. Después de una presentación breve (“Ramón, encantado”), indica una sil<strong>la</strong> y empieza a hab<strong>la</strong>r, haciendo crecer <strong>la</strong> conversación en un sistema de encastres hemorrágico y perfecto. –No hay nada mejor que los hijos para aplicárs<strong>el</strong>os a los enemigos. Mis hijas mujeres están esperando que alguien les diga algo d<strong>el</strong> padre para saltarle al cu<strong>el</strong>lo. Y los varones con <strong>la</strong> madre son iguales. La vez pasada vinieron los chicos a casa y yo les dije: “Miren, lo único que me molestaría de ustedes es saber que no han tratado de ser f<strong>el</strong>ices”. Tener <strong>la</strong> f<strong>el</strong>icidad, no sé… pero tratar. Yo creo que hay gente que puede decir “Mirá vos, este boludo que canta <strong>la</strong> f<strong>el</strong>icidad ja ja”, pero hay algo en mí que siempre fue así. A los 12 años soñé que me mataban, que venía un tipo que yo no conocía y me pegaba un tiro con una escopeta y me mataba. Y yo sufría porque pensaba: “Ahora sí se terminó todo”. Y <strong>el</strong> otro día estaba leyendo a este psicólogo de <strong>la</strong>s vidas pasadas, ¿cómo se l<strong>la</strong>ma?, que dice que hay tipos que fueron g<strong>la</strong>diadores…, y yo digo que a lo mejor a mí me mataron y nació otro. Y a partir de ese sueño empecé a decir que quería cantar y nunca más paré… ¿Qué vas a comer? –No, gracias, yo no almuerzo. –Yo, a veces, tampoco almuerzo. Sigue, a eso, <strong>la</strong> puesta en marcha d<strong>el</strong> mecanismo Ortega: una anécdota que se bifurca como una hidra interminable para, finalmente, terminar donde comenzó. Una historia contada con toda parsimonia, que ocupa con su volumen 94 | <strong>Rolling</strong> <strong>Stone</strong> | Agosto de 2013