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58 Patricia de la Torre A. Gráfico 6.- Territorio de la Gran Colombia (1822-1830) Fuente: «Fuerzas Armadas de Latinoamérica». Foro Militar General. Acceso: mayo 9, 2013. http://www.militar.org.ua/foro/fuerzas-armadas-de-venezuela-archivo-t17004-1890.html 3.2. La organización del Estado-Cerebro Nacional Ecuatoriano: Siglo XIX Desde una perspectiva marxista, Silvia Vega (1991: 11-16) se opone a la generalizada idea de que en los primeros años de la República hubo un predominio de la anarquía. Esta autora plantea que, a partir de 1835, momento en el que los grupos dominantes, terratenientes criollos, pactaron la unidad del territorio, comenzó a esbozarse un Estado centralizado y autoritario (Vega, 1991: 13; Ayala, 1988: 111). Cabe recalcar que dicha argumentación se refería a un Estado ubicado imaginariamente en la capital Quito, como el símbolo del poder político. Al parecer, esta sugerente hipótesis coincide con los lineamientos de la formación del Estado esbozados años atrás por Agustín Cueva (1987: 40), para quien: «la posibilidad de conformación de Estados nacionales verdaderamente unificados y relativamente estables en América Latina varió en función directa de la existencia de una burguesía orgánica de envergadura nacional». Vega (1991: 13) asume que sí existió una clase, si bien no burguesa, pero ya con un «nivel de conciencia de clase alcanzado por los terratenientes…» y que, además, tenía un proyecto nacional. Esta aseveración se pondría en duda porque justamente lo que la presente investigación comprueba es que lo nacional ha sido un tema poco relevante para dichas élites, por su misma condición de clase privatista y local. No obstante, esta hipótesis nos servirá para resaltar los diversos proyectos de Estado, de las élites en disputa. Al decir élites y no clase terrateniente, como correspondería en justicia, con la hipótesis original de Vega, no la estamos falseando; más bien se trata de entender que, dentro de la clase terrateniente coexistían varios grupos diferenciados, básicamente, por su pertenencia regional y/o corporativa. La Constitución de 1830, la primera de la República independiente, señaló al Estado ecuatoriano como «unitario». Sin embargo, la división político-administrativa —en departamentos, provincias, cantones y parroquias— implicó un federalismo de facto (Maiguashca, 1994: 361). Esa división política concedió al Estado central «casi exclusivamente la dirección de las relaciones exteriores y el control de algunas contribuciones» (Ayala, 1988: 53); es decir que el poder del Estado era muy limitado así como su legitimidad. Este fue el contexto jurídico con el que el primer gobierno, del presidente Flores, tuvo que lidiar en su afán centralista. Los Ministros del Interior de Flores, encargados del gobierno de lo local, vieron en este escaso poder del ejecutivo central, una limitación a la «expansión y afianzamiento de la autoridad del Estado» (Maiguashca, 1994: 361). Eso explica por qué montaron una campaña para eliminar los departamentos, aduciendo que estos eran instancias que limitaban el poder central en su proyecto integracionista. Como era de esperarse, bajo la marcada autonomía en la que vivían las regiones, unidades sociales y demográficas, representadas y administradas políticamente por los Departamentos, se

