pitas y chumberas en la cuenca del bajo ... - Cortijo deEl Fraile

PITAS Y CHUMBERAS EN LA CUENCA DEL BAJO ALMANZORA
[A PROPÓSITO DE ALGUNAS FOTOGRAFÍAS DE GUSTAVO GILLMAN]
José Joaquín Parra Bañón

Gustavo Gillman, Conversación entre Almajalejo y Huércal Overa, h.1900
Gustavo Gillman emplazaba su cámara a la vera de los caminos o
en el eje sinuoso de las ramblas, en los márgenes de las veredas
que comunican a duras penas los pueblos con los cortijos y
esperaba a que llegaran los caminantes: a que se acerquen las
campesinas, los hombres engalanados para el bautizo o para el
funeral, los niños curiosos, que además de los rucios son los
únicos que se atreven a mirar cara a cara al objetivo
amenazante, al insecto que es el trípode que afianza sobre la
tierra la máquina.
Quien el 27 de julio de 1900 luce un sombrero encintado, el que
sujeta la sombrilla plegada a la espalda es, con toda
probabilidad, el maestro de Almajalejo, de una pedanía de
Huércal Overa. Las cuatro mujeres que atienden a sus palabras
docentes llevan un pañuelo anudado en la garganta. Una de ellas,
además, mantiene en equilibrio sobre su cabeza una espuerta de
pleita: un capazo tejido con esparto trenzado. La del pañuelo de
lunares anudado en la nuca es una niña: quizá una adolescente
que tímida, tal vez párvula, prefiere la segunda fila. El grupo,
en circunferencia, tiene una corona de espinas.
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Gustavo Gillman, Desde Almajalejo hacia el mercado de Huércal Overa, h.1900
A menudo Gustavo Gillman, para salir a fotografiar paisajes
almerienses, elije los días de mercado: el tráfico en los
caminos es entonces más intenso que de ordinario, días hueros en
los que apenas son transitados por alguien que no sea el viento
y los reptiles. O prefiere los días festivos, y de ahí que los
campesinos no caminen descalzos y apenas vestidos; por ser
domingo que ellas abren el paraguas familiar que las protege
durante la travesía del sol, que los niños se cubren con un
sombrero heredado o con una gorra que no es de su talla.
El lugar escogido es casi siempre un escenario de pitas, un
fondo de chumberas: en ocasiones un cañaveral. Abundan las
composiciones con una pita en primer plano, quizá a la derecha,
y con una hilera de pitas menguantes que se aleja por la
izquierda penetrando en un paisaje de lomas difusas y
desenfocadas. Con frecuencia también los pitacos, la presencia
de la vertical poniendo en tensión la línea del horizonte.
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Gustavo Gillman, Niño con su acémila camino de Tíjola, h.1903
El ámbito es casi siempre un camino, una línea de tierra. Evita
Gustavo Gillman los paisajes deshabitados, la estampa
deshumanizada, la naturaleza sin sus usuarios. Cuando no se
ocupa profesionalmente del ferrocarril o de la mina, cuando sale
a retratar los días y sus trabajos, espera a que entre en el
cuadro algún aborigen, a que aparezca en el visor un poblador de
esos campos ásperos, a que un niño conduciendo un mulo rucio
quede centrado en el objetivo de su cámara de cajón.
En las afueras de Tíjola, la cabeza blanca del animal (tan
metafísico como Rocinante) y la camisa blanca del niño
enchaquetado iluminando ese universo de ramas, de líneas, de
trazos, de formas vegetales dispuestas por el azar en todas
direcciones, de plantas incultas entre las que a menudo
prevalece la pita, que aquí hoy emerge lateral del muro de
piedra y se apoya en los hombros infantiles del mozo.
