Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)

Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo) Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)

19.11.2014 Views

uenas notas del profesor. Una de las virtudes del joven escritor de calidad es el deseo que tiene de que a «la gente» le guste lo que escribe –a algún director literario que no le conozca, a alguien que, en algún lugar remoto, haya leído su libro por casualidad–. Quizá no sea del todo justificado pedirle al profesor de literatura creativa que se esfuerce por conseguir que sus alumnos más competentes puedan publicar; ya tiene bastante que hacer, mucho más que el profesor convencional, que mientras imparta sus clases y corrija exámenes dos o tres veces cada curso, puede dedicar el resto de su tiempo a pescar. (Lo digo porque he probado ambas cosas.) No obstante, el profesor debería reconocer que el del estudiante es un deseo legítimo y saludable; y si lo que ha escrito tiene realmente calidad para ser publicado, el profesor no debe menospreciar los deseos de su alumno. Hay renombrados profesores de literatura creativa –el novelista Robert Coover, por ejemplo–, que son famosos por la energía y el relativo éxito con que empujan para que las editoriales que se dedican a ello publiquen lo que escriben sus alumnos. Puesto que los estudiantes necesitan seguridad en sí mismos para poder escribir algo, y publicar de la mano de alguien con prestigio es una de las maneras de conseguirla, el profesor hace bien en ofrecer toda la ayuda y el estímulo que puede. Pero entre todas las cosas que el estudiante tiene que aprender si quiere llegar a ser escritor profesional, no hay nada más eficaz para mantenerse a flote que conocer los mecanismos de la edición, así que bien puede empezar a aprenderlos en la universidad. En ciertos aspectos, el joven escritor quizá necesita tanta orientación en este aspecto como en su aprendizaje como escritor. Puede ocurrir que las explicaciones con que se acompañan las negativas a publicar algo sean acertadas y útiles para el escritor, pero lo más probable, aun proviniendo de las publicaciones más respetadas, es que pequen de ligereza. Yo he visto a algún redactor jefe quejarse del «simbolismo excesivamente evidente» de un 142

elato que a nadie le habría parecido simbólico, y recomendar que se suprimiera lo que cualquier lector cuerdo hubiera considerado el mejor momento del texto. El director literario puede tachar de sentimental una narración que yo calificaría de auténticamente conmovedora; o, tras haberse limitado a hojear lo que se le ha presentado, quejarse de que el argumento es confuso cuando en realidad está claro como la luz del día. Desde luego, el mero hecho de recibir una carta de un director literario es señal de que cierto interés tiene –demuestra que su concepto del escritor no le permite enviarle simplemente una negativa formularia–, pero hay que aprender a no tomarse demasiado en serio estas cartas. Para el joven escritor, no es cosa fácil. El director literario tiene poder; y seguro que es inteligente. Y lo que ha leído le ha gustado lo bastante como para enviar una carta de su puño y letra; a lo mejor bastarán unos cuantos cambios –aunque parezcan absurdos– para que acepte publicarlo. El escritor sigue enviando sus originales, y sigue y sigue, y no hace más que recibir negativas, manuscritas o impresas, hasta que llega un momento en que, como muchos otros tan prometedores como él, desiste. Sus profesores y compañeros de clase le alababan, su mujer no entiende las negativas; pero la desesperación del escritor se impone. Es algo terrible pasarse cinco o incluso diez años escribiendo y que nadie acepte lo que se ha escrito. (Lo sé por experiencia.) Así que, al final, otro buen escritor que se pierde. (Que a nadie se le ocurra hacer caso a quienes dicen que todo buen escritor acaba consiguiendo publicar.) En tan precaria situación, cuando está a punto de renunciar, el escritor necesita tres cosas: la seguridad, confirmada por alguien cuya opinión respete, de que lo que escribe tiene calidad para ser publicado; una idea clara de cómo funciona el mundo editorial, para que la situación le afecte lo menos posible; y todo el respaldo posible por parte de sus profesores y amigos. Y hay otra cosa que, desde luego, no le perjudicará: un «contacto», un escritor, 143

elato que a nadie le habría parecido simbólico, y recomendar<br />

que se suprimiera lo que cualquier lector cuerdo hubiera<br />

considerado el mejor momento del texto. El director literario<br />

puede tachar de sentimental una narración que yo calificaría<br />

de auténticamente conmovedora; o, tras haberse limitado a<br />

hojear lo que se le ha presentado, quejarse de que el argumento<br />

es confuso cuando en realidad está claro como la luz<br />

del día. Desde luego, el mero hecho de recibir una carta de<br />

un director literario es señal de que cierto interés tiene<br />

–demuestra que su concepto del escritor no le permite enviarle<br />

simplemente una negativa formularia–, pero hay que aprender<br />

a no tomarse demasiado en <strong>ser</strong>io estas cartas. <strong>Para</strong> el joven<br />

escritor, no es cosa fácil. El director literario tiene poder; y<br />

seguro que es inteligente. Y lo que ha leído le ha gustado lo<br />

bastante como para enviar una carta de su puño y letra; a lo<br />

mejor bastarán unos cuantos cambios –aunque parezcan<br />

absurdos– para que acepte publicarlo.<br />

El escritor sigue enviando sus originales, y sigue y sigue,<br />

y no hace más que recibir negativas, manuscritas o impresas,<br />

hasta que llega un momento en que, como muchos otros tan<br />

prometedores como él, desiste. Sus profesores y compañeros<br />

de clase le alababan, su mujer no entiende las negativas; pero<br />

la desesperación del escritor se impone. Es algo terrible<br />

pasarse cinco o incluso diez años escribiendo y que nadie<br />

acepte lo que se ha escrito. (Lo sé por experiencia.) Así que,<br />

al final, otro buen escritor que se pierde. (Que a nadie se le<br />

ocurra hacer caso a quienes dicen que todo buen escritor acaba<br />

consiguiendo publicar.) En tan precaria situación, cuando está<br />

a punto de renunciar, el escritor necesita tres cosas: la<br />

seguridad, confirmada por alguien cuya opinión respete, de<br />

que lo que escribe tiene calidad para <strong>ser</strong> publicado; una idea<br />

clara de cómo funciona el mundo editorial, para que la<br />

situación le afecte lo menos posible; y todo el respaldo posible<br />

por parte de sus profesores y amigos. Y hay otra cosa que,<br />

desde luego, no le perjudicará: un «contacto», un escritor,<br />

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