Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
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me gustaba la historia, mi alumno suspiró aliviado y me confesó que a él tampoco. Según él, a algunos verbos les faltaba intensidad, pero al intentar cambiarlos por otros más gráficos, le había parecido que llamaban indebidamente la atención. Llegado este punto me di cuenta de que yo no había seguido el razonamiento correcto. El estudiante en cuestión era sin duda un escritor dotado, perfectamente consciente de lo que hacía y que sinceramente buscaba la ayuda de un profesor cuyos criterios eran casi tan aplicables a su trabajo como las reglas del pinochle o el juramento del gladiador. Solemos olvidar que nuestros criterios estéticos son en buena medida proyecciones de nuestra personalidad, nuestra coraza protectora, o de nuestras ilusiones con respecto al mundo. Si la estética tiene leyes objetivas, no todas son aplicables a cualquier circunstancia y, en definitiva, ninguna de ellas guarda relación con la finalidad. Se puede argüir, como he hecho yo siempre, que –hablando en términos descriptivos– la ficción que perdura suele ser «moralizadora», esto es, que contiene el mínimo de manipulación cínica y suele llegar a afirmaciones favorables a la vida antes que opuestas a ella. Tomando esto como base, se puede argüir que, en general, es desacertado que el escritor transmita desesperación y nihilismo cuando no los siente de verdad. No se puede argüir que la finalidad del escritor tenga que ser escribir ficción moralizadora, o de cualquier otra clase; ni siquiera, que tenga que ser escribir algo bonito o agradable, o incluso honrado o que interese a todos. Puede ocurrir que determinado escritor desee establecer dichos criterios; pero en la medida en que pretende ser profesor, tiene que dar cabida a la rebelión inteligente. En un mal taller, el profesor impide que el alumno ejerza su sentido crítico. Éste es el gran peligro de las clases en las que el profesor no sólo es buen escritor sino que, en el aspecto pedagógico, se muestra hábil y elocuente, capaz de plantear problemas narrativos o estilísticos, de resolverlos y 126
de exponer con claridad sus procesos mentales a sus alumnos. Esta manera de enseñar implica una relación estrecha entre el profesor y el alumno; no basta con que el primero apunte una observación ocasional en el escrito del estudiante, sino que debe examinar con minuciosidad cada uno de los trabajos de éste, procurando siempre que no se le escapen ni las virtudes del relato ni sus defectos. El que la buena predisposición del profesor pueda impedir el progreso del estudiante, el que la virtud de enseñar a los alumnos maneras de evaluar y corregir su forma de escribir se pueda transformar en el defecto de convertirlos, como escritores, en reproducciones idénticas del profesor es una cuestión delicada que tanto éste como los estudiantes deben tener muy en cuenta. Para mí, el profesor de literatura auténticamente bueno no sólo cumple con las clases que tiene asignadas sino que dedica media o una hora a la semana aproximadamente a cambiar impresiones con cada alumno por separado, a dar clases individuales, como un profesor de violín. En ellas el profesor, basándose en la lógica inherente a la forma de escribir del alumno y no en sus preferencias personales, analiza exhaustivamente el trabajo de éste y le hace ver lo que está bien y lo que no, y lo que ha de hacer para corregir lo último. Ésta no es una cuestión de opinión o de percepción individual. En toda historia hay cosas que hay que mostrar por medio de la acción –por regla general, todo lo que sea indispensable para el desarrollo de la misma– y otras que se pueden resumir o dejar implícitas. Por ejemplo, si un hombre ha de pegar a su perro, no basta con que el escritor nos diga que el hombre tiene tendencia a ser violento o que el perro le molesta: tenemos que ver por qué el hombre tiene tendencia a ser violento, y tenemos que ver que el perro le molesta. A veces es difícil que el joven escritor sepa qué es lo que hay que presentar por medio de la acción y cómo hacerlo. No hay nada más fácil que decirle al alumno con qué 127
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Esta manera de enseñar implica una relación estrecha<br />
entre el profesor y el alumno; no basta con que el primero<br />
apunte una ob<strong>ser</strong>vación ocasional en el escrito del estudiante,<br />
sino que debe examinar con minuciosidad cada uno de los<br />
trabajos de éste, procurando siempre que no se le escapen<br />
ni las virtudes del relato ni sus defectos. El que la buena<br />
predisposición del profesor pueda impedir el progreso del<br />
estudiante, el que la virtud de enseñar a los alumnos maneras<br />
de evaluar y corregir su forma de escribir se pueda transformar<br />
en el defecto de convertirlos, como escritores, en<br />
reproducciones idénticas del profesor es una cuestión delicada<br />
que tanto éste como los estudiantes deben tener muy<br />
en cuenta. <strong>Para</strong> mí, el profesor de literatura auténticamente<br />
bueno no sólo cumple con las clases que tiene asignadas<br />
sino que dedica media o una hora a la semana aproximadamente<br />
a cambiar impresiones con cada alumno por separado,<br />
a dar clases individuales, como un profesor de violín. En<br />
ellas el profesor, basándose en la lógica inherente a la forma<br />
de escribir del alumno y no en sus preferencias personales,<br />
analiza exhaustivamente el trabajo de éste y le hace ver lo<br />
que está bien y lo que no, y lo que ha de hacer para corregir<br />
lo último. Ésta no es una cuestión de opinión o de percepción<br />
individual. En toda historia hay cosas que hay que mostrar<br />
por medio de la acción –por regla general, todo lo que sea<br />
indispensable para el desarrollo de la misma– y otras que<br />
se pueden resumir o dejar implícitas. Por ejemplo, si un<br />
hombre ha de pegar a su perro, no basta con que el escritor<br />
nos diga que el hombre tiene tendencia a <strong>ser</strong> violento o que<br />
el perro le molesta: tenemos que ver por qué el hombre<br />
tiene tendencia a <strong>ser</strong> violento, y tenemos que ver que el<br />
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