LOS CONSTRUCTORES DEL ESTADO NACIONAL 1830-2010 59 opusieron a esa penetración estatal. Este momento nos da cuenta de una primera característica de las relaciones entre lo local y lo central: la disputa entre esos dos poderes en términos de autonomía. Según el deseo de los Ministros de lo Interior de Flores, la Constitución de 1835 abolió los Departamentos y, con ello, la provincia pasó a ser la principal unidad territorial. No obstante, la vigencia real de los primeros no fue eliminada de la escena sino hasta 1883. Pese a que los gobernadores (provinciales) estuvieron sometidos a la autoridad del Ejecutivo, la mayoría de asuntos públicos quedaron bajo jurisdicción real a nivel departamental; para lo cual las élites regionales se organizaron políticamente y condicionaron la acción de los gobernadores bajo compromisos regionales. Por su parte, Vicente Rocafuerte, quien gobernó desde el 8 de agosto de 1835 al 31 de enero de 1839, mantuvo el mismo espíritu autoritario y vertical en la formación del poder central. Dio cabida a un ordenamiento jerárquico de los gobiernos seccionales, pues para este presidente «había que forjar un Estado en una sociedad deshecha de la que daba la impresión de que hubieran desaparecido los poderes intermediarios entre el Estado y el pueblo…» (Demélas y Saint-Geours, 198: 118). Para clarificar este intento, podemos señalar que Rocafuerte se opuso a la elección de los gobernadores porque: …el pueblo, o por mejor decir, los oligarcas que han usurpado su poder, los nombran, y este nombramiento que puede deber a la intriga, los pone en un estado de competencia con el Gobierno Supremo, cuyas órdenes eluden impunemente (Vega, 1991: 71). No solo en función del proyecto de Estado nacional republicano se intentó sistemáticamente designar a los gobernadores, sino también en alusión a doctrinas igualitarias que atravesaron los debates políticos del siglo. De hecho, encontramos la misma lógica en Rocafuerte, cuando se opuso a la reforma de la ley del 18 de agosto de 1835, sobre la elección de alcaldes municipales en los cantones donde no había concejos. La reforma daba potestad a los poderes locales para designar autoridades (alcaldes municipales, suplentes, síndicos y tenientes parroquiales); mientras que el presidente Rocafuerte propugnaba el nombramiento de esas autoridades desde el gobierno central. Con estas características y decisiones políticas, el cerebro republicano-cortical empezaba a imponerse al cerebro colonial-límbico. En su segunda administración, «discípulo del centralismo bolivariano, Flores consideró que el municipio no tenía razón de existencia por ser un rezago de la colonia» (Maiguashca, 1994: 366). En la Constitución conocida como la Carta de la Esclavitud de 1843, Flores logró uno de sus más caros anhelos: abolir los municipios. Esta Constitución intentó plasmar en la realidad el proyecto de Estado unitario, por lo que se ganó el rechazo general de una población que legitimaba el carácter descentralizado de las instituciones. Flores transformó a la provincia en la institución mediadora entre centro (poder central) y periferia (poderes locales); mientras que, bajo los presupuestos de su primer mandato, hizo que los gobernadores de provincia, así como los corregidores municipales y los tenientes parroquiales, tuvieran la calidad de «agentes directos y naturales del Poder Ejecutivo» y, por tanto, fueran designados por el Jefe de Estado o por el Ministro de lo Interior. Se estableció así un régimen vertical en la relación de lo central y lo local. Pero hay que entender, además, que esta fuerte tendencia de construir lo nacional de los primeros gobiernos de la República respondió también a la grave problemática de articulación territorial y a la constante crisis de hegemonía (Vega, 1991: 13). De allí que el nombramiento y/o elección de las autoridades fuera una fuente constante de conflicto entre los poderes locales y el poder central del Estado. Más adelante, nos encontramos con que la Revolución Marcista no fue solo una expresión nacionalista de una élite en formación contra Flores, sino también un «levantamiento […] localista, popular y republicano» (Van Aken, 1989: 196-201). Si esto es así, debemos aceptar la hipótesis de Maiguashca para quien «la abolición del municipio no fue bien recibida y fue una de las razones de la Revolución Marcista en 1845» (Maiguashca, 1994: 367). La posible evidencia de esta afirmación es la direccionalidad con la que los marcistas intentaron gobernar la relación del poder central con el local. Básicamente, propusieron desmantelar el unitarismo vertical de Flores; para ello tomaron nuevas medidas, tales como el restablecimiento de los municipios y, no contentos con ello, ampliaron la institución al nivel cantonal (antes habían existido solo municipalidades provinciales). Además, contemplaron una provincia menos sujeta al Ejecutivo central. Con ello, los marcistas presuponían haber cumplido un principio que orientó el levantamiento contra Flores. Bajo el período marcista, hubo un elemento que vigorizó aun más los poderes locales: la articulación e incorporación de las economías regionales a la economía mundial. La mejoría de las rentas

