Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)

Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo) Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)

19.11.2014 Views

sugiere más emoción de la que el personaje ha expresado)–, el escritor puede caer en la trampa de desarrollar la situación de forma poco convincente. Éste es quizá el peor pecado de la mala novela: que el lector tenga la sensación de que se manipula a los personajes, de que se les obliga a hacer cosas que en realidad no harían. Puede que el mal escritor ni siquiera manipule a los personajes intencionadamente y, simplemente, no sepa qué harían porque no los ha observado con suficiente atención en su imaginación, no ha captado las sutiles reacciones emocionales que al escritor más cuidadoso le indican hacia dónde avanzará la acción. Porque la fuerza de la historia depende de ello y porque ha aprendido a enorgullecerse de plasmar las escenas con toda exactitud, el buen escritor escruta con absoluta concentración la escena recordada o imaginada, y a pesar de que la trama avanza con soltura y de que los personajes se comportan con auténtica y sorprendente independencia, al escritor no le importa dejar de escribir durante uno o dos minutos, o incluso durante un buen rato, para imaginar con toda precisión cómo ha de ser determinado objeto o ademán y encontrar las palabras justas para describirlo. En la novela reciente, David Rhodes constituye uno de los mejores ejemplos de esta capacidad. Léase atentamente lo siguiente: Los más mayores recuerdan a Della y Wilson Montgomery tan bien como si el domingo anterior, después de la cena que se improvisaba en la iglesia, éstos hubieran subido a su Chevrolet gris para volver a su casa de campo; Della sacando el brazo por la ventanilla para despedirse y Wilson, inclinado sobre el volante, conduciendo con las dos manos. Los recuerdan como si ayer mismo hubieran pasado en coche frente a la casa de piedra arenisca de los Montgomery y los hubieran visto sentados en el balancín del porche, Wilson meciéndolo lenta y concienzudamente atrás y adelante, Della sonriendo, tocando el suelo 50

con sus piececitos sólo a la vuelta, ambos con aspecto de niños dóciles y discretos. Della tenía las manos tan pequeñas que le cabían en un tarro de boca pequeña. Durante muchos años fue su única maestra y, excepto los más jóvenes, todos la tuvieron y desearon con todas sus fuerzas saberse bien la ortografía y la aritmética, para complacerla. No había niño que llorase que no se calmara en sus brazos. Entre las mujeres existía la creencia de que no hacía falta ir a buscar ayuda o consuelo en momentos de necesidad, porque Della lo notaba en el aire y acudía. Los viejos del lugar ya no hablan de ella, pero cómo se les ensombrece la cara, y parece que hablen de parte de sí mismos; no es sólo que Della forme parte de los tiempos pasados, sino que cuando ella y Wilson se hubieron ido, extrañaba que cualquier cosa de entonces siguiera siendo igual sin ellos *. El primer detalle visual de este pasaje, la cena improvisada, no merece especial mención: a cualquiera inmerso en nuestra cultura se le podría haber ocurrido y Rhodes no se extiende a ese respecto, aunque vale la pena incluirlo como manera rápida de caracterizar a Della y Wilson Montgomery. El «Chevrolet gris» es un poco más específico, ya que sugiere monotonía, normalidad, falta de pretensiones. Pero es en la siguiente imagen donde Rhodes comienza a imponerse: Della agitando el brazo, Wilson «inclinado sobre el volante, conduciendo con las dos manos». La imagen de Wilson, sin ser extraordinaria, es vívida y concreta; con ella sabemos que estamos ante un autor meticuloso, un autor en el que se puede confiar. En esa imagen vemos más que el mero hecho de que Wilson se incline sobre el volante y conduzca con ambas manos: vemos, sin saber por qué, la expresión de su rostro, algo sobre la edad que tiene; sabemos, sin preguntamos cómo, que lleva sombrero. (Los indicios de su miopía, su talante * David Rhodes, Rock Island Line (Nueva York: Harper & Row, 1975),pág.1 51

sugiere más emoción de la que el personaje ha expresado)–,<br />

el escritor puede caer en la trampa de desarrollar la situación<br />

de forma poco convincente. Éste es quizá el peor pecado<br />

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se manipula a los personajes, de que se les obliga a hacer<br />

cosas que en realidad no harían. Puede que el mal escritor<br />

ni siquiera manipule a los personajes intencionadamente y,<br />

simplemente, no sepa qué harían porque no los ha ob<strong>ser</strong>vado<br />

con suficiente atención en su imaginación, no ha captado<br />

las sutiles reacciones emocionales que al escritor más cuidadoso<br />

le indican hacia dónde avanzará la acción. Porque<br />

la fuerza de la historia depende de ello y porque ha aprendido<br />

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el buen escritor escruta con absoluta concentración la escena<br />

recordada o imaginada, y a pesar de que la trama avanza<br />

con soltura y de que los personajes se comportan con<br />

auténtica y sorprendente independencia, al escritor no le<br />

importa dejar de escribir durante uno o dos minutos, o<br />

incluso durante un buen rato, para imaginar con toda<br />

precisión cómo ha de <strong>ser</strong> determinado objeto o ademán y<br />

encontrar las palabras justas para describirlo.<br />

En la novela reciente, David Rhodes constituye uno de los<br />

mejores ejemplos de esta capacidad. Léase atentamente lo<br />

siguiente:<br />

Los más mayores recuerdan a Della y Wilson Montgomery<br />

tan bien como si el domingo anterior, después de la cena que<br />

se improvisaba en la iglesia, éstos hubieran subido a su Chevrolet<br />

gris para volver a su casa de campo; Della sacando el brazo<br />

por la ventanilla para despedirse y Wilson, inclinado sobre el<br />

volante, conduciendo con las dos manos. Los recuerdan como<br />

si ayer mismo hubieran pasado en coche frente a la casa de<br />

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