JORNADAS NACIONALES DE ÃTICA 2009 - UCES
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El a priori de la conflictividad caso es que solo en la simultaneidad de ambas operaciones se comporta ella en su modo auténtico. Confianza y desconfianza no pueden constituir por lo tanto una relación contradictoria, como podría parecer. Una confianza extrema es tan irracional como una extrema desconfianza. Confiar en todo es ingenuidad pueril e irresponsable; desconfiar de todo equivale a una clausura paralizante. La auténtica racionalidad tiene que expresarse mediante un peculiar oxímoron: una confianza desconfiada o una desconfianza confiada. Confianza y desconfianza son actitudes complejas y que admiten grados diversos de operación, y que, por lo mismo, no solo no son totalmente incompatibles, sino que determinan la búsqueda racional de convergencia. Esto vale, creo, tanto para la función teórica como para la función práctica de la razón: tanto para la producción de conocimiento como para la guía de la acción. Es este segundo aspecto el que aquí me interesa. En su carácter de proveedora de “principios a priori”, es decir, de fundamentos, es la razón práctica una instancia anticonflictiva por excelencia. “Guiar” la acción humana es ayudarla a dar cuenta de los conflictos por las que dicha acción inexorablemente atraviesa. Para la razón fundamentadora nada hay, en la praxis, más importante que evitar un conflicto que puede evitarse o resolverlo si puede resolverse. Más aún: ese “lado” de la razón incluye la disposición incluso a disolver conflictos, es decir, a eliminar una de las partes en conflicto, o subordinarla a la otra. La teoría de la razón en que he venido, desde hace varios decenios, sustentando mi propuesta de una “ética convergente” concibe que en la dimensión fundamentadora de la razón la anticonflictividad es constitutiva. Esto determina la ilusión, la falsa convicción, la ilimitada confianza de que puede salir siempre airosa en su manejo de los conflictos. Proyectada a la realidad social y política, representa la confianza “ilustrada” de la razón en sí misma, lo cual suele derivar en la instalación de regímenes políticos autoritarios o totalitarios. Toda unilateralización es tergiversadora, y lo mismo ocurre cuando viene por el lado de la otra dimensión, la crítica, que, si ejerce el monopolio, deriva en posturas escépticas o relativistas. La convergencia entre las dos dimensiones es posible porque la crítica no representa una postura contradictoria con la fundamentación: no es -bien entendida- un panegírico de la conflictividad, sino simplemente una percatación y asunción de la misma. Al hablar de la bidimensionalidad de la razón trato de acentuar su paradójica bifuncionalidad, y de distinguirla de otra bifuncionalidad que también es propia de la razón: la correspondiente a lo que desde Kant se alude cuando se contraponen los términos “razón teórica” y “razón práctica”. En ambos casos la razón conserva, a mi juicio, su carácter de facultad única. Lo que llamo “dimensión fundamentadora” es la necesidad racional de dar respuestas a las preguntas “por qué”. Entiendo que, en definitiva, los “principios” 630
Ricardo Maliandi son los criterios más generales para dichas respuestas. Pero, y sobre todo en el ámbito de la praxis, esa dimensión equivale a aprobación del orden y la armonía, y, correspondientemente, desaprobación del desorden y del conflicto, mientras que la dimensión “crítica” es una especie de “estar en guardia” frente a las propuestas de la dimensión fundamentadora, una peculiar desconfianza -como ya apunté- en toda fundamentación, y cuando se trata de cuestiones prácticas, una peculiar desconfianza en la capacidad de la razón para evitar o resolver conflictos. Pensar la crítica como actitud preconizadora o enaltecedora de la conflictividad sería malentenderla. La crítica reconoce la conflictividad, no en el sentido de celebrarla, sino en el de ponerla al descubierto, de oponerse a que se la disimule o se la enmascare (tendencia que, en cambio, es propia de la fundamentación). La crítica es, como lo remarcó Kant suficientemente, admisión de los límites de la razón. Desde la crítica se percibe lo que suele pasar inadvertido a la fundamentación: la gran complejidad y, en conexión con esta, la inevitable conflictividad de lo real. Esa percepción es tan importante para la razón como lo es la búsqueda de fundamentos. Lo irracional es lo arbitrario, pero se puede, justamente, ser arbitrario de dos maneras: por falta de fundamentación o por falta de crítica. Ahora bien, donde falta la capacidad para advertir la importancia de los fundamentos, se pierde también la racional repugnancia por lo conflictivo, y, en consecuencia, se quebranta o se abandona el impulso dirigido a resolver o minimizar los conflictos; y donde falta la comprensión de la inevitabilidad de los conflictos, se tiende