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Patricia de la Torre A.<br />

Gráfico 6.- Territorio de la Gran Colombia (1822-1830)<br />

Fuente: «Fuerzas Armadas de Latinoamérica». Foro Militar General. Acceso: mayo 9, 2013.<br />

http://www.militar.org.ua/foro/fuerzas-armadas-de-venezuela-archivo-t17004-1890.html<br />

3.2. La organización del Estado-Cerebro Nacional Ecuatoriano: Siglo XIX<br />

Desde una perspectiva marxista, Silvia Vega (1991: 11-16) se opone a la generalizada idea de que<br />

en los primeros años de la República hubo un predominio de la anarquía. Esta autora plantea que,<br />

a partir de 1835, momento en el que los grupos dominantes, terratenientes criollos, pactaron la unidad<br />

del territorio, comenzó a esbozarse un Estado centralizado y autoritario (Vega, 1991: 13; Ayala,<br />

1988: 111). Cabe recalcar que dicha argumentación se refería a un Estado ubicado imaginariamente<br />

en la capital Quito, como el símbolo del poder político. Al parecer, esta sugerente hipótesis coincide<br />

con los lineamientos de la formación del Estado esbozados años atrás por Agustín Cueva (1987:<br />

40), para quien: «la posibilidad de conformación de Estados nacionales verdaderamente unificados<br />

y relativamente estables en América Latina varió en función directa de la existencia de una burguesía<br />

orgánica de envergadura nacional».<br />

Vega (1991: 13) asume que sí existió una clase, si bien no burguesa, pero ya con un «nivel de<br />

conciencia de clase alcanzado por los terratenientes…» y que, además, tenía un proyecto nacional.<br />

Esta aseveración se pondría en duda porque justamente lo que la presente investigación comprueba<br />

es que lo nacional ha sido un tema poco relevante para dichas élites, por su misma condición<br />

de clase privatista y local. No obstante, esta hipótesis nos servirá para resaltar los diversos proyectos<br />

de Estado, de las élites en disputa. Al decir élites y no clase terrateniente, como correspondería<br />

en justicia, con la hipótesis original de Vega, no la estamos falseando; más bien se trata de entender<br />

que, dentro de la clase terrateniente coexistían varios grupos diferenciados, básicamente, por su<br />

pertenencia regional y/o corporativa.<br />

La Constitución de 1830, la primera de la República independiente, señaló al Estado ecuatoriano<br />

como «unitario». Sin embargo, la división político-administrativa —en departamentos, provincias,<br />

cantones y parroquias— implicó un federalismo de facto (Maiguashca, 1994: 361). Esa división<br />

política concedió al Estado central «casi exclusivamente la dirección de las relaciones exteriores y el<br />

control de algunas contribuciones» (Ayala, 1988: 53); es decir que el poder del Estado era muy limitado<br />

así como su legitimidad. Este fue el contexto jurídico con el que el primer gobierno, del presidente<br />

Flores, tuvo que lidiar en su afán centralista.<br />

Los Ministros del Interior de Flores, encargados del gobierno de lo local, vieron en este escaso<br />

poder del ejecutivo central, una limitación a la «expansión y afianzamiento de la autoridad del Estado»<br />

(Maiguashca, 1994: 361). Eso explica por qué montaron una campaña para eliminar los departamentos,<br />

aduciendo que estos eran instancias que limitaban el poder central en su proyecto integracionista.<br />

Como era de esperarse, bajo la marcada autonomía en la que vivían las regiones, unidades<br />

sociales y demográficas, representadas y administradas políticamente por los Departamentos, se

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