Darnton, John - Experimento

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07.11.2014 Views

Normalmente, Jude no hubiera hecho caso de las habladurías. Pero lo cierto era que estaban consiguiendo ponerlo nervioso. Experimentaba una vaga sensación de ansiedad. Todo había comenzado con aquella inquietante charla con Bashir. Un hombre con un mechón blanco en el cabello. El pequeño afgano parecía tan seguro de lo que decía... Y ahora aquellos rumores de que él tenía un doble. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Jude no utilizaba con facilidad el término paranoico. Siendo un purista en lo referente al uso del lenguaje, consideraba que la palabra se utilizaba con excesiva frecuencia. Sin embargo, si alguien le hubiese preguntado cómo se sentía, y si él hubiera contestado a la pregunta con sinceridad, su respuesta habría sido: «Paranoico.» Durante el fin de semana, el domingo, Tizzie y él tuvieron su primera pelea. El sábado por la noche estuvieron en un restaurante de la Tercera Avenida. Durante toda la cena Tizzie se mostró distante y distraída. En cierto momento, Jude advirtió que su compañera miraba algo por encima de su hombro y también notó que, antes de apartar la vista, hizo un gesto de sorpresa. Jude se volvió y, a través de la ventana, le pareció ver a alguien, quizá un hombre, o tal vez sólo una sombra, fundiéndose con la oscuridad. Tizzie no le dio importancia al incidente y dijo que no había sido nada, sólo un hombre de horrible aspecto que miraba hacia el interior del local. Poco después, salieron del restaurante. A la mañana siguiente, Jude se sintió indispuesto y decidió quedarse en la cama. Tizzie acudió al apartamento, utilizando para entrar la llave que él le había dado hacía poco. Para Jude eso fue indicio de que habían llegado a un punto crucial en su relación, mientras que ella consideró que simplemente era una cuestión de comodidad. A él, por su parte, y aunque se abstuvo de comentarlo, le dolió que ella no le hubiera dado una llave de su propio apartamento. Jude tenía unas décimas y Tizzie se metió en la cocina para prepararle sopa y té. Cuando ella le llevó la comida, él no quiso tomar nada. Entonces Tizzie trató de ponerle el termómetro y él no quiso. Le puso otra manta y Jude se la quitó. Todos aquellos cuidados, aquella solicitud tan femenina, no lograron sino fastidiarlo. —Lo único que necesito es que me dejen en paz —dijo de forma casi grosera. Tizzie respingó y por su rostro cruzó una expresión dolida que inmediatamente se convirtió en enfado. La joven giró sobre sus talones y salió del apartamento dando un portazo. ¿Por qué demonios había tenido que portarse de aquel modo?, se reprendió Jude. Más tarde la llamó para disculparse. Pareció que aceptaba la disculpa, pero su tono siguió siendo frío, lo cual era intranquilizador. A Jude le inquietaba lo mucho que Tizzie había llegado a importarle. Se conocían desde hacía menos de dos semanas, y él —cosa absolutamente insólita—, ya se preocupaba por ella más que por sí mismo. Se dijo que tal vez eso se debiera a que Tizzie le gustaba demasiado y, a causa de ello, le costaba aceptar sus cuidados. Por primera vez se sentía cómodo con una mujer, era capaz de hablar y actuar con sinceridad y abandonar las poses que había adoptado con otras. Descubrió, no sin cierta sorpresa inicial, que a ella parecía gustarle él, y no la imagen de él que ella se había forjado, y le encantaba la fluidez que eso daba a la relación entre ambos. Quizá Tizzie consiguiera que se abriese totalmente a ella, cosa que otras muchas mujeres habían intentado antes en vano. Pero... ¿eran recíprocos tales sentimientos? Aquélla era la gran pregunta. A él le parecía que las cosas iban viento en popa. Por él, comenzarían inmediatamente a vivir juntos, pero no se atrevía a proponérselo por temor a que ella no aceptase. En Tizzie 83

había algo misterioso que quedaba fuera del alcance de Jude, y éste temía que su interés por él no tardara en desvanecerse. Haz frente a la realidad, se dijo, tú estás más colado por ella que ella por ti. Quería saberlo todo acerca de Tizzie: cómo fue su niñez, dónde pasó sus vacaciones, qué tal día había tenido, qué estaba pensando. Pero ella no parecía dispuesta a dar explicaciones. Se había producido una especie de inversión de papeles, pues antes el acusado de ser inescrutable solía ser él. Y ahora estaba a punto de comenzar una nueva semana y Tizzie estaba de viaje y ni siquiera le había dicho adónde había ido. Se reprendió de nuevo por estar actuando como un idiota. Se prometió que, cuando Tizzie volviera, se mostraría especialmente solícito con ella. El lunes, ya casi repuesto, Jude dedicó el día a hacer promoción de su libro. Seguía sintiéndose un poco perplejo por el éxito de La máscara de la muerte, un éxito que en gran medida se debía a la gran cantidad de publicidad que la novela había recibido. La editorial, que, por cierto, era otra de las empresas de Tibbett, había llegado al extremo de enviar por correo pequeñas máscaras blancas de la muerte a los principales críticos. Jude tenía que reconocer que aquel alarde publicitario lo tenía impresionado. Durante el día concedió entrevistas a diversos colegas. Hacerlo le resultó fatigoso, ya que estaba acostumbrado a formular preguntas, no a contestarlas. Además, le molestaba darse cuenta de que en todas las entrevistas caía en la misma palabrería. Cuando escuchaba sus declaraciones grabadas, reconocía las palabras y recordaba haberlas pronunciado, pero la voz le parecía la de un extraño. Era como contemplar su foto en los anuncios de prensa; cuando la vio por primera vez, su reacción fue extraña. Le pareció que la foto era de un desconocido, de alguien casi totalmente ajeno a él. Caramba, se dijo, procura tranquilizarte. Por la tarde tuvo que ir a firmar ejemplares de su novela en la librería Words Ink del SoHo. Fue un auténtico desastre. Jude llegó tarde porque estuvo atrapado durante veinte minutos en el sofocante y oscuro interior del tren número 6, que se quedó detenido en un túnel, entre dos estaciones. Por el sistema de megafonía se anunció a los pasajeros lo que éstos ya sabían: que el tren había sufrido un retraso. Jude salió del metro en Astor Place, y en aquel preciso momento comenzó a caer un auténtico diluvio. Corrió hasta la librería y llegó jadeando, con el cabello pegado a la cabeza y la ropa empapada. La encargada, una cincuentona huesuda que llevaba el pelo recogido en un pequeño moño, lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa forzada. Cerca de la ventana habían colocado un escritorio con el tablero cubierto de cuero sobre el cual había un montón de ejemplares de La máscara de la muerte. A un lado había un cartel en el que aparecía su retrato y la ubicua máscara blanca. A la izquierda del escritorio se veía un buffet con una fuente de galletas saladas y otra con pedacitos de queso. Junto a ellas, varias botellas verdes de vino y un batallón de vasos de plástico. A Jude le bastó un vistazo para darse cuenta de que había muchísimos más vasos que público. La encargada le siguió la mirada y adivinó lo que estaba pensando. —Por lo general, no tenemos firmas de... —titubeó la mujer buscando la palabra adecuada— de libros como el suyo. La frase sonó a acusación y, por si no había quedado suficientemente claro, el siguiente comentario de la mujer disipó cualquier duda: 84

