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frontera que, como Macchu Picchu, Paucartambo, Pisac y Ollantaytambo, defenderán el<br />

avance de los hombres selváticos. El hombre de la selva hará de la madera su principal<br />

elemento de expresión en tanto que el de la sierra aprenderá el arte de la piedra. Esta<br />

oposición decidirá uno de los derroteros históricos y geográficos del Incario. El súbdito<br />

incaico, amante de la simetría y del orden, nacido en una tierra de clásica austeridad y<br />

equilibrio, rehuirá el bosque y el pantano, la maleza y el desorden y será un enemigo<br />

declarado del Trópico. La arquitectura incaica –dice el argentino Angel Guido– reflejará<br />

principalmente el ascetismo del paisaje andino, ajeno por completo al exceso y<br />

desequilibrio barrocos del Trópico.<br />

Las fronteras del Imperio cuzqueño se detendrán al Sur, al Norte y al Este, en el<br />

momento en que las huestes incaicas, dominadoras de montes y mesetas, se enfrenten<br />

con la confusa maraña de los árboles y el húmedo y sofocante hálito del bosque tropical.<br />

Pero el territorio y el clima confabulados le dieron aún al habitante del Cuzco otra presea<br />

de triunfo. Los suelos de la puna Sur –dice el gran geógrafo Troll– son de gran riqueza<br />

nutritiva y de pastos chicos, de los que se alimentan la llama y la alpaca. Debido a la<br />

llama –dice el mexicano Esquivel Obregón– el Perú avanzó un paso más que todos los<br />

países de América en la escala de la civilización, por cuanto la ganadería le apartó de<br />

una serie de formas rudimentarias de vida. El hombre dejó de ser bestia de carga y con<br />

la acémila humana desaparecieron la esclavitud y la antropofagia y disminuyeron los<br />

sacrificios humanos, rescatados en el Perú, como en otras partes, por la presencia del<br />

ganado. El Imperio incaico vencerá los desiertos y las cumbres al paso ligero de la<br />

llama.<br />

A estos desiderata de orden físico habría que agregar los motivos de índole mágica y<br />

estética: el culto de las cumbres y el de la influencia solar. Para el hombre del altiplano,<br />

acostumbrado al rigor del frío y a la inclemencia del viento de la puna, para el que acaso<br />

resultaba demasiado muelle y sedante el fondo cálido de la quebrada, de las tierras<br />

llamadas desdeñosamente yunga, acaso si el sereno y ecléctico término medio, la áurea<br />

tranquilidad buscada cerca del aire frío y tonificante de la meseta, no estaba en la<br />

planicie demasiado abierta, sino en el corazón hermético de la serranía, en un áspero<br />

rincón del valle, sobre las laderas de las montañas, en las que el espíritu de la raza<br />

pudiera otear, como una utopía, a lo lejos, la perspectiva verde y alegre del valle, pero<br />

manteniéndose asido siempre a las rocas, en un afán de soledad y de ascetismo, como<br />

el de los nidos de los cóndores.<br />

Este destino geográfico ascensional, este amor de las cumbres es consustancial con el<br />

alma del Cuzco y del hombre del Incario, que el forjó a su semejanza, que diviniza los<br />

cerros y otea el alma de las montañas, porque ellas le han dado lecciones de severidad<br />

y de majestad estoicas. Los cerros o las montañas formaron alrededor del Cuzco como<br />

una silenciosa hilera de guardianes a los que el quechua rendirá diaria y reverente<br />

pleitesía. Los nombres de los cerros adquirirán prestigio mítico y desde el Cuzco se<br />

venerará la cumbre nevada del Ausangate y el Sallcantay, del Pachatusan que sostiene<br />

el cielo y el Alperan, el cerro sobre el cual se pone el sol y donde se sacrificaba<br />

diariamente una llama, o el cerro Guanacaure, ligado a la leyenda sagrada de los Ayar.<br />

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