Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo) Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
cuando nos acercamos a los veinte años y hasta los treinta más o menos, no podamos por menos de considerar unos imbéciles, unos vendidos, a nuestros padres y a la mayoría de los adultos, o de sentirnos defraudados por ellos. Este desdén es en parte producto de la situación de desarrollo mental en que nos encontramos a dicha edad, del imperativo, tratado ya por Joyce, de que el animal joven afirme su fuerza y reemplace al adulto. No hay duda de que a menudo esto es un rasgo de clase: al niño de clase baja o media-baja se le exhorta tanto abierta como sutilmente a prosperar, pero sus bien intencionados padres y amigos no prevén que si su sueño de ascensión social se hace realidad, el niño puede acabar adoptando los prejuicios de la clase a la que accede y, con algo de aflicción neurótica, llegar a despreciar sus orígenes y a sí mismo en cierto grado, ya que cabe que la clase que ha invadido no le acepte por completo. Y no hay duda de que la arrogancia del joven también está relacionada con el proverbial idealismo de los profesores, los cuales insisten, no sin cierta razón, en los fracasos de la generación anterior y en que es tarea de la nueva salvar el mundo. Sea cual fuere la causa, al joven –al joven novelista– se le alienta a pensar que él es la esperanza, que él es el Mesías. Y no hay nada malo en ello. Es natural, y ningún artista ha llegado a ser grande traicionando sus más profundos sentimientos, por neuróticos que sean o erróneos debido a su falta de experiencia. No obstante, con la emoción del adolescente, por regla general, no se puede crear auténtico arte, pero si el joven novelista es consciente de esta inclinación puede evitar hacer mal uso de sus energías. Una de las grandes tentaciones de los escritores jóvenes es creer que todos aquéllos con quienes compartía la primera etapa de su vida eran unos estúpidos e hipócritas a quienes había que dar un buen rapapolvo. Pero a medida que vaya madurando, el escritor llegará a darse cuerna, con suerte, de que esas personas a las que desdeñaba tenían virtudes muy meritorias, 76
de que tenían más cerebro y mejor corazón de lo que él creía. El deseo de dar lecciones morales a la gente es contrario a los más nobles impulsos de la ficción literaria. En el análisis final, lo que cuenta no es la filosofía del escritor (que, en todo caso, se dará a conocer por sí sola) sino la suerte que corren los personajes, lo que les ocurre al actuar con generosidad, terca honradez, miseria moral o cobardía, en situaciones concretas. Lo que cuenta es la historia de los personajes. Del mismo modo que es fácil que el estudiante de literatura crea que él, su profesor y sus compañeros de clase son superiores a quienes no conocen a Ezra Pound, también lo es que se persuada a través de lo que oye en clase de que el «entretenimiento» es algo de muy escaso valor en la literatura, e incluso despreciable. Si se le adoctrina debidamente, al estudiante se le puede llegar a convencer de que ciertas obras consagradas cuya lectura desechaba al principio por considerarlas insulsas (algunos citarían como candidatas a esta condición Pedro el arador, de Langland, y Clarissa, de Richardson) son, en realidad, libros enormemente interesantes, a pesar de no ser entretenidos en sentido corriente, como puedan serlo los Cuentos de Canterbury o Tom Jones, o la ciencia ficción de Walter M. Miller, Jr. (Condicionalmente humano). A fuerza de asistir a cursos de literatura, el joven aspirante a escritor puede aprender a bloquear todos los impulsos naturales que tenga. Aprende a descartar la persistente vena ruin de J.D. Salinger, el plañidero sentimentalismo de tipo duro de Hemingway, la mala costumbre de Faulkner de interrumpir el sueño vívido y continuo abandonándose a la retórica, los manierismos de Joyce, la frialdad de Nabokov. Puede aprender que algunos escritores a los que creía bastante buenos, generalmente mujeres (Margaret Mitchell, Pearl Buck, Edith Wharton, Jean Rhys), son «en realidad» menores. Con el profesor apropiado puede aprender que la Iliada es un poema contra la guerra, que los Cuentos de Canterbury son 77
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de que tenían más cerebro y mejor corazón de lo que él creía.<br />
El deseo de dar lecciones morales a la gente es contrario a<br />
los más nobles impulsos de la ficción literaria.<br />
En el análisis final, lo que cuenta no es la filosofía del<br />
escritor (que, en todo caso, se dará a conocer por sí sola) sino<br />
la suerte que corren los personajes, lo que les ocurre al actuar<br />
con generosidad, terca honradez, mi<strong>ser</strong>ia moral o cobardía,<br />
en situaciones concretas. Lo que cuenta es la historia de los<br />
personajes.<br />
Del mismo modo que es fácil que el estudiante de literatura<br />
crea que él, su profesor y sus compañeros de clase son<br />
superiores a quienes no conocen a Ezra Pound, también lo es<br />
que se persuada a través de lo que oye en clase de que el<br />
«entretenimiento» es algo de muy escaso valor en la literatura,<br />
e incluso despreciable. Si se le adoctrina debidamente, al<br />
estudiante se le puede llegar a convencer de que ciertas obras<br />
consagradas cuya lectura desechaba al principio por considerarlas<br />
insulsas (algunos citarían como candidatas a esta<br />
condición Pedro el arador, de Langland, y Clarissa, de<br />
Richardson) son, en realidad, libros enormemente interesantes,<br />
a pesar de no <strong>ser</strong> entretenidos en sentido corriente, como<br />
puedan <strong>ser</strong>lo los Cuentos de Canterbury o Tom Jones, o la<br />
ciencia ficción de Walter M. Miller, Jr. (Condicionalmente<br />
humano). A fuerza de asistir a cursos de literatura, el joven<br />
aspirante a escritor puede aprender a bloquear todos los<br />
impulsos naturales que tenga. Aprende a descartar la persistente<br />
vena ruin de J.D. Salinger, el plañidero sentimentalismo<br />
de tipo duro de Hemingway, la mala costumbre de Faulkner<br />
de interrumpir el sueño vívido y continuo abandonándose a<br />
la retórica, los manierismos de Joyce, la frialdad de Nabokov.<br />
Puede aprender que algunos escritores a los que creía bastante<br />
buenos, generalmente mujeres (Margaret Mitchell, Pearl<br />
Buck, Edith Wharton, Jean Rhys), son «en realidad» menores.<br />
Con el profesor apropiado puede aprender que la Iliada es un<br />
poema contra la guerra, que los Cuentos de Canterbury son<br />
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