había algo misterioso que quedaba fuera del alcance de Jude, y éste temía que su interés<br />

por él no tardara en desvanecerse.<br />

Haz frente a la realidad, se dijo, tú estás más colado por ella que ella por ti. Quería<br />

saberlo todo acerca de Tizzie: cómo fue su niñez, dónde pasó sus vacaciones, qué tal día<br />

había tenido, qué estaba pensando. Pero ella no parecía dispuesta a dar explicaciones.<br />

Se había producido una especie de inversión de papeles, pues antes el acusado de ser<br />

inescrutable solía ser él.<br />

Y ahora estaba a punto de comenzar una nueva semana y Tizzie estaba de viaje y ni<br />

siquiera le había dicho adónde había ido. Se reprendió de nuevo por estar actuando como<br />

un idiota. Se prometió que, cuando Tizzie volviera, se mostraría especialmente solícito<br />

con ella.<br />

El lunes, ya casi repuesto, Jude dedicó el día a hacer promoción de su libro.<br />

Seguía sintiéndose un poco perplejo por el éxito de La máscara de la muerte, un<br />

éxito que en gran medida se debía a la gran cantidad de publicidad que la novela había<br />

recibido. La editorial, que, por cierto, era otra de las empresas de Tibbett, había llegado al<br />

extremo de enviar por correo pequeñas máscaras blancas de la muerte a los principales<br />

críticos. Jude tenía que reconocer que aquel alarde publicitario lo tenía impresionado.<br />

Durante el día concedió entrevistas a diversos colegas. Hacerlo le resultó fatigoso,<br />

ya que estaba acostumbrado a formular preguntas, no a contestarlas. Además, le<br />

molestaba darse cuenta de que en todas las entrevistas caía en la misma palabrería.<br />

Cuando escuchaba sus declaraciones grabadas, reconocía las palabras y recordaba<br />

haberlas pronunciado, pero la voz le parecía la de un extraño. Era como contemplar su<br />

foto en los anuncios de prensa; cuando la vio por primera vez, su reacción fue extraña. Le<br />

pareció que la foto era de un desconocido, de alguien casi totalmente ajeno a él.<br />

Caramba, se dijo, procura tranquilizarte.<br />

Por la tarde tuvo que ir a firmar ejemplares de su novela en la librería Words Ink del<br />

SoHo. Fue un auténtico desastre. Jude llegó tarde porque estuvo atrapado durante veinte<br />

minutos en el sofocante y oscuro interior del tren número 6, que se quedó detenido en un<br />

túnel, entre dos estaciones. Por el sistema de megafonía se anunció a los pasajeros lo<br />

que éstos ya sabían: que el tren había sufrido un retraso. Jude salió del metro en Astor<br />

Place, y en aquel preciso momento comenzó a caer un auténtico diluvio.<br />

Corrió hasta la librería y llegó jadeando, con el cabello pegado a la cabeza y la ropa<br />

empapada. La encargada, una cincuentona huesuda que llevaba el pelo recogido en un<br />

pequeño moño, lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa forzada. Cerca de la<br />

ventana habían colocado un escritorio con el tablero cubierto de cuero sobre el cual había<br />

un montón de ejemplares de La máscara de la muerte. A un lado había un cartel en el que<br />

aparecía su retrato y la ubicua máscara blanca. A la izquierda del escritorio se veía un<br />

buffet con una fuente de galletas saladas y otra con pedacitos de queso. Junto a ellas,<br />

varias botellas verdes de vino y un batallón de vasos de plástico. A Jude le bastó un<br />

vistazo para darse cuenta de que había muchísimos más vasos que público.<br />

La encargada le siguió la mirada y adivinó lo que estaba pensando.<br />

—Por lo general, no tenemos firmas de... —titubeó la mujer buscando la palabra<br />

adecuada— de libros como el suyo.<br />

La frase sonó a acusación y, por si no había quedado suficientemente claro, el<br />

siguiente comentario de la mujer disipó cualquier duda:<br />

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