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Darnton, John - Experimento

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¡El mulero de Pinocho!<br />

Jude dio con la dirección que buscaba, el 1230 de York, que correspondía a uno de<br />

los accesos de entrada a la Universidad Rockefeller. Subió por una cuesta, pasando junto<br />

a unos operarios que estaban cortando el césped, y entró en el Founders Hall, cuya<br />

fachada estaba cubierta de hiedra. Un busto de <strong>John</strong> D. le dio la bienvenida. Llegó ante el<br />

mostrador de recepción, sacó un papel y leyó el nombre que había encontrado en el<br />

archivo electrónico del Mirror.<br />

—La doctora Tierney, de Investigación —le dijo al vigilante uniformado. Anticipando<br />

la siguiente pregunta, añadió—: Me está esperando.<br />

Le dijeron que aguardase. Tras el inevitable período de espera neoyorquino de diez<br />

minutos —no tan largo como para resultar descortés, pero suficiente para dejar claro que<br />

la visita constituía una intrusión— lo acompañaron al cuarto piso. Se sentó en un sillón,<br />

frente a una secretaria que estaba tecleando ante un ordenador. La mujer lo miró de<br />

arriba abajo y luego levantó lánguidamente un teléfono.<br />

—El caballero del Mirror —anunció haciendo irónicas pausas entre palabra y<br />

palabra.<br />

La puerta se abrió y por ella apareció una joven con blusa azul y bata blanca de<br />

laboratorio. En el bolsillo del pecho llevaba unas gafas. El cabello, largo y oscuro, le caía<br />

sobre los hombros, y tenía unas marcadas ojeras que le daban un aspecto interesante.<br />

—Soy la doctora Tierney —dijo al tiempo que le tendía la mano.<br />

Jude se la estrechó y la notó fuerte y cálida.<br />

—Elizabeth Tierney —añadió ella, como corrigiéndose.<br />

—Jude Harley.<br />

—Lamento haberlo hecho esperar. No me dijeron que había usted llegado.<br />

La secretaria alzó una ceja.<br />

A Jude le agradó la disculpa. Era evidente que la mujer no era neoyorquina, pues<br />

tenía un ligero acento del Medio Oeste. Jude le echó alrededor de treinta años, la misma<br />

edad que él.<br />

—Pase, por favor —le ofreció la mujer tras un breve silencio.<br />

En su despacho, lo oficial y lo íntimo se entremezclaban. Gruesos volúmenes<br />

médicos junto a libros de poesía. Jude se fijó en los autores: Yeats, Blake, Baudelaire...<br />

Había montones de papeles de trabajo mezclados con cosas personales:<br />

correspondencia, una maqueta de coche deportivo hecha con perchas de alambre, un<br />

abultado filofax y fotos en la repisa de una ventana. En las paredes había una diana de<br />

dardos con una foto de Freud en ella, una reproducción de Kandinsky, un gran póster en<br />

el que aparecía una célula humana ampliada, diplomas enmarcados y un tablón de<br />

anuncios lleno de postales, muchas de ellas con fotos de paisajes tropicales. En la pared<br />

sobre el escritorio había dos tallas africanas.<br />

—¿Café? —ofreció la doctora al tiempo que señalaba un sofá.<br />

Jude asintió con la cabeza y añadió que lo tomaba con leche y azúcar. Le agradó ver<br />

que ella iba personalmente a buscarlo a una especie de pequeña despensa adjunta. Dos<br />

puntos a su favor.<br />

Cuando la mujer regresó, Jude volvió a sorprenderse gratamente, pues no se situó<br />

tras el escritorio, sino que tomó asiento en un sillón junto al sofá, girada hacia él. La<br />

proximidad siempre era una ventaja en las entrevistas, se dijo, y procedió a sacar del<br />

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