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18.01.2015 Views

1. Un país distinto Justo cuando el avión se inclinó para encarar la pista del aeropuerto de Keflavik las nubes tuvieron el detalle de apartarse para que pudiera contemplar el torturado corazón volcánico de Islandia y la gruesa columna de humo que se elevaba del cráter del Eyjafiallajökull, el famoso volcán que se convirtió en la primavera de 2010 en una pesadilla para el tráfico aéreo europeo... y en un trabalenguas para los presentadores de radio y televisión de todo el mundo. El origen del maldito embrollo estaba, según los expertos, en las cenizas del volcán, que tuvieron la ocurrencia de elevarse hasta las capas altas de la atmósfera, amenazando con dañar las turbinas de los aviones y provocar una serie de accidentes aéreos en cadena. Ante esta trágica eventualidad, la Unión Europea decidió cancelar todos los vuelos sobre una amplia zona del continente, lo que provocó un caos aéreo nunca visto: más de 20.000 vuelos suprimidos, cientos de miles de pasajeros bloqueados en los aeropuertos y unas pérdidas diarias de unos 200 millones de euros. Y todo por culpa de un pequeño volcán islandés que hacía doscientos años que no entraba en erupción... Como contraste, mis amigos islandeses, que se caracterizan por su actitud vikinga ante la vida, con buenas dosis de arrojo y valentía incluso en los momentos más difíciles, hacía días que no cesaban de enviarme mensajes animándome a que viajara Islandia para poder contemplar «esta hermosa erupción». El humo del volcán, que podía ver claramente desde la ventanilla del avión, era ahora de un blanco inmaculado; nada que ver con la espesa humareda que había visto días atrás en televisión. Aquel humo blanco que por momentos se confundía con las nubes, era tan sólo un inocuo

17/228 vapor de agua que no suponía el más mínimo peligro para el tráfico aéreo; era, en definitiva, la bandera blanca que izaba el Eyjafiallajökull después de varias semanas de una erupción seguida en riguroso directo por casi todo el mundo. Por una parte era una buena noticia –ya que anunciaba que no tendría ningún problema para aterrizar en Keflavik–, pero por otra significaba que no podría ver la dantesca estampa del volcán escupiendo fuego, humo y cenizas sobre el paisaje islandés. La primera vez que viajé a Islandia fue en junio de 2001, respondiendo a la amable invitación de mi amigo Einar, que tuvo el detalle de conseguirme una casa en Reykiavik para que pudiera terminar una novela que se me resistía. En los últimos diez años había regresado ocho veces a Islandia; la última en verano de 2008, tan sólo unas semanas antes de que estallara el gran escándalo financiero que sumió al país en una fuerte crisis: los tres bancos comerciales de la isla quebraron y el país se hundió en una recesión de la que vaticinaban los expertos que no le sería nada fácil salir. La Islandia que había sido señalada, pocos años atrás, como un modelo de país próspero con un gran futuro ante sí, la Islandia en la que aseguraba una encuesta que vivía la gente más feliz del mundo, se enfrentaba ahora a los nubarrones más pesimistas. Con la llegada de la kreppa (la catástrofe) todo era diferente. Desde el momento en que el avión tomó tierra en el aeropuerto de Keflavik era consciente de que me iba a encontrar una Islandia muy distinta a la que conocía. Una economía maltrecha y el humo de un volcán impertinente parecían conjurarse para acechar la isla. De todos modos, sólo veinticuatro horas antes de emprender el vuelo, un vulcanólogo islandés, Arni Trausti Gudmundsson, me había tranquilizado en Barcelona. «A pesar de lo que se dice y de lo que se escribe, es totalmente seguro ir a Islandia», me dijo mientras se zampaba unos canapés en un hotel de la playa de la Barceloneta. «La gente piensa que el volcán es un gran

1. Un país distinto<br />

Justo cuando <strong>el</strong> avión se inclinó para encarar la pista d<strong>el</strong> aeropuerto de<br />

Keflavik las nubes tuvieron <strong>el</strong> detalle de apartarse para que pudiera contemplar<br />

<strong>el</strong> torturado corazón volcánico de Islandia y la gruesa columna<br />

de humo que se <strong>el</strong>evaba d<strong>el</strong> cráter d<strong>el</strong> Eyjafiallajökull, <strong>el</strong> famoso volcán<br />

que se convirtió en la primavera de 2010 en una pesadilla para <strong>el</strong> tráfico<br />

aéreo europeo... y en un trabalenguas para los presentadores de radio y<br />

t<strong>el</strong>evisión de todo <strong>el</strong> mundo. El origen d<strong>el</strong> maldito embrollo estaba, según<br />

los expertos, en las cenizas d<strong>el</strong> volcán, que tuvieron la ocurrencia de <strong>el</strong>evarse<br />

hasta las capas altas de la atmósfera, amenazando con dañar las turbinas<br />

de los aviones y provocar una serie de accidentes aéreos en cadena.<br />

Ante esta trágica eventualidad, la Unión Europea decidió canc<strong>el</strong>ar todos<br />

los vu<strong>el</strong>os sobre una amplia zona d<strong>el</strong> continente, lo que provocó un caos<br />

aéreo nunca visto: más de 20.000 vu<strong>el</strong>os suprimidos, cientos de miles de<br />

pasajeros bloqueados en los aeropuertos y unas pérdidas diarias de unos<br />

200 millones de euros. Y todo por culpa de un pequeño volcán islandés<br />

que hacía doscientos años que no entraba en erupción... Como contraste,<br />

mis amigos islandeses, que se caracterizan por su actitud vikinga ante la<br />

vida, con buenas dosis de arrojo y valentía incluso en los momentos más<br />

difíciles, hacía días que no cesaban de enviarme mensajes animándome a<br />

que viajara Islandia para poder contemplar «esta hermosa erupción».<br />

El humo d<strong>el</strong> volcán, que podía ver claramente desde la ventanilla d<strong>el</strong><br />

avión, era ahora de un blanco inmaculado; nada que ver con la espesa<br />

humareda que había visto días atrás en t<strong>el</strong>evisión. Aqu<strong>el</strong> humo blanco<br />

que por momentos se confundía con las nubes, era tan sólo un inocuo

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