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—Adelante —dijo una voz masculina desde dentro.<br />
Tizzie esperaba encontrar al doctor Brody leyendo un informe científico o algo así.<br />
Pero el hombre estaba sentado a su escritorio, de espaldas a la puerta y con las manos<br />
entrelazadas tras la nuca, mirando a través de las lamas de la persiana un desolado<br />
paisaje: una extensión de césped con grandes calvas que llegaba hasta la cerca. La<br />
actitud de Brody era la de un hombre sumido en la más profunda depresión.<br />
Su apretón de manos fue débil y su atención parecía hallarse en otra parte. Tras un<br />
cuarto de hora de hablar de temas triviales, Brody la condujo a lo que iba a ser la<br />
«estación de trabajo» de la recién llegada. Una vez allí, le presentó al que sería su<br />
compañero, un joven pelirrojo llamado Alfred. Brody le dio a Tizzie unas cuantas<br />
instrucciones mecánicamente y se fue.<br />
Tizzie sintió una inmediata antipatía hacia el pelirrojo Alfred, que era más o menos<br />
de su misma edad. El hombre era a un tiempo oficioso y adulador, y poco menos que se<br />
había postrado ante el doctor Brody. Por otra parte, no se mostró nada amable con ella, e<br />
inmediatamente dejó claro que sólo la consideraba una simple y sumisa auxiliar. No<br />
dejaba de mirar la tarjeta de identidad de Tizzie, y ésta comprendió el porqué de tales<br />
miradas en cuanto le echó un vistazo a la tarjeta de su compañero, cuya autorización de<br />
seguridad era de grado uno, lo cual significaba que el hombre tenía acceso a todos los<br />
departamentos. La joven hizo como si no se hubiera fijado. ¿Para qué darle la<br />
satisfacción?<br />
—¿Qué tal un café? —preguntó Alfred.<br />
—Lo tomaré con mucho gusto.<br />
—No. Quería decir qué tal si me preparas un café.<br />
Cuando Tizzie le llevó la taza, estuvo a punto de tirarle el café encima, pero se<br />
recordó que una buena espía es capaz de todo, incluso de humillarse, con tal de cumplir<br />
con su deber.<br />
Tizzie apenas tardó tres días en cogerle el tranquillo al trabajo. Había momentos en<br />
los que no se sentía del todo infeliz, aunque esto no terminaba de explicárselo, ya que se<br />
pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Skyler y Jude, preocupándose por su<br />
padre, y preguntándose cómo lograría averiguar lo que estaba sucediendo.<br />
Estaba toda la jornada encerrada en el atestado laboratorio trabajando mucho y muy<br />
duro. Su cometido era rutinario y tedioso, y estaba muy por debajo de su capacitación<br />
profesional. Se pasaba horas y horas tiñendo y colocando células en portaobjetos, y luego<br />
se las daba a Alfred para que las analizase. El pelirrojo las aceptaba como si fueran las<br />
ofrendas de un vasallo. Todo en él la sacaba de quicio: la ordenada colección de<br />
bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior, la forma como hacía anotaciones en un libro<br />
que guardaba en el interior de un cajón cerrado con llave, el tono untuoso con que<br />
hablaba con sus superiores cuando se reunía con ellos en la cantina. La joven casi<br />
esperaba verlo frotarse las manos como el dickensiano Uriah Heep, y en una ocasión lo<br />
sorprendió haciéndolo realmente.<br />
Al anochecer, cuando terminaba la jornada de trabajo, Tizzie y sus compañeros eran<br />
conducidos en autobús a una vieja posada de Nueva Inglaterra, la Homestead, en la<br />
cercana población de Greenwich, Connecticut. El alojamiento era confortable, pero la<br />
comida, demasiado abundante y con exceso de salsas, no tardó en cansarla. Por las<br />
noches, o bien daba paseos por las cuidadas calles residenciales de Belle Haven, o bien<br />
se quedaba en su cuarto leyendo novelas de Agatha Christie o Jane Austen.<br />
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