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dumbre dio un paso adelante y otra voz diferente se alzó en el aire:<br />
-¡Tú eres el que acabó con la vida de la musa!<br />
Esa noticia golpeó mi cabeza del mismo modo que un herrero machaca el<br />
cobre. Me arrodillé. El odio me volvió a embargar, las lágrimas recorrían mi rostro,<br />
me repugnaba. Si pudiese volver a matarme lo haría, y ahora sin duda ni demora<br />
ya que no cometí un asesinato cualquiera. Decidí alzarme y tratar de demostrar mi<br />
inocencia, pues siempre conté con el poder de la verdad: que no había sido más<br />
que un terrible y desafortunado accidente y lo haría con orgullo aunque con el corazón<br />
encogido por el odio que sentía hacia mi persona.<br />
- Amigos, sé que lo que hice fue horrible, me repugno y ahora me detesto más<br />
aún al saber el origen divino de mi víctima, porque no sólo me he condenado a mí<br />
por partida doble, sino que he condenado a los artistas. Pido clemencia y perdón y<br />
os contaré cómo ocurrió.<br />
Yo en vida era un artista fracasado, mis obras no atraían a la belleza, eran<br />
mediocres, ni siquiera eran bellas para alimentar los fuegos del hogar, pero eso<br />
tiene una explicación, yo era una persona ruin y mezquina, era de alma detestable,<br />
pero un día mientras trabajaba en el taller, recibí una visita inesperada, abrí la puerta<br />
y tras ella había una mujer más hermosa que el amanecer. Sin mediar palabra<br />
entró en mi taller y se sentó en una pequeña silla. Traté de que me dijese qué hacía<br />
allí, pero no medió palabra. Tras haberlo intentado, hice caso omiso y seguí con mi<br />
trabajo, aunque cada poco tiempo me giraba para contemplar su belleza que rivalizaba<br />
con la de Afrodita. Su tierno semblante me transmitía una cordialidad y tranquilidad<br />
inmensas, pero en un fatídico momento me giré y descubrí que se había<br />
marchado. Entristecido, dejé mi trabajo y me acosté.<br />
Al día siguiente cuando iba a continuar con mi escultura vi que era hermosa,<br />
perfecta, bella, no tenía comparación con ninguna otra de mis pésimas obras, parecía<br />
hecha por la mano de un dios. Emocionado y con el corazón henchido de orgullo<br />
y felicidad comencé a trabajar. Al final de la jornada había hecho arte, por primera<br />
vez en mi patética vida había hecho algo digno de llamarse arte. A los pocos<br />
días, otra vez, durante la noche, golpearon mi puerta.<br />
La abrí contento y vislumbré aquella hermosa<br />
cabellera aterciopelada y radiante como el mismísimo<br />
Helios. La dejé pasar, le cedí una silla decente,<br />
la agasajé con mis mejores manjares, pero hizo lo<br />
mismo que en la anterior visita, mirarme. Me volví furioso<br />
hacia ella y le pregunté que qué era lo que deseaba de mí.<br />
Ella respondió con una voz dulce como la miel, suave como<br />
el tacto de las plumas. En ese momento incluso me asusté,<br />
sabía que era perfecta, pero no tanto. La miré a los ojos,<br />
unos hermosos ojos dignos de ser comparados con las<br />
esmeraldas más perfectas, que transmitían una inteligencia<br />
brillante como la de la misma Atenea. Sentí una sensación<br />
que me embargaba al volver a verla, era amor, algo<br />
que nunca había sentido antes, algo que me estaba<br />
maravillando, algo dulce, pasional. Ella me pidió algo<br />
insólito, me pidió a mí, al peor escultor de toda Grecia,<br />
que hiciese una escultura suya. Me quedé patidifuso.<br />
Sin dudarlo acepté el trabajo. Me dijo que vendría todos<br />
los días por la noche para seguir con la escultura.<br />
Día tras día esperaba con impaciencia el sonido de sus<br />
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