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Gustavo Gillman, Mujeres por un camino de Pulpí, 22.6.1895
Este 22 de junio de 1895 el mundo se ha desplomado levemente
hacia la izquierda con la intención de equilibrar la vertical
inestable de los pitacos soberbios, la erección postrera de la
pita, la eyaculación terminal con la que se despide del mundo
esta variedad de agave. El bosque ralo y agudo del primer plano,
la línea ondulada de los cerros finales, el cortijo chato y ya
en ruinas tras las dos amazonas que montan impávidas, que se
acercan sin ningún pecho amputado.
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Gustavo Gillman, Detalle de Camino de una era en Cantoria, h.1907
El sureste peninsular es al perfil de la pita, al alzado
filiforme del pitaco, lo que la ciudad de París al esqueleto de
la Torre Eiffel, lo que los espejos o los laberintos en la obra
de Borges. En la cuenca del Almanzora y en Campos de Níjar, en
la Ensenada de Los genoveses y en las laderas de la Sierra de
las Estancias, hasta hace muy poco gobernaba el espacio la pita,
y ella era la que, con el auxilio inestimable de la chumbera,
ordenaba el territorio, establecía los confines y determinaba la
realidad.
No hay dibujante experto ni cámara fotográfica que se resista a
la atracción de sus formas, a la tentación de tocarla, de palpar
su consistencia de caparazón, a la tristeza de su destino, a la
pulcritud de su biografía, a la violencia de la silueta
mixtilínea de la pita, a la imposibilidad de la simetría, a la
melancolía de su regazo. La de Gustavo Gillman fue una de las
que cayeron en la tentación y se sometieron sin oponer
resistencia.
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Gustavo Gillman, Paisaje de Almanzora, dibujo del 18 de mayo de 1893
En primer término la pita germinada, el henequén florecido, el
bohordo funeral del pitaco que anuncia el advenimiento de la
muerte, la filacteria de las hojas en desorden, unas decaídas
que apuntan hacia el suelo y otras enhiestas, enhebrado el
horizonte despejado.
Detrás los oteros desnudos, las lomas de los cerros, la fuga del
camino, la ese de la cañada, la extrañeza de algún edificio, la
impertinencia de los artificios.
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Gustavo Gillman, Campesino entre pitas, h.1895
Enmarañadas, arrugadas, casi textiles, cual algas de la sequía,
las hojas triangulares de las pitas, los picos dentados de aves
prehistóricas. En manojos, tiesas o flácidas tras la erección,
emergentes como estacas inversas o sometidas por el tiempo y por
la ausencia, por la aridez y por la mezquindad pluviométrica.
Son erizos vegetales. Son tentáculos de la tierra en el intento
de aprisionar a ese campesino varado, goyesco, que posa en
equilibrio inestable, con faja y con pantalones remendados, con
la camisa abotonada hasta el cuello y el cigarro en los labios.
Las pitas son ejércitos, batallones de infantería con las
bayonetas caladas. Son sistemas de defensa, plantas
necesariamente hostiles, agresivas. Son ámbitos, haces radiales
de lanzas afiladas.
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Gustavo Gillman, Cerca de Almanzora, 1895
Enfiladas, las pitas flanqueando el camino, apostadas al acecho
en los taludes laterales. Son bienes comunitarios que brotan
espontáneas en medio de ninguna parte, en las franjas de suelo
indefinido que desprecian los catastros, en los bordes anchos de
las paratas y los bancales, en las lindes difusas, en las
pendientes no registrables consolidándolas, en los confines, en
los balates, en esos lugares casi de nadie reivindicados por
Gordon Matta-Clark.
Siempre alertas, siempre preparadas para la guerra de
barricadas. Tanto el caminante precavido como el jinete prudente
están muy atentos a sus advertencias y si las ven con las
cuchillas desplegadas se alejan de ellas para que no los
ensarten. El cerdo, indiferente a la conversación triangular
(ellas miran acalla atrás), va a su aire.
