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fantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un<br />
holocausto o inmolación primordial.<br />
El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la<br />
América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o<br />
estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del<br />
Descubridor, como una materialización de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del<br />
Il Milione en la Isla Española, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la<br />
obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando<br />
nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista,<br />
poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de<br />
Lope, "so color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro". Surgió más<br />
tarde "la joyería" de México, que capturó Cortés, hasta dar con "la rueda grande con la<br />
figura de un monstruo en medio", que se robó, en medio del mar, el corsario francés<br />
Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro,<br />
por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella "no hay río sin oro". Y el oro surgió,<br />
en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por<br />
dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito<br />
griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes antropófagos, con clavos de<br />
oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los<br />
arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú –donde el oro<br />
se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina–, decidieron las razzias<br />
de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar<br />
del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las<br />
esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares<br />
y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación<br />
que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino<br />
de los Chibchas, que dominaron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon<br />
el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.<br />
NO HAY RÍO SIN ORO<br />
En el Perú primitivo hubo también el oro de los ríos y de las vetas subterráneas. Los<br />
primeros cronistas y geógrafos mencionan las minas de Zaruma en el Norte, detrás de<br />
Tumbes, y las de Pataz, que proveerían a los orfebres del Chimú; y hacia el interior, en<br />
Jaén de Bracamoros, Santiago de las Montañas, el Aguarico célebre por sus arenas de<br />
oro, el Morona, la tierra de los Jíbaros y la de los Chachapoyas. En Huánuco, a diez<br />
jornadas de Cajamarca, dice la crónica de Xerez, y en el Collao hay ríos que llevan gran<br />
cantidad de oro. En la región de Ica debieron existir yacimientos o criaderos de oro en<br />
Villacurí, en Guayurí, en Porum y en Nazca; y en la de Apurímac, los de Cotabambas,<br />
explotados más tarde. Las minas más ricas, según Xerez "las mayores", eran las de<br />
Quito y Chincha; y el cronista oficial Pedro Sancho habla, en 1534, de las minas de<br />
Huayna Cápac en el Collao, que entran cuarenta brazas en la tierra, las que estaban<br />
custodiadas por guardas del Inca. El oro más puro del Perú fue el del río San Juan del<br />
Oro, en Carabaya, que alaban el Padre Acosta, Garcilaso y Diego Dávalos y Figueroa,<br />
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