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montañas al mar, como Naymlap, Quitumbe, Tonapa o Manco Cápac, tienen un fresco<br />

sentido de aventura juvenil. En la ingenua e infantil alegoría del alma primitiva, los cerros<br />

o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su<br />

soberbia o su pasión amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro<br />

de agua de una doncella astral que produce la lluvia; la Venus o chasca de enredada<br />

cabellera, es el paje favorito del Sol, que unas veces va delante y otras después de él;<br />

los eclipses son luchas de gigantes, leones y serpientes, y, otras veces, la unión carnal<br />

del Sol con la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La Vía Láctea es un río<br />

luminoso; las estrellas se imaginan como animales totémicos, o como granos de quinua<br />

o maíz, desparramados en los festines celestes, y los sacacas o cometas pasan<br />

deslumbrantes con sus alas de fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o<br />

quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y amor. Algunas veces es la esposa<br />

del Sol; otras, el Sol, envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara un puñado de<br />

ceniza que la embadurna para siempre, aunque también se asegura que las manchas<br />

lunares son la figura de un zorro enamorado de la Luna, que trepó hasta ella para<br />

raptarla y se quedó adherido al disco luminoso.<br />

He aquí una cosmología sonriente. El propio drama universal del diluvio resulta<br />

amenguado por una sonrisa. El único hombre y la única mujer que se salvan de las<br />

aguas, sobreviven encima de la caja de un atambor. La serpiente que se arrastra<br />

ondulando por el suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del relámpago. El<br />

zorro trepa a la Luna por dos sogas que le tienden desde arriba. Los hombres nacen de<br />

tres huevos de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a las ñustas y a los<br />

indios comunes, y, en una cinematográfica visión del diluvio, los pastores refugiados en<br />

los cerros más altos, ven, con azorada alegría, que el cerro va creciendo cuando suben<br />

las aguas, y que baja cuando éstas descienden. Todas estas creaciones son la<br />

expresión de un alma joven, plena de gracia y de benévola alegría . El terror de los<br />

relatos primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los destinos del hombre y de<br />

la raza.<br />

En sus orígenes fue el pueblo incaico predominantemente agrícola y dedicado a la vida<br />

rural. En su apogeo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se transformó en un<br />

pueblo belicoso y dominador, guiado por una casta aristocrática y por una moral<br />

guerrera. Las leyendas primitivas de los héroes civilizadores exaltarán por esto,<br />

principalmente, los triunfos del hombre sobre la tierra yerma y los milagros de la siembra<br />

y el cultivo. Viracocha es un dios benefactor y civilizador, que encarna la fecundidad de<br />

la vida y el triunfo sobre la naturaleza. La mujer que baja del cielo y se cobija en el árbol<br />

de coca, trae también un mensaje consolador, pues desde entonces las hojas del árbol<br />

dañino mitigan el hambre y hacen olvidar las penas. Pero los mitos más genuinos son<br />

los que exaltan la siembra, la semilla y las escenas del trabajo rural. Las parejas<br />

simbólicas de los cuatro hermanos Ayar que parten de la posada de la aurora o<br />

Pacaritampu, con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que derriban cerros, van<br />

a buscar la tierra predestinada para implantar en ella el maíz y la papa, nutricios de la<br />

grandeza del imperio. Ellos simbolizan, según Valcárcel, el hallazgo de algunas especies<br />

alimenticias: Ayar Cachi, la sal; Ayar Uchu, el ají; Ayar Amca, el maíz tostado. Cuando el<br />

dios Viracocha envía a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar un imperio, la<br />

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