Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
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y el externo. Quienes demuestran un amor desmesurado por las palabras como tales pertenecen a un tipo temperamental tan determinado, al menos a grandes rasgos, que se les puede reconocer casi a primera vista. Se diría que las palabras inevitablemente nos distancian de la realidad estricta que simbolizan (de los árboles reales, las piedras reales, de los berreos reales de un niño) y a la que, en nuestros procesos mentales, tienden a reemplazar. Así lo afirman al menos los filósofos como Hobbes, Nietzsche y Heidegger, y nuestra experiencia con los aficionados a los juegos de palabras parece confirmar esta opinión. Cuando alguien, en un contexto social, hace un juego de palabras, ninguno de quienes lo oyen puede dudar –por más que le guste el chiste y admire a su autor– de que lo que éste ha hecho ha sido desligarse momentáneamente de lo que le rodea y establecer relaciones que no se le habrían ocurrido de haber estado inmerso en la situación que ha provocado su ocurrencia. Por ejemplo, si estuviéramos admirando la colección de obras de arte de una familia llamada Cheuse y alguien comentara: «¡Los mendigos no pueden ser Cheuse!»,* sabríamos inmediatamente que el autor del comentario no estaba contemplando con detenimiento y admiración el paisaje de Turner que tenía ante sí. El devoto de las palabras puede llegar a ser un poeta, autor de crucigramas o jugador de Scrabble excelente; puede llegar a escribir algo semejante a una novela, que alabe un selecto grupo de admiradores; pero difícilmente se convertirá en un novelista de primer orden. Por varias razones (primero, a causa de su personalidad, que le lleva a apartarse de lo crudo de la existencia), no es * Juego de palabras intraducible basado en el dicho inglés que corresponde a nuestro «a caballo regalado no se le mira el diente» (beggars cannot be choosers —«los mendigos no pueden escoger»–) y en la homofonía entre el apellido en cuestión pluralizado, como debe hacerse en lengua inglesa al nombrar colectivamente a una familia, que es lo que permite al autor del comentario decir lo que figura en el texto original: "¡Beggars can't be Cheuses!» (N. del T.). 34
probable que al fanático de las palabras le apasionen las novelas corrientes. El incondicional compromiso que la novela contrae con el mundo –los miles de detalles que confieren vida al personaje, la mantenida fascinación por la charla informal que envuelve las vidas de los seres imaginarios, la ingenua importancia de lo que ocurrió después y del tiempo que hacía ese día– todo esto, al fanático de las palabras le parecerá estúpido y tedioso, le aburrirá. Y, ¿quién está dispuesto a pasarse días, semanas y años imitando algo, la existencia en este caso, que ya de entrada no le gusta? Al fanático de las palabras pueden gustarle algunos novelistas muy especializados e intelectualizados (Stendhal, Flaubert, Robbe-Grillet, el Joyce de Finnegans Wake, posiblemente Nabokov), pero probablemente sólo admirará por sus cualidades secundarias a novelistas cuya fuerza principal radica en la fidelidad con que reproducen la turbulenta realidad (Dickens, Stevenson, Tolstoi, Melville, Bellow). Con todo esto no pretendo decir que la persona interesada principalmente en quienes demuestran habilidad lingüística esté incapacitada para apreciar los buenos libros cuyas principales virtudes son sus personajes y la acción; ni que, a causa de su propensión a distanciarse de la realidad, lo esté también para querer a su mujer y a sus hijos. Sólo digo que el grado de admiración que despierta en él la novela clásica probablemente no bastará para impulsarle a seguir la tradición. Si tiene la suerte de vivir una época aristocrática o si consigue encontrar refugio en un selecto círculo de estetas –un enclave amurallado del que queda excluido el grueso de la humanidad–, este artesano exquisito quizá pueda dedicase a crear sus prodigios de singularidad. Pero en una época democrática, abastecida sobre todo por editores con objetivos eminentemente comerciales, sólo logrará seguir adelante si demuestra una fidelidad a sí mismo y una tenacidad extraordinarias. Quizá reconozcamos todos (pero también puede que no sea así) que la especializadísima ficción que escribe tiene valor; 35
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novelas corrientes. El incondicional compromiso que la novela<br />
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que hacía ese día– todo esto, al fanático de las palabras le<br />
parecerá estúpido y tedioso, le aburrirá. Y, ¿quién está<br />
dispuesto a pasarse días, semanas y años imitando algo, la<br />
existencia en este caso, que ya de entrada no le gusta? Al<br />
fanático de las palabras pueden gustarle algunos <strong>novelista</strong>s<br />
muy especializados e intelectualizados (Stendhal, Flaubert,<br />
Robbe-Grillet, el Joyce de Finnegans Wake, posiblemente<br />
Nabokov), pero probablemente sólo admirará por sus cualidades<br />
secundarias a <strong>novelista</strong>s cuya fuerza principal radica<br />
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(Dickens, Stevenson, Tolstoi, Melville, Bellow). Con todo<br />
esto no pretendo decir que la persona interesada principalmente<br />
en quienes demuestran habilidad lingüística esté incapacitada<br />
para apreciar los buenos libros cuyas principales<br />
virtudes son sus personajes y la acción; ni que, a causa de su<br />
propensión a distanciarse de la realidad, lo esté también para<br />
querer a su mujer y a sus hijos. Sólo digo que el grado de<br />
admiración que despierta en él la novela clásica probablemente<br />
no bastará para impulsarle a seguir la tradición. Si<br />
tiene la suerte de vivir una época aristocrática o si consigue<br />
encontrar refugio en un selecto círculo de estetas –un enclave<br />
amurallado del que queda excluido el grueso de la humanidad–,<br />
este artesano exquisito quizá pueda dedicase a crear sus<br />
prodigios de singularidad. Pero en una época democrática,<br />
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