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Gustavo Gillman, Paraje de la Ojilla, Cantoria, 24.5.1909
Una de las primeras fotografías a color de Gustavo Gillman
(autocromo, fotocromo): la tierra parda, la paleta de verdes
homogéneos y de amarillos pálidos, la gama de rojos cárdenos de
las tunas y la variedad de anaranjados en los frutos
estacionales de la chumbera. Las lanzas verdes de las pitas, de
los espetos cónicos del campo inclemente, de las pirámides de
pencas carnosas, de las garras telúricas de la sed insaciable.
Ríos de agujas, colonias aéreas de corales, trazos impenetrables
de alfileres, eficaces como alambradas de espinas.
Los tallos agudos de las pitas justo a la altura de los ojos y
no en línea cumbrera de los montes, donde las imaginó a
contraluz Federico García Lorca para compararlas con el lomo de
un gato erizado.
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Gustavo Gillman, Carros en el camino de Fines, 1894
Los árboles, el granado silvestre y el acebuche, las zarzas que
dan moras y las chumberas enfiladas, las pitas que definen los
límites de las veredas, el ámbito de los carros y de los
transeúntes, el pasillo entre el cortijo y el mercado, el
espacio de los ambulantes, de los mercaderes, de los
transportistas de forraje, de los recolectores de alcaparra y de
aulaga.
Las pitas construyen y les dan consistencia a los linderos
almerienses (también algunos en las costas vicentinas): son las
tapias naturales de los bancales, los setos que definen las
propiedades, las bardas espinosas de las hazas, prácticas e
impenetrables cual plantaciones de vidrios rotos en las
albardillas de los muros limítrofes.
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Gustavo Gillman, Trinidad en un camino de Cantoria, 18.7.1894
El verano, el caminante con bermudas y chalequillo, la mujer con
pañuelo al mediodía solar de un dieciocho de julio, el hombre
cuyo pie, contrario al del Adán de Alberto Durero, no toca el
suelo, las pitas que no dan sombra, las varillas curvas del
paraguas protector, los nervios de la cúpula en movimiento, la
estructura metálica de la sombrilla, los radios flexibles
rematados en púas, y tangentes a ellas las agujas cóncavas de
las hojas afiladas de las pitas.
Las pitas no ofrecen refugio, amparo, cobijo, consuelo a quien
huye. No pueden ser domesticadas. No son amables, tiernas,
humanas. Como a la tierra para fertilizarla, hay someterla con
golpes. Como al esparto, para que sirvan de provecho, para
extraerles la fibra, hay que machacarlas, que estrujarles la
carne.
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Gustavo Gillman, Yendo a un bautizo, 30.5.1894
El treinta de mayo de mil ochocientos noventa y cuatro, sesenta
y ocho años antes de la natividad del redactor, el fotógrafo
clava su trípode en medio de un camino pedregoso, lo equlibra y
espera a que lleguen.
Tres son (a menudo son tres) los que se dirigen hacia la iglesia
del pueblo para asistir al bautizo. Las sombras a plomo del
mediodía delatan al que se oculta tras la montura. Nadie cortó
jamás en aquellas tierras desamparadas la hoja de una pita, la
penca de una chumbera, la palma de una palmera para construirse
una sombra, para defenderse con ella. Ni siquiera para
fabricarse un abanico, para aventar una lumbre, para beberse,
como hicieron en Comala y Luvina, su jugo narcótico.
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Gustavo Gillman, Cañaveral con mujeres en Arboleas, 12.10.1895
En la ribera izquierda de la rambla (queda un charco en el
cauce, un regato rastro de la última lluvia), las cañas
entreveradas con las pitas. Las hojas de las cañaveras y las
pencas de las pitas son de igual modo vencidas por la gravedad y
por la sequía: se postran en una postura similar. Cañares,
pencales, nopales, tunales, chumbares.
