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El oro tuvo en el Perú, desde los tiempos más remotos, una función altruista y una<br />
virtualidad estética. En el Incario el oro libertó al pueblo creyente y dúctil de la barbarie<br />
de los sacrificios humanos y elevó el nivel moral de las castas, ofreciendo a los dioses,<br />
en vez de la dádiva sangrienta, el cántaro o la imagen de oro estilizados, fruto de una<br />
contemplación libre y bienhechora, con ánimo de belleza. El oro tuvo, también, una<br />
virtud mítica fecundadora y preservadora de la destrucción y la muerte. En la boca de los<br />
cadáveres y en las heridas de las trepanaciones colocaban los indios discos de oro para<br />
librarlos de la corrupción. El oro acumulado durante cuatro siglos en las cajas de piedra<br />
de seguridad del Coricancha, con un propósito reverencial y suntuario, fue a parar, a<br />
través de las manos avezadas al hierro, de soldados que se jugaban en una noche el sol<br />
de los Incas antes de que amaneciese, a los bancos de Amsterdam, de Amberes, de<br />
Lisboa y de Londres. No fue nunca el dinero, el oro acumulado, inhumano, utilitario y<br />
cruel. Fue "el tesoro", conjunto mágico, cosa soñada e innumerable, suscitadora de<br />
aventuras y hazañas. En el Virreinato español la plata no se convirtió, tampoco, en<br />
negocio y dividendo, sino que afloró en el altar, en el decoro doméstico o en el alarde<br />
momentáneo de la procesión, en la cabalgata o el séquito barroco del Virrey o del<br />
Santísimo Sacramento. Por imposición de su medio, el Perú tuvo oro y esclavos –como<br />
denostó Bolívar, en su carta de Jamaica–, que produjeron anarquía y servidumbre y el<br />
peruano de la República, como el indio fatalista y agorero y como el conquistador ávido y<br />
heroico, no tuvo cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses,<br />
con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle. Surgió entonces la<br />
comparación del humanista europeo, que llamó al Perú, un "mendigo sentado en un<br />
banco de oro".<br />
El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y<br />
los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavimentadas con lingotes de plata de<br />
la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del<br />
espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad<br />
que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y<br />
señorío.<br />
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