a construir armonías artificiales y a la peligrosa ilusión de liquidar toda conflictividad. Arbitrariedad equivale a razón unilateral. Tan arbitrario es el “fundamentalismo” como el escepticismo moral, aunque parezcan oponerse entre sí. También podría decirse que se oponen de un modo similar al de la oposición lógica de los enunciados contrarios (no pueden ser ambos verdaderos, pero pueden ser ambos falsos, a diferencia de la de los enunciados contradictorios, en la que siempre hay uno verdadero y otro falso). En este caso son ambos éticamente inadecuados. Sus resultados son similares: la razón unilateral no puede dar respuestas adecuadas frente a los conflictos. Vista la cuestión desde otro ángulo, puede decirse que la ética convergente se opone a la concepción según la cual fundamentación y conflictividad son incompatibles. El intento de fundamentar normas o valoraciones conserva su sentido aunque se reconozca que los conflictos son, en general, inevitables, y una fundamentación, por más coherente que sea, no brinda una panacea contra los conflictos. La convergencia entre las dimensiones de la razón implica dos o tres conceptos que -lo admito- pueden, y de hecho suelen, suscitar discrepancia y resistencia: el “a priori de la conflictividad” y la posibilidad de “cumplimientos graduales” de los principios éticos. Esto último va unido a una tercera noción: la de la “incomposibilidad de los óptimos”. La ética convergente sostiene, en suma, que solo mediante 631
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caso es que solo en la simultaneidad de ambas operaciones se comporta<br />
ella en su modo auténtico. Confianza y desconfianza no pueden constituir<br />
por lo tanto una relación contradictoria, como podría parecer. Una confianza<br />
extrema es tan irracional como una extrema desconfianza. Confiar<br />
en todo es ingenuidad pueril e irresponsable; desconfiar de todo equivale<br />
a una clausura paralizante. La auténtica racionalidad tiene que expresarse<br />
mediante un peculiar oxímoron: una confianza desconfiada o una desconfianza<br />
confiada. Confianza y desconfianza son actitudes complejas y que<br />
admiten grados diversos de operación, y que, por lo mismo, no solo no<br />
son totalmente incompatibles, sino que determinan la búsqueda racional<br />
de convergencia. Esto vale, creo, tanto para la función teórica como para<br />
la función práctica de la razón: tanto para la producción de conocimiento<br />
como para la guía de la acción.<br />
Es este segundo aspecto el que aquí me interesa. En su carácter de proveedora<br />
de “principios a priori”, es decir, de fundamentos, es la razón práctica<br />
una instancia anticonflictiva por excelencia. “Guiar” la acción humana es<br />
ayudarla a dar cuenta de los conflictos por las que dicha acción inexorablemente<br />
atraviesa. Para la razón fundamentadora nada hay, en la praxis, más<br />
importante que evitar un conflicto que puede evitarse o resolverlo si puede<br />
resolverse. Más aún: ese “lado” de la razón incluye la disposición incluso<br />
a disolver conflictos, es decir, a eliminar una de las partes en conflicto, o<br />
subordinarla a la otra. La teoría de la razón en que he venido, desde hace<br />
varios decenios, sustentando mi propuesta de una “ética convergente”<br />
concibe que en la dimensión fundamentadora de la razón la anticonflictividad<br />
es constitutiva. Esto determina la ilusión, la falsa convicción, la ilimitada<br />
confianza de que puede salir siempre airosa en su manejo de los conflictos.<br />
Proyectada a la realidad social y política, representa la confianza “ilustrada”<br />
de la razón en sí misma, lo cual suele derivar en la instalación de regímenes<br />
políticos autoritarios o totalitarios. Toda unilateralización es tergiversadora,<br />
y lo mismo ocurre cuando viene por el lado de la otra dimensión, la crítica,<br />
que, si ejerce el monopolio, deriva en posturas escépticas o relativistas.<br />
La convergencia entre las dos dimensiones es posible porque la crítica no<br />
representa una postura contradictoria con la fundamentación: no es -bien<br />
entendida- un panegírico de la conflictividad, sino simplemente una percatación<br />
y asunción de la misma.<br />
Al hablar de la bidimensionalidad de la razón trato de acentuar su paradójica<br />
bifuncionalidad, y de distinguirla de otra bifuncionalidad que también es<br />
propia de la razón: la correspondiente a lo que desde Kant se alude cuando<br />
se contraponen los términos “razón teórica” y “razón práctica”. En ambos<br />
casos la razón conserva, a mi juicio, su carácter de facultad única. Lo que<br />
llamo “dimensión fundamentadora” es la necesidad racional de dar respuestas<br />
a las preguntas “por qué”. Entiendo que, en definitiva, los “principios”<br />
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