Las plantas silvestres, así el esparto y la caña, la anea o el
carrizo, el fruto del granado y el de lironero como materia
prima, recolectado como recurso primordial, como remedio para
mitigar el hambre. Así, la primera mujer porta una brazada de
cañas para construir junto al pitaco una techumbre; la segunda,
también africana, una espuerta repleta de manojos de esparto
para fabricar esteras, y la tercera un atado de broza y de
bojas.
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Gustavo Gillman, Madre e hijo transportando pencas de pita, 22.3.1899
Las pencas de pita dentro del serón como forraje para el ganado:
las pencas espinosas de las chumberas y los tallos fibrosos de
las pitas como alimento. Es sabido que si las cabras o las
ovejas en los rediles las comen es porque carecen de alfalfa, de
brotes de hierba, de pastos frescos, de plantas más tiernas y
nutritivas.
En aquellos rincones de levante la naturaleza ofrece sus
alimentos más ásperos, sus frutos menos apetecibles, sus bayas
más indigestas, sus aceitunas más raquíticas, sus higos menos
carnosos, sus almendras más duras, sus dátiles más amargos.
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Gustavo Gillman, Camino de una era en Cantoria, h.1907
Los pitacos polidáctilos, las pitas cefalópodas, las burras
enanas y asimétricas, la mujer desconfiada, los haces de espigas
que hacen de escobas descomunales. Las pitas que desbordan el
muro de contención y se derraman mientras ella dirige la mies
hacia la era para entregársela a la cuadrilla que la trillará.
Antes de abrirse para fecundar al mundo circundante los pitacos
imitan colosales a los espárragos: son brotes ciclópeos,
vástagos minerales, periscopios del subsuelo; mástiles antes que
cañas, ejes del paisaje y de la batidora de múltiples aspas que
gira a sus pies. No en vano han esperado para brotar veinte o
treinta años; no en vano han alcanzado los seis o siete metros
de altura en unos pocos días; no en vano, una vez esparcida la
semilla, se inclinarán cual esqueletos hacia su sepultura.
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Gustavo Gillman, Reata de mulas camino de Cantoria, h.1907
He aquí de nuevo el mismo camino de antes, el que discurre
próximo a la vía férrea de Baza a Huércal Overa en construcción,
ahora retratado desde una altura mayor, hasta puede que el mismo
día.
Las hojas de las pitas inmóviles, hurañas, metálicas, que fingen
ser mecidas por el viento (cuando entrechocan sus pencas,
forzadas por el huracán, se oyen los picos de las cigüeñas en
los días de celo), que dicen que están ahí desde el principio
del mundo, prehistóricas, naturalizadas en los parajes
semidesérticos del sureste ibérico. Las pitas, sin embargo, no
son vernáculas, originarias de estos baldíos de adopción: son
extrañamente postcolombinas, importadas (aunque ellas no lo
saben) hace solo unos siglos.
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Gustavo Gillman, Mujer camino de Pulpí, 1899
El pitaco, ningún espectador lo duda, se niega a ser la flor
agónica de la pita, su último suspiro: vertical reivindica su
naturaleza, su porte de árbol conífero, su jerarquía de gigante,
su aspiración a surtidor, su sed de cielo. El pitaco reduce a
zarza, a matorral a la pita.
Un pitaco es una línea: aquí tres líneas aspirantes a paralelas,
deshilachadas, afloradas por la punta. La mujer solitaria, qué
duda cabe, es en medio del pencal otra planta: una boja impelida
por el viento, un florero de ramas secas.
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Gustavo Gillman, Hija con su madre ante una chumbera cerca de Cantoria, 1894
En muchas fotografías de Gustavo Gillman, como en muchos
paisajes en la cuenca del bajo Almanzora o de Campos de Níjar,
las únicas plantas que se ven son pitas, o chumberas. Las pencas
escuálidas de las chumberas ribereñas. La silueta lacrimosa, la
estructura alveolar, pulmonar de sus agrupaciones. Las palas que
sirven de cofia, de peineta a la madre que abraza por el cuello
a una de sus hijas sin porvenir.
