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ordados y sus rebozos blancos de algodón envolviéndoles la cabeza como alárabes o<br />
como almaizares moriscos.<br />
Toda esta población, continuamente renovada, atraída o devuelta a las zonas<br />
conquistadas, a las extremidades del territorio de Quito o de Tucumán o de Chile, o a las<br />
zonas rebeldes a la unificación, era acogida en el seno de la ciudad imperial y luego<br />
devuelta, en un ritmo alterno de sangre nueva y vieja, de diástole y sístole, que bien<br />
explicaría el dictado de la ciudad "corazón". De las provincias eran llevados al Cuzco los<br />
más eximios obreros: ceramistas, plateros, tejedores, danzarines, alarifes, honderos,<br />
para aprovechar su técnica, pero también para que ellos asimilaran las costumbres<br />
sociales y políticas, la lengua y el culto de los Incas. El Cuzco, a la vez que imponía sus<br />
normas sociales y sus ritos y hasta sus modas a los pueblos vencidos, respetaba y<br />
dejaba subsistir los de éstos y, celoso de su función totalizadora, llevaba al propio<br />
recinto de sus dioses los ídolos venerados por los pueblos tributarios. El santuario del<br />
Cuzco era, por esto, como el Olimpo de todos los dioses indígenas, presidido por el Sol,<br />
como un Júpiter complaciente y fraterno.<br />
A la vez que la concentración geográfica y la función capitalina, se afirma, entonces, la<br />
distribución de la ciudad en una forma orgánica que correspondía a las diversas formas<br />
de vida y repartición gremial del trabajo, por "cofradías y compañías" de los diversos<br />
artes y oficios. Hubo, así, el barrio de los "plateros de oro y plata", el de los alarifes, el de<br />
los tejedores –del que queda huella en la calle de Ahuacpinta–, el de los olleros, el de<br />
los soldados, el de la cárcel o samcacancha, el de las escuelas o yachahuasi, aparte del<br />
barrio eclesiástico o sagrado del Coricancha, al que sólo se podía entrar con los pies<br />
descalzos.<br />
La transformación radical realizada por Pachacútec es la de convertir la aldea de paja y<br />
el parapeto primitivo de los Huallas y de la primera dinastía, en una ciudad monumental<br />
de piedra, de templos y palacios, con espíritu de capital y de corte. Aunque predominan<br />
aún algunas notas de la ciudad primitiva –como son la asociación política a base de<br />
sangre y vecindad, el sometimiento a ciertos ritos mágicos y el predominio de la tradición<br />
oral–, se ha producido, con la ruptura del aislamiento, con la campaña guerrera y la<br />
aparición de los mercaderes, un entrecruzamiento de culturas que tiende a recoger la<br />
experiencia diversificada de otros pueblos y, con ellos, el adelanto de la técnica, el gusto<br />
por lo suntuario y los goces de la vida y la preocupación cultural. Junto con el templo a la<br />
deidad unificadora, surgen los palacios de los señores, las escuelas, el museo histórico<br />
de pinturas de Puquin cancha, las casas de recreo de los Incas en los rincones tibios y<br />
floridos –Yucay, Chincheros, Patallacta, Tambomachay–, los jardines de plantas<br />
naturales y de orfebrería áurea y las fuentes de agua con cañerías secretas que<br />
producían el milagro repentino del chorro de plata sobre la piedra áspera y sombría y<br />
sobre los tinajones pardos y ventrudos. El máximo alarde de la villa indígena fueron, sin<br />
embargo, sus grandes canchas o barrios señoriales que comprendían dentro de su<br />
recinto amurallado, con una sola puerta hasta cien casas, como el Hatuncancha. Estas<br />
canchas, con sus cercas de muros lisos, uniformes y sombríos, de traquita gris de los<br />
Andes con reflejos azulados o rojizos, con dinteles trapezoidales y sin ventanas ni<br />
decoración, daban el tono austero a la ciudad. El prodigio arquitectónico estaba en el<br />
sobrio y monótono aparejo de los muros, inclinados hacia adentro, el perfecto encaje de<br />
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