Gardner, John - Para ser novelista (Ensayo)
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el que se dude que se pueda enseñar a escribir tiene también, creo yo, causas históricas, al menos en parte. Antiguamente, las escuelas de pintura y de música cumplían directamente funciones religiosas y políticas, cosa que no ocurría con la poesía o la ficción. Porque la Iglesia y la ciudad-estado de Florencia necesitaban el arte de Giotto, Giotto enseñaba sus métodos; sus casi contemporáneos Dante y Boccaccio se dedicaban, respectivamente, a la política y a la enseñanza de la literatura. Sea como fuere, en los últimos veinte o treinta años, como consecuencia de la creación de los cursos de literatura creativa en los Estados Unidos, se han comenzado a sentar las bases de la pedagogía de dicho arte y cada año que pasa, el nivel de enseñanza mejora. Hay quien deplora este hecho por considerarlo la razón principal de la monotonía que reina en el actual panorama poético y novelístico, y no hay duda de que algo de cierto hay en eso. Pero a mí me parece que, al menos en el aspecto técnico, la novela nunca ha gozado de mejor salud. Probablemente, lo más cierto es que en cada época aparece sólo un número escaso de genios, y que enseñar a los escritores a no cometer equivocaciones –a evitar vaguedades o torpezas que afectan a la continuidad y el verismo de la visión que genera su obra en la mente del lector– no tiene nada que ver con lo interesante u original que sea como persona. Quizá el gran peligro del que debe guardarse quien asiste a un buen curso de literatura creativa es la posibilidad de que los conocimientos teóricos y técnicos que se adquieren le resten personalidad y predisposición a arriesgarse. Los malos talleres de literatura creativa tienen una o más características comunes. Si el estudiante las observa en el taller que ha escogido, debe abandonar el curso. En un mal taller, el profesor permite e incluso fomenta el ataque. Lo normal en las clases es que cada alumno lea un relato propio (que generalmente habrá revisado de antemano con el profesor), y que después los demás alumnos y el 120
profesor lo comenten. En un buen taller, el profesor procura crear un ambiente de benevolencia y evitar que haya competitividad y agresividad. Si la clase está bien llevada, los compañeros de clase de quien ha leído su relato no comienzan exponiendo cómo lo habrían escrito ellos o dando rienda suelta a sus prejuicios sobre lo que está bien o no lo está; dicho de otro modo, no empiezan por corregir la historia creando otra o exigiendo un estilo distinto. Intentan comprender y apreciar la historia tal como ha sido escrita. Dan por supuesto, aun cuando lo duden para sus adentros, que el relato ha sido construido con minuciosidad e inteligencia y que sus rarezas han de tener alguna justificación. Y si no comprenden por qué la historia es como es, hacen preguntas al respecto. Uno de los defectos de quienes estudian con malos profesores es la costumbre de apresurarse a decidir que lo que ellos no han logrado comprender no tiene sentido. Decir: «No he entendido esto o lo otro», en lugar de espetar: «Esto o lo otro no tiene sentido», es una demostración de seguridad en uno mismo y de buena voluntad. Es del género estúpido esconder la propia perplejidad y atacar lo que no se ha captado. Los inteligentes admiten su desconcierto (ninguna recompensa aguarda en el cielo a quienes afectan infalibilidad), y cuando se les explica la cuestión dudosa, o se ríen de sí mismos por no haber caído o bien explican por qué no la entendían, lo cual permite al autor ver por qué no había conseguido expresar lo que pretendía. La crítica que se hace en un buen taller, en otras palabras, es como la buena crítica en general. Cuando leemos algo públicamente aceptado como gran obra de arte, intentamos comprender, si tenemos capacidad para ello, por qué la gente inteligente, entre la que se incluye el autor, considera que aquello tiene valor estético. En un buen taller de literatura se aprende a reconocer que, por malo que algo parezca a primera vista, el autor ha invertido una notable cantidad de horas en pensar en ello y escribirlo, y que éste merece ser 121
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profesor lo comenten. En un buen taller, el profesor procura<br />
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compañeros de clase de quien ha leído su relato no comienzan<br />
exponiendo cómo lo habrían escrito ellos o dando rienda<br />
suelta a sus prejuicios sobre lo que está bien o no lo está;<br />
dicho de otro modo, no empiezan por corregir la historia<br />
creando otra o exigiendo un estilo distinto. Intentan comprender<br />
y apreciar la historia tal como ha sido escrita. Dan por<br />
supuesto, aun cuando lo duden para sus adentros, que el relato<br />
ha sido construido con minuciosidad e inteligencia y que sus<br />
rarezas han de tener alguna justificación. Y si no comprenden<br />
por qué la historia es como es, hacen preguntas al respecto.<br />
Uno de los defectos de quienes estudian con malos profesores<br />
es la costumbre de apresurarse a decidir que lo que ellos no<br />
han logrado comprender no tiene sentido. Decir: «No he<br />
entendido esto o lo otro», en lugar de espetar: «Esto o lo otro<br />
no tiene sentido», es una demostración de seguridad en uno<br />
mismo y de buena voluntad. Es del género estúpido esconder<br />
la propia perplejidad y atacar lo que no se ha captado. Los<br />
inteligentes admiten su desconcierto (ninguna recompensa<br />
aguarda en el cielo a quienes afectan infalibilidad), y cuando<br />
se les explica la cuestión dudosa, o se ríen de sí mismos por<br />
no haber caído o bien explican por qué no la entendían, lo<br />
cual permite al autor ver por qué no había conseguido<br />
expresar lo que pretendía.<br />
La crítica que se hace en un buen taller, en otras palabras,<br />
es como la buena crítica en general. Cuando leemos algo<br />
públicamente aceptado como gran obra de arte, intentamos<br />
comprender, si tenemos capacidad para ello, por qué la gente<br />
inteligente, entre la que se incluye el autor, considera que<br />
aquello tiene valor estético. En un buen taller de literatura<br />
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