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12.01.2015 Views

gráficas, alimenticias y hasta algunas de sus costumbres. Ahora que la derrota era evidente, que la independencia asomaba en cualquier rincón, los dominantes optaron por silenciar los acontecimientos de la Provincia Autónoma de la Nueva España. VIII. La trama y los personajes El texto clava una pica en Flandes, es decir, en la sociabilidad degenerada, o lo que Kant llamó la “insociable sociabilidad”: somos sociables por naturaleza y cultura; sin embargo, también algunas conductas son contrarias al buen funcionamiento de una vida fraternalmente comunitaria. 1. La educación en familia y la escuela Nacido en la clase media, Pedro Sarmiento, apodado El Periquillo Sarniento por un pantalón amarillo, una chaqueta verde que llevó a la escuela en Tepotzotlán, y por haberse contagiado con esta enfermedad, tuvo tías y familiares femeninos que de bebé lo envolvieron como un “cohete” para que no fuera manilargo, y contra el mal de ojo lo adornaron con manitas de azabache, ojos de venado y un colmillo de caimán. En cuanto el padre observó a su hijo como un tamal adornado como fetiche, prohibió este paganismo supersticioso, lo cual tiene otro fuerte regusto jansenista. De sus padrinos no hay palabra que valga, dice el protagonista, porque las obligaciones que contrajeron con su ahijado, cuando murieron sus compadres las olvidaron más rápido de lo que canta un gallo. Práctica generalizable hasta el fastidio. En una historia intercalada acerca del Marqués de Baltimonte y la 44

impía Clisterna, Pedro sentencia que los padrinos acreedores de amor eran una franca minoría comparados con los “odiosos y malignos” (1990b: 368). En el colegio, donde asistió mal de su agrado, El Periquillo aprendió lo que nunca debió haber aprendido e ignoró lo que debía saber. Fernández de Lizardi aprovecha para darnos directrices pedagógicas. Tuvo, dice, profesores sádicos que ejercían un oficio tan digno y trascendente como la “última droga que puede hacer el diablo” (1990a: 56). Aquella severidad le inculcó tanto miedo, y el miedo, torpeza ante aquel “sátrapa infernal” (1990a: 67). La sabiduría en ciencias del mentor, la deslucía mediante su genio tétrico. Martirizaba a las criaturas con orejas de burro, con azotes y con la infaltable palmeta. Enfrentado al axioma de que la letra con sangre entra, ese profesor le generó temor: su mano actuaba trémula, balbuciente y no articulaba palabra adecuada. En contraposición, fue alumno, asimismo, de un profesor indulgente, consentidor, que mimaba sin poner límites a sus alumnos. Era un ignorante que no distinguía estilos en la lectura; aprendió a leer aprisa, hablando disparatadamente, o con afectación, según la ortografía y no respetando el sentido. Cuando fallaba, a la par de la mayoría de sus colegas, la sintaxis y la ortografía no podían estar muy depuradas, porque sobre los cimientos falsos de quienes nunca quisieron educar a sus oprimidos, “no se levantan jamás fábricas firmes” (1990a: 58). El Periquillo aprendió despropósitos que se enseñaban por costumbre, dice el ya centrado Don Pedro, o quizá Lizardi, en una anotación culta a los cuadernos. Esta pésima instrucción aquí y allende del Atlántico, la puso a la vista Feijoo en sus discursos 10 a 12 del tomo VII de su Teatro crítico, en donde al parecer Jefferson Rea Spell (profesor de la Universidad de Texas, especialista, 45

impía Clisterna, Pedro sentencia que los padrinos acreedores de<br />

amor eran una franca minoría comparados con los “odiosos y<br />

malignos” (1990b: 368).<br />

En el colegio, donde asistió mal de su agrado, El Periquillo<br />

aprendió lo que nunca debió haber aprendido e ignoró lo que<br />

debía saber. Fernández de Lizardi aprovecha para darnos directrices<br />

pedagógicas. Tuvo, dice, profesores sádicos que ejercían<br />

un oficio tan digno y trascendente como la “última droga que<br />

puede hacer el diablo” (1990a: 56). Aquella severidad le inculcó<br />

tanto miedo, y el miedo, torpeza ante aquel “sátrapa infernal”<br />

(1990a: 67). La sabiduría en ciencias del mentor, la deslucía<br />

mediante su genio tétrico. Martirizaba a las criaturas con orejas<br />

de burro, con azotes y con la infaltable palmeta. Enfrentado al<br />

axioma de que la letra con sangre entra, ese profesor le generó<br />

temor: su mano actuaba trémula, balbuciente y no articulaba palabra<br />

adecuada.<br />

En contraposición, fue alumno, asimismo, de un profesor<br />

indulgente, consentidor, que mimaba sin poner límites a sus<br />

alumnos. Era un ignorante que no distinguía estilos en la lectura;<br />

aprendió a leer aprisa, hablando disparatadamente, o con afectación,<br />

según la ortografía y no respetando el sentido. Cuando<br />

fallaba, a la par de la mayoría de sus colegas, la sintaxis y la ortografía<br />

no podían estar muy depuradas, porque sobre los cimientos<br />

falsos de quienes nunca quisieron educar a sus oprimidos,<br />

“no se levantan jamás fábricas firmes” (1990a: 58).<br />

El Periquillo aprendió despropósitos que se enseñaban por<br />

costumbre, dice el ya centrado Don Pedro, o quizá Lizardi, en una<br />

anotación culta a los cuadernos. Esta pésima instrucción aquí y<br />

allende del Atlántico, la puso a la vista Feijoo en sus discursos 10<br />

a 12 del tomo VII de su Teatro crítico, en donde al parecer Jefferson<br />

Rea Spell (profesor de la Universidad de Texas, especialista,<br />

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