Teoría e Imagen - José Luis González Recio

• Hace tres siglos, Carolina de Ansbach, Princesa de Gales, recibió
una carta de Leibniz, advirtiéndole que en su reino cierto científico
─Newton─ proponía un sistema del mundo que podía inclinar al
ateísmo. Newton encomendó a su discípulo Clarke que diese una
contundente respuesta a Leibniz. Se inició, con ello, uno de los
intercambios epistolares más notables en la historia de la filosofía y
de la ciencia. Los temas disputados no fueron otros ─además del
concepto de Dios─ que los que se referían a las nociones de
espacio, tiempo, materia, forma y movimiento. Newton entendía el
espacio y el tiempo como realidades absolutas e independientes de
la existencia de la materia o el universo. Habían existido siempre en
la ilimitada eternidad de Dios. Leibniz los concebía como meras
relaciones de coexistencia entre los cuerpos (relaciones
espaciales), o simples relaciones de sucesión entre los fenómenos
(relaciones temporales). El primero creía, pues, que espacio y
tiempo fueron anteriores al mundo y continuarían existiendo aunque
éste desapareciera. El segundo pensaba que sólo nacieron cuando
el mundo fue creado y que están llamados a desaparecer con él.
Llevemos el problema a un contexto menos dramático: el de una
partitura musical o, por decirlo mejor, el de la melodía que contiene
simbólicamente. No hay duda de que los silencios incrustados en
cualquier compás poseen expresividad y significado estético.