El chumbo maduro, la fruta oval, elipsoidal y astringente, la
chirimoya anaranjada de pepitas diminutas, la pitaya de pulpa
granulosa, el higo con piel de espinas que no se puede coger con
la mano, que hay que retorcer con las tenazas o con la caña
hasta desprenderlo y luego hacerlo rodar por el suelo. Comer
chumbos, cuando no hay otra cosa que llevarse a la boca, hasta
reventar, como aquel hombre pobre del que habla Juan Goytisolo
en capítulo V de Campos de Níjar.
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Gustavo Gillman, Mujer con cántaro en el cortijo La Fuente, Zurgena, 1908
No hay más horizonte que el horizonte redondo de las chumberas y
que el horizonte el anguloso de las pitas inquietas, nerviosas,
estridentes. Ella posa escultórica, cerámica, divina. El lazo de
su pañuelo se enfrenta diagonalmente a las pencas de la pita.
Las pitas y las chumberas son cántaros, aljibes, depósitos
avaros del agua. Los chumbos cárdenos, las tunas de las tuneras
de El Romeral, como recuerda Antonio Ferre, sirven de colorante
improvisado, de sangre para el pistolero malherido en la
película de bajo presupuesto. Hay pitas y chumberas auténticas
en las de Sergio Leone: los que le añadieron cactus de cartón
piedra al paisaje fueron unos forajidos malhechores.
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Gustavo Gillman, Dos santas mujeres de viaje a Cantoria, 22.3.1899
Entre los haces de pitas, el camino y la sombra de un árbol; los
guijarros, arrumbados en la cuneta. Gustavo Gillman a la
derecha, al amparo de otra umbría.
Si en vez de dos mujeres, solos una mujer cabalgando y un hombre
a pie; si en vez de dos burras complementarias solo una burra
sin serón, rucia o albazana: Camino de Belén. Si en vez de dos
mujeres a cubierto, solo una mujer con su hijo a lomos de una
burra sin aguaderas y un hombre a pie que los guía: Huida a
Egipto. Si ella estuviera amamantándolo mientras él le da de
comer al animal: Descanso en la huída a Egipto. De un modo u
otro, una escena navideña que le habría gustado contemplar a
Gérard David.
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Gustavo Gillman, Familia en una cañada de Pulpí, h.1900 (fragmento 1)
De entre todas las pitas (ninguno de los lugareños las llamaría
agaves ni henequenes), no las que macizan el fondo sino las del
primer plano, las que convergen en el ojo equino del animal, las
que por la derecha amenazan con sus puntas a los niños.
Son cinco los niños en la fotografía completa; solo cuatro los
que se ven en este fragmento: el que camina sonriente con la
gorra en la mano; el más pequeño que cabalga cabizbajo con su
sombrero semiesférico; la que indiferente a los acontecimientos
viene en brazos de su madre y el bebé que mira de reojo, apenas
visible agazapado en el interior de las aguaderas.
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Gustavo Gillman, Familia en Pulpí, h.1900 (fragmento 2)
El quinto niño está desnudo y no forma parte del grupo anterior
de caminantes engalanados. Tampoco la mujer que lo sujeta, que
lo ampara bajo su brazo, que lo deja llorar y ocultarse de la
cámara intrusa e impertinente. Ambos están descalzos: no hubo
esparto suficiente para unas esparteñas ni pitas suficientes
para trenzar una soga que le sirviera de suela.
El niño, que cabe dentro de ella, como si fuera un lagarto, se
refugia en el seno poco propicio de la pita. El niño en pelotas,
aunque es improbable, a pesar del frío, quizá sea inmune a la
herida. El niño y la pita son aquí, y ya para siempre, la misma
criatura.
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Gustavo Gillman, fotógrafo aficionado
[Londres 1856 – 1922 Petrópolis]
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