Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
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mientos de los personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda, la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción literaria. 3 Otro indicador del talento del novelista es la inteligencia, cierta clase de inteligencia, ni la del matemático ni la del filósofo, la del narrador, no menos sutil que la de éstos, pero no tan fácil de distinguir. Como otros tipos de inteligencia, la del narrador es en parte natural y en parte ejercitada. Se compone de varias cualidades, la mayoría de las cuales son, en la gente normal, señal de inmadurez o incivilidad: de ingenio (tendencia a hacer irrespetuosas asociaciones de ideas); de obstinación y tendencia al individualismo desabrido (rechazo de todo lo que la gente sensata sabe que es cierto); de puerilidad (manifiesta falta de seriedad y de objetivo en la vida, afición a fantasear y a decir mentiras fútiles, desfachatez, malicia, indigna propensión a llorar por nada); de una marcada tendencia a la fijación oral o a la anal, o a ambas (la oral patente en su inclinación a comer, beber, fumar y charlar en demasía; la anal, en su aprensiva pulcritud y su grotesca fascinación por los chistes verdes); de una capacidad de evocación eidética y una memoria visual notables (rasgos típicos del adolescente aún reciente y del retrasado mental); de una extraña mezcla de naturaleza juguetona y comprometedora seriedad, la última a menudo acrecentada por sentimientos irracionalmente intensos en favor o en contra de la religión; de menos paciencia 66
que un gato; de una vena socarrona despiadada; de inestabilidad psicológica; de temeridad, impulsividad e imprevisión; y, finalmente, de una inexplicable e incurable adicción a las historias, orales o escritas, buenas o malas. Naturalmente, no todos los escritores tienen exactamente estas mismas virtudes. Alguna que otra vez aparece alguno que no es anormalmente imprevisor. He descrito aquí, pensará el lector, un ser peligroso y de lo más peregrino. (De hecho, los buenos escritores casi nunca son peligrosos –punto que habrá que desarrollar, pero más adelante–.) Aunque el tono sea medio jocoso, esta descripción del escritor pretende ser precisa. Está claro que los escritores serían todos unos dementes si no fueran tan complicados psicológicamente («demasiado complejos», escribió un famoso psiquiatra en cierta ocasión, «para ceñirse a un tipo concreto de locura»); y algunos se vuelven locos de todos modos. Lo más sencillo cuando se trata de hablar de esta clase especial de inteligencia tal vez sea describir lo que se consigue con ella, lo que el joven novelista tendrá que estar tarde o temprano preparado para hacer. He dicho que los escritores son adictos a las historias, orales o escritas, buenas o malas. Naturalmente, no pretendo decir que no sepan distinguir entre las buenas y las malas, y debo añadir que las malas historias a veces les ponen furiosos. (Unos se enfadan más, otros menos; y los hay que en lugar de comenzar a bramar y a arrojar cosas, proyectan su furia hacia el interior de sí mismos y se hunden en un abatimiento de tintes suicidas,) La clase de novela que enoja a los buenos escritores no es la novela verdaderamente mala. La mayoría de los escritores ojearán sin duda un libro de cómics o una novela del Oeste, hasta una de enfermeras si les cae en las manos en la consulta del médico, y leerán sin darle importancia. Algunos leen con gusto novelas policiacas buenas y malas, ficción científica, dramones familiares ambientados en el Sur o en el Oeste, e incluso –y a lo mejor con gusto 67
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que un gato; de una vena socarrona despiadada; de inestabilidad<br />
psicológica; de temeridad, impulsividad e imprevisión;<br />
y, finalmente, de una inexplicable e incurable adicción a las<br />
historias, orales o escritas, buenas o malas. Naturalmente, no<br />
todos los escritores tienen exactamente estas mismas virtudes.<br />
Alguna que otra vez aparece alguno que no es anormalmente<br />
imprevisor.<br />
He descrito aquí, pensará el lector, un <strong>ser</strong> peligroso y de<br />
lo más peregrino. (De hecho, los buenos escritores casi nunca<br />
son peligrosos –punto que habrá que desarrollar, pero más<br />
adelante–.) Aunque el tono sea medio jocoso, esta descripción<br />
del escritor pretende <strong>ser</strong> precisa. Está claro que los escritores<br />
<strong>ser</strong>ían todos unos dementes si no fueran tan complicados<br />
psicológicamente («demasiado complejos», escribió un famoso<br />
psiquiatra en cierta ocasión, «para ceñirse a un tipo<br />
concreto de locura»); y algunos se vuelven locos de todos<br />
modos. Lo más sencillo cuando se trata de hablar de esta clase<br />
especial de inteligencia tal vez sea describir lo que se consigue<br />
con ella, lo que el joven <strong>novelista</strong> tendrá que estar tarde o<br />
temprano preparado para hacer.<br />
He dicho que los escritores son adictos a las historias,<br />
orales o escritas, buenas o malas. Naturalmente, no pretendo<br />
decir que no sepan distinguir entre las buenas y las malas, y<br />
debo añadir que las malas historias a veces les ponen furiosos.<br />
(Unos se enfadan más, otros menos; y los hay que en lugar<br />
de comenzar a bramar y a arrojar cosas, proyectan su furia<br />
hacia el interior de sí mismos y se hunden en un abatimiento<br />
de tintes suicidas,) La clase de novela que enoja a los buenos<br />
escritores no es la novela verdaderamente mala. La mayoría<br />
de los escritores ojearán sin duda un libro de cómics o una<br />
novela del Oeste, hasta una de enfermeras si les cae en las<br />
manos en la consulta del médico, y leerán sin darle importancia.<br />
Algunos leen con gusto novelas policiacas buenas y<br />
malas, ficción científica, dramones familiares ambientados en<br />
el Sur o en el Oeste, e incluso –y a lo mejor con gusto<br />
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