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democracia - Ediciones Universitarias

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Uno de los científicos se adelanta a sus compañeros y, todavía<br />

con medio helado de pistache en la mano, se introduce en el laboratorio<br />

de forma intempestiva. Los instrumentos enloquecen:<br />

en cuanto los monos observan al humano zamparse su cornetto,<br />

sus cerebros no sólo se lanzan en una actividad neuronal desenfrenada<br />

en sus áreas de percepción, sino también, para sorpresa<br />

de propios y extraños, en el área F-5, una zona motora del cerebro.<br />

¿Por qué diablos se encienden neuronas motoras del macaco<br />

ante el goloso movimiento del científico<br />

Giacomo Rizzolatti y su equipo se encontraban frente a un<br />

fenómeno inédito en los estudios sobre el cerebro.<br />

Como demostraron en una larga serie<br />

de experimentos posteriores, al parecer los seres<br />

humanos —y otros animales— contamos<br />

con un tipo especial de neuronas motoras que<br />

se activan cuando vemos a alguien comer un<br />

helado o, usando un ejemplo paradigmático,<br />

cuando vemos que alguien patea una pelota.<br />

Y no sólo eso: también saltan enloquecidas<br />

cuando imaginamos que alguien patea una pelota,<br />

escuchamos que alguien patea una pelota e incluso cuando<br />

pronunciamos la mera palabra “patear”.<br />

Imposible adivinarlo: la evolución nos entregó una herramienta<br />

que nos lleva a reconocer los actos ajenos como si fueran<br />

propios. Te veo caminar e, inevitablemente, en mi cerebro, yo<br />

camino. De igual modo, si te imagino caminando, si alguien me<br />

cuenta que te ha visto caminar o —algo esencial para este libro—<br />

si leo un libro donde se dice que tú caminas, en mi mente<br />

yo también me lanzo en un delicioso paseo. No había mejor<br />

nombre para estas neuronas, claro, que neuronas espejo.<br />

Escritores y filósofos habían prefigurado su existencia: sólo<br />

podemos comprender a los demás, afirmaba por ejemplo el filósofo<br />

Alvin Goldman, cuando simulamos interiormente el estado<br />

emocional en el que se hallan. Si en verdad me importa saber<br />

cómo te sientes —enamorada, triste, rozagante, melancólica—,<br />

estoy obligado a padecer lo mismo, aunque sea de forma vicaria<br />

y pasajera, en mi fuero interno. De otro modo: de manera involuntaria,<br />

todo el tiempo nos ponemos en el lugar de los otros.<br />

¿Para qué Como ya podríamos sospecharlo, en primera instancia<br />

para prever el futuro: saber si me vas a servir agua en esa copa<br />

o si planeas estrellarla en mi cabeza determinará cómo yo deba<br />

reaccionar, agradeciéndotela con efusión o esquivando el golpe.<br />

La imitación, mecanismo esencial para nuestra supervivencia,<br />

se halla en la base de ese extraño comportamiento, tantas veces<br />

vilipendiado o menospreciado, que conocemos como empatía.<br />

Me meto en tu pellejo para averiguar si eres amigo o enemigo, si<br />

me tenderás la mano o me clavarás un cuchillo por la espalda y, al<br />

hacerlo, al mismo tiempo te conozco mejor —y de paso me conozco<br />

mejor a mí mismo. El inmenso poder de la ficción deriva<br />

de la actividad misma de las neuronas espejo —y de ellas se desprende<br />

una idea todavía más amplia y generosa, la humanidad.<br />

Desde que nacemos estamos programados para reconocer e<br />

imitar a los otros: el bebé sonríe apenas distingue la borrosa cara<br />

de su madre aun si su mueca carece aún de contenido —imposible<br />

deducir, por ahora, si en efecto está feliz. Para bien o para<br />

mal, a partir de ese momento no dejamos de imitar el comportamiento<br />

de los otros: sus posturas, sus guiños, sus sonidos y, por<br />

supuesto, sus ideas —sus memes.<br />

Poco a poco, conforme aprendemos a ser humanos, nuestras<br />

Abro una novela, distingo las huellas<br />

que el autor ha dejado, las completo<br />

con los patrones que extraigo de mi<br />

memoria y descubro, de pronto, a un<br />

personaje —a alguien como yo.<br />

intenciones quedan codificadas en nuestros registros corporales,<br />

en nuestros gestos, ademanes y guiños. Contradiciendo el título<br />

de este libro, en realidad no somos capaces de leer la mente de<br />

los demás —aunque nos pese, las neuronas no son libros que se<br />

dejen ojear al desgaire. Lo único que podemos aspirar a leer es la<br />

apariencia externa de los otros —tus ojos llorosos o tu sonrisa<br />

abierta, tus brazos extendidos o tu dedo cordial amenazante, tu<br />

parpadeo seductor o tu bostezo— y deducir, a partir de ellos, el<br />

ánimo que los inspira.<br />

Reconozcámoslo: nos fascina parecernos a los demás —de allí<br />

el espíritu de grupo, pero también el nacionalismo, el racismo<br />

y la xenofobia, ideas siempre odiosas— para así podernos sentir<br />

identificados, seguros, en casa. Observa, por ejemplo, a esa pareja<br />

que juega con sus hijos: sus miembros apenas se parecen, pero<br />

guardan cierto “aire de familia”: un porte, algunos tics y algunos<br />

gestos que los vuelven reconocibles. Un gracioso experimento<br />

demostró, por otra parte, que los chicos que mejor habían congeniado<br />

con sus parejas durante la primera cita eran aquellos que<br />

sincronizaron sus movimientos y ademanes con mayor precisión.<br />

En Oscuro bosque oscuro relaté un caso más siniestro: los miembros<br />

del batallón 102 de la policía de reserva de Hamburgo perdieron<br />

la oportunidad de no convertirse en criminales por su<br />

incapacidad de dar dos pasos al frente y desprenderse, así, del<br />

resto del batallón. De haberlo hecho, hubieran sido excusados<br />

de asesinar a miles de judíos, sin consecuencia alguna para ellos.<br />

¿La razón Pocos temores más acendrados que el miedo a la<br />

vergüenza pública, al ridículo.<br />

Admiramos tanto a los héroes y execramos tanto a los criminales<br />

porque en realidad se requiere un enorme esfuerzo para<br />

Ibero 37

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