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collaguas como Santa Cruz Pachacutic, sino sacristán y escribiente judicial, concede<br />

menos lugar a lo maravilloso indio, para copiar, a cada rato, trozos del credo y del<br />

catecismo o la lista de todos los pontífices romanos. Es en este terreno religioso donde<br />

la comunicación entre las dos razas y el mestizaje son más efectivos. El cronista indio<br />

cree no sólo en sus propios ingenuos mitos primitivos sino también en lo maravilloso<br />

cristiano, en el milagro. Toda la milagrería de la conquista se transfiere a la crónica india<br />

y resulta el verdadero deux ex machina de la acción, como en la crónica castellana. Los<br />

cronistas indios nos asegurarán que el Imperio se perdió, como lo había anunciado<br />

Huayna Cápac pero principalmente por la ayuda del apóstol Santiago, Viracocha<br />

montado sobre un caballo blanco y armado del terrible illapa o relámpago, o por la<br />

aparición de la Virgen, que, según el relato recogido por Huamán Poma y por el propio<br />

Garcilaso, echaba arena y rocío para apagar el incendio de las tiendas españolas en el<br />

sitio del Cuzco.<br />

Frente a la arrogancia y a la fe en sí misma de la crónica castellana, la crónica india<br />

guarda una actitud fatalista. La única explicación del vencimiento del Imperio que surge<br />

de sus relatos es la de un designio sobrenatural. El propio Garcilaso nos asegura que los<br />

indios no combatieron contra los españoles porque la profecía de Huayna Cápac había<br />

anunciado la llegada de los hombres blancos y barbados y el término irremisible del<br />

Imperio. A la llegada de los españoles, los indios no pensaron en resistirles sino en<br />

llorar. Titu Cusi insinúa la tesis del engaño para huir de la explicación de la fuerza: los<br />

indios dejaron entrar a los españoles fiados en un pacto de no agresión que éstos no<br />

cumplieron después. "No me vencisteis a mí por fuerza de armas sino por hermosas<br />

palabras", pone en boca de su padre Manco Inca. Santa Cruz Pachacutic confirma la<br />

derrota de orden divino: "entendieron que era el mismo Pachayachachi Viracochan o sus<br />

mensajeros... y después como tiró las piezas de la artillería y arcabuces, creyeron que<br />

era Viracocha y como por los yndios fueron avissados que eran mensageros, assí no los<br />

tocaron mano ninguno, sin que los españoles recibiesen siquiera ser tocados".<br />

Es indudable, sin embargo, que el espíritu inca buscó otros caminos para explicar su<br />

caída. Ningún pueblo se siente él mismo culpable de su derrota y tiende siempre a<br />

culpar a alguien, a individualizar la culpa. Los orejones del Cuzco descargaron su odio<br />

sobre el bastardo y usurpador Atahualpa. Titu Cusi dice sarcásticamente que Atahualpa<br />

pensaba matar a los españoles, pero que Pizarro "antes que los comiesen los almorzó".<br />

Pero la leyenda norteña, principalmete la quiteña, tratará de disculpar a Atahualpa y de<br />

imaginar la venganza de éste contra los españoles. Es indudablemente una versión india<br />

de origen quiteño la que recogieron Gómara y Zárate y más tarde adoptó Garcilaso, de<br />

un ataque de los indios de Rumiñahui a las huestes de Pizarro que se retiraban de<br />

Cajamarca y el apresamiento de once españoles, entre ellos el escribano Sancho de<br />

Cuéllar, que escribió la sentencia de Atahualpa y a quien los indios degollaron en el<br />

mismo lugar en que había sido ajusticiado el Inca. La leyenda, que surge siempre como<br />

una justificación más que como una venganza, agrega que los indios, más generosos<br />

que los españoles, perdonaron a los diez prisioneros restantes y firmaron con Francisco<br />

de Chávez un pacto de no agresión. El cadáver de Atahualpa fue desenterrado en<br />

Cajamarca y llevado procesionalmente a Quito, según la leyenda reparativa.<br />

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