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manera Porras fija, desde el comienzo, el sentido valorativo y la inmensa trascendencia<br />

que para el Perú han tenido el oro y demás metales de nuestro pródigo territorio en su<br />

desarrollo y destino entre los pueblos de América. Parte de la leyenda áurea milenaria<br />

hasta que surgen otras riquezas que la sustituyen en el siglo XIX. Es decir "desde los<br />

tiempos más remotos en que cumplía una función altruista y una virtualidad estética", a<br />

la República, en que no se tuvo "cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad<br />

de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle", y<br />

recibir de Raimondi la frase incansablemente repetida de ser el Perú un "mendigo<br />

sentado en un banco de oro".<br />

Entre los metales, el oro alcanza la más alta calificación por ser el que "no se<br />

menoscaba, ni carcome, ni envejece; es el símbolo de la protección y de la pureza y<br />

emblema de inmortalidad", cuyas cualidades las recibe del Sol, escribe Porras. Y esa es<br />

la razón por la que en todas las épocas ha sido motivo de interés, de avaricia y de<br />

preocupación de monarcas, príncipes y gobernantes que se sentían alucinados con él y<br />

que pensaban que su prestigio, poder, nobleza y hasta su propia inmortalidad podían<br />

obtenerla por medio de la acumulación de esa riqueza. Todo lo cual dio origen a los<br />

mitos y leyendas de la antigüedad, a las alucinaciones de la Edad Media, a las<br />

experiencias mágico-religiosas de los alquimistas, hasta que, dice Porras, "se esfuman y<br />

languidecen en el siglo XVI ante el hallazgo de asombro del Imperio de los Incas y de los<br />

tesoros del Coricancha". Cualquiera otra especulación sobre los tesoros que puedan<br />

haber existido en la realidad o en la imaginación, quedan minimizados, disminuidos,<br />

cuando se divulga en España y por todo el mundo la riqueza proveniente del rescate de<br />

Atahualpa. El oro de los Incas, "cosa de sueño", que los primeros cronistas describen<br />

deslumbrados y que los europeos leen o escuchan con estupor y admiración, porque el<br />

oro de Cajamarca y el del Cuzco, que le sigue inmediatamente después, "excede al de<br />

todos los botines de la historia". Así es como se da inicio a un cambio en la economía<br />

durante los siglos XVI al XVII. El oro y la plata del Nuevo Mundo alientan de manera<br />

incontenible el desarrollo del mercantilismo europeo partiendo de España, la metrópoli<br />

que tuvo la suerte de incrementar sus arcas con aquella hasta entonces insospechada<br />

riqueza que le llega de Perú, México y otras partes de América. Earl Hamilton,<br />

cuatrocientos años después, ha estudiado a profundidad este asunto y declara que<br />

aquella riqueza proveniente de las fabulosas minas de nuestro continente fue derramada<br />

sobre Europa en cantidades gigantescas tanto que "precipitaron la revolución de los<br />

precios, la cual influyó de forma decisiva en la transformación de las instituciones<br />

sociales y económicas en los dos primeros siglos de la Edad Moderna". A esa maravilla<br />

áurea que llena de asombro a los habitantes del viejo continente y que transforma la<br />

economía, se refiere Porras.<br />

El paisaje ascético es el que esconde en sus vetas interiores el oro que los antiguos<br />

peruanos recogían en los lavaderos de los ríos y que después, a la llegada de los<br />

españoles, se explota abriendo minas a todo lo largo de la cordillera de los Andes. Es la<br />

región de la sierra hasta las más elevadas punas la que es considerada en mayor o<br />

menor grado como un laboratorio inagotable de oro y de plata. Porras para confirmar lo<br />

dicho cita al padre Bernabé Cobo, autor de la obra Historia del Nuevo Mundo, escrita<br />

en la primera mitad del siglo XVII, en la que consigna que "la mayor cantidad que se<br />

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