Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
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nervioso, su edad y su cultura nos llevan a la generalización inconsciente). En otras palabras, al acertar en el momento de seleccionar el detalle, el escritor sugiere sutilmente otros; el detalle revelador explica más de lo que dice. De ahí en adelante las imágenes se hacen más nítidas: en el balancín del porche, Wilson se mece lenta y concienzudamente –palabra inesperada que hace que la escena cobre vida al instante (los adverbios son o bien la herramienta más útil o la más inútil con que cuenta el novelista)– y a continuación, mejor aún: «Della sonriendo, tocando el suelo con sus piececitos sólo a la vuelta, ambos con aspecto de niños dóciles y discretos.» Sólo alguien capaz de la más aguda visión novelística advertiría dónde tocan el suelo los pies; sólo alguien con una mente penetrante sabe lo mucho que dice ese detalle acerca de cómo está sentada Della, de cuál es su estado de ánimo; y, sin embargo, Rhodes lo menciona sólo de pasada y sigue hasta llegar a la imagen cumbre: «como niños dóciles y discretos.» La primera línea del segundo párrafo, «Della tenía las manos tan pequeñas que le cabían en un tarro de boca pequeña», presenta un nuevo nivel técnico, como cuando un prestidigitador que ha estado haciendo trucos más bien corrientes demuestra de súbito lo buen mago que es. Importa, claro que sí, que los tarros formen parte del entorno rural de Della, pero eso es lo de menos. Ninguna afirmación de carácter general, como «Della tenía las manos pequeñas», podría equipararse en expresividad a esta imagen. Al leer, no dudamos de que haya mujeres adultas con las manos tan pequeñas (y eso que es dudoso); aceptamos la metáfora y todo lo que arrastra consigo: la delicadeza y el carácter casi infantiles de Della, la responsabilidad y dedicación con que trabaja (haciendo conservas), su virtuoso ensimismamiento, característica difícil de atribuir a nada de lo que Rhodes dice y, sin embargo, presente. Después de esto, estamos dispuestos a aceptar aseveraciones bastante extrañas: que sus alumnos 52
se esfuerzan por complacerla, que los niños dejan de llorar en sus brazos y que mujeres adultas e inteligentes creen en cierto modo que no tienen necesidad de llamarla cuando la necesitan. Y en este momento, justo cuando las cosas se ponen un poco místicas, Rhodes introduce otro detalle producto de la observación aguda: cuando quienes la recuerdan hablan de Della, «se les ensombrece la cara, y parece que hablen de parte de sí mismos». Para la gente mayor, en otras palabras, pensar en Della Montgomery es como pensar en sus maltrechos riñones, en sus ligeros dolores de pecho o en sus dedos artríticos. Lo que el buen ojo de Rhodes ha sabido captar es la peculiar similitud que hay entre las expresiones que la gente emplea al hablar, por un lado, de la juventud perdida y de la proximidad de la muerte y, por el otro, de sus sentimientos hacia la ausente Della. ¿Quién no pasaría apresuradamente la página para seguir leyendo? El ojo de Rhodes, como el de cualquier buen novelista, se muestra preciso tanto en los detalles literales (dónde se toca con los pies al mecerse en un balancín) como en las equivalencias metafóricas. Sentado en su estudio veinte años después, evoca con su imaginación el aspecto exacto de las cosas y encuentra la expresión precisa para lo que ve, expresión a veces literal (Wilson inclinado sobre el volante, los pies de Della mientras se balancea), a veces metafórica (que los dos son como niños dóciles y discretos, que la gente mayor, al hablar de Della, lo haga con la misma cara que al hablar de parte de sus vidas). Hay que tener en cuenta que el poder visual de la metáfora pueden utilizarlo tanto los novelistas como los poetas. Muchas veces es el mejor medio para captar un ademán o una actitud corporal (el hombre que avanza como un percherón cansado entre una muchedumbre hostil, el que se incorpora bruscamente y mira el despertador como un pollo sobresaltado). Rhodes, como muchos buenos escritores, confía en la metáfora en la misma medida, si no en mayor, que en la mención de detalles importantes. De todos modos, lo 53
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nervioso, su edad y su cultura nos llevan a la generalización<br />
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o la más inútil con que cuenta el <strong>novelista</strong>)– y a continuación,<br />
mejor aún: «Della sonriendo, tocando el suelo con sus<br />
piececitos sólo a la vuelta, ambos con aspecto de niños dóciles<br />
y discretos.» Sólo alguien capaz de la más aguda visión<br />
novelística advertiría dónde tocan el suelo los pies; sólo<br />
alguien con una mente penetrante sabe lo mucho que dice ese<br />
detalle acerca de cómo está sentada Della, de cuál es su estado<br />
de ánimo; y, sin embargo, Rhodes lo menciona sólo de pasada<br />
y sigue hasta llegar a la imagen cumbre: «como niños dóciles<br />
y discretos.»<br />
La primera línea del segundo párrafo, «Della tenía las<br />
manos tan pequeñas que le cabían en un tarro de boca<br />
pequeña», presenta un nuevo nivel técnico, como cuando un<br />
prestidigitador que ha estado haciendo trucos más bien corrientes<br />
demuestra de súbito lo buen mago que es. Importa,<br />
claro que sí, que los tarros formen parte del entorno rural de<br />
Della, pero eso es lo de menos. Ninguna afirmación de<br />
carácter general, como «Della tenía las manos pequeñas»,<br />
podría equipararse en expresividad a esta imagen. Al leer, no<br />
dudamos de que haya mujeres adultas con las manos tan<br />
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lo que arrastra consigo: la delicadeza y el carácter casi<br />
infantiles de Della, la responsabilidad y dedicación con que<br />
trabaja (haciendo con<strong>ser</strong>vas), su virtuoso ensimismamiento,<br />
característica difícil de atribuir a nada de lo que Rhodes dice<br />
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a aceptar aseveraciones bastante extrañas: que sus alumnos<br />
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