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18.01.2015 Views

3. Una granja al pie del volcán El rostro de Ólafur Eggertsson me resultó familiar desde el primer momento; al fin y al cabo, le había visto en unos cuantos canales de televisión semanas atrás hablando de los efectos del volcán en un tono grave, sin apenas inmutarse. Tenía aspecto de pionero norteamericano del siglo XIX, con una barba recortada de predicador, huérfana de bigote, que le afilaba el rostro hierático, y en ningún momento me pareció anodadado por la mala experiencia vivida bajo el volcán. –Hoy no puede verse el glaciar por culpa de las nubes, pero normalmente se ve una gran mancha blanca allí arriba, justo detrás de la granja –alargó el brazo en dirección norte–. El volcán está justo encima, pero por suerte ya ha parado de escupir ceniza. –Volvió la calma –celebré con una sonrisa. –No del todo. Hoy estáis de suerte, ya que el día es claro, pero ayer ni se veía la granja desde la carretera. Sopló viento del noroeste y todos los campos se llenaron de polvo. Aún queda mucha ceniza arriba en la montaña. Ólafur se acercó a un montón de polvo grisáceo, más o menos de un metro de altura, que había junto a la casa, cogió un puñado y lo desmenuzó con los dedos, sin decir nada, la mirada ensimismada. Era un polvo muy fino que cubría el tejado de la granja y de los establos, los coches, el jardín, el camino y los campos con una persistente capa negruzca. El granjero permaneció unos segundos mirando la ceniza en silencio, como si no acabara de creerse que era la culpable de todas sus desgracias.

29/228 –Esta granja se fundó en 1860, pero mi familia se instaló aquí en 1906 –nos contó en el tono monocorde de quien ya ha contado la misma historia varias veces–. Tenemos doscientas vacas y cultivamos cebada, pero hemos perdido toda la cosecha por culpa de la ceniza. Desde 1960 producimos cebada bajo el glaciar, y en los últimos años también trigo. Aquí la tierra es muy buena, y el clima también, dentro de lo que cabe en Islandia, ya que la montaña nos protege del frío viento del norte. A continuación se puso a relatar cómo era la dura vida de un granjero islandés y como se las ingeniaban para solucionar los problemas cotidianos. Ya hacía años que había construido una pequeña central eléctrica, aprovechando la cascada que surgía al pie del glaciar, y también obtenía del suelo agua termal, a 66 grados. –No hace falta ni bombearla –aclaró con una sonrisa, satisfecho de su aprovechamiento de la naturaleza–. Obtenemos unas ochenta toneladas cada 24 horas. Antes de probarlo, vino un técnico, estudió el terreno y nos dijo que saldría agua fría, pero se equivocó: salió agua muy caliente. A mi no me sorprendió, la verdad, ya que sólo hay cinco kilómetros entre el cráter y el hoyo que hicimos. Era ridículo decir que saldría fría. –Este año es especialmente duro para usted, ¿verdad –Nunca ha sido fácil ser granjero en Islandia –meneó la cabeza–. En esta isla hay mucha agua, pero el clima es adverso. Sólo puedes trabajar unos pocos meses al año. –¿Y cómo contempla el futuro después de la erupción –Aquí nunca puedes hacer planes. Hay que ir día a día. Hace unos días, salió el sol y los campos estaban preciosos. Entonces me sentí optimista y pensé que todo iba a ir muy bien, que lo peor ya había pasado. Pero después me giré para el otro lado y vi el volcán en erupción, con una gran nube negra que cubría medio cielo. Entonces me volví pesimista. Cuando el volcán inició su erupción, el 14 de abril de 2010, Ólafur no se sorprendió. Lo veía venir, ya que desde el mes de enero había habido

3. Una granja al pie d<strong>el</strong> volcán<br />

El rostro de Ólafur Eggertsson me resultó familiar desde <strong>el</strong> primer momento;<br />

al fin y al cabo, le había visto en unos cuantos canales de t<strong>el</strong>evisión<br />

semanas atrás hablando de los efectos d<strong>el</strong> volcán en un tono grave,<br />

sin apenas inmutarse. Tenía aspecto de pionero norteamericano d<strong>el</strong> siglo<br />

XIX, con una barba recortada de predicador, huérfana de bigote, que le<br />

afilaba <strong>el</strong> rostro hierático, y en ningún momento me pareció anodadado<br />

por la mala experiencia vivida <strong>bajo</strong> <strong>el</strong> volcán.<br />

–Hoy no puede verse <strong>el</strong> glaciar por culpa de las nubes, pero normalmente<br />

se ve una gran mancha blanca allí arriba, justo detrás de la granja<br />

–alargó <strong>el</strong> brazo en dirección norte–. El volcán está justo encima, pero<br />

por suerte ya ha parado de escupir ceniza.<br />

–Volvió la calma –c<strong>el</strong>ebré con una sonrisa.<br />

–No d<strong>el</strong> todo. Hoy estáis de suerte, ya que <strong>el</strong> día es claro, pero ayer ni<br />

se veía la granja desde la carretera. Sopló viento d<strong>el</strong> noroeste y todos los<br />

campos se llenaron de polvo. Aún queda mucha ceniza arriba en la<br />

montaña.<br />

Ólafur se acercó a un montón de polvo grisáceo, más o menos de un<br />

metro de altura, que había junto a la casa, cogió un puñado y lo desmenuzó<br />

con los dedos, sin decir nada, la mirada ensimismada. Era un<br />

polvo muy fino que cubría <strong>el</strong> tejado de la granja y de los establos, los<br />

coches, <strong>el</strong> jardín, <strong>el</strong> camino y los campos con una persistente capa negruzca.<br />

El granjero permaneció unos segundos mirando la ceniza en silencio,<br />

como si no acabara de creerse que era la culpable de todas sus<br />

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