Darnton, John - Experimento

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07.11.2014 Views

periódicos y, por reflejo, le echó un vistazo a los titulares. En el mundo no estaba sucediendo nada importante. Esperaba que la visita compensara el gasto. Comenzaba a sentirse preocupado por el dinero. Si Skyler tenía que permanecer una larga temporada en el hospital, muy pronto se quedarían sin fondos. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de volver a su vieja identidad y cargar los honorarios a su propio seguro médico, pero eso suponía que podrían localizarlo. Por otra parte, cuanto más tiempo se quedasen por aquellos contornos, más pistas dejarían a sus perseguidores. Se dirigió al lugar en el que comenzaba el museo. Desde allí partían varios senderos que comunicaban los distintos pabellones de estuco. No vio moros en la costa, así que se dirigió directamente al edificio color chocolate de techo plano y gruesos muros que quedaba a su derecha y en el que un cartel anunciaba: Reptiles e invertebrados. El interior estaba en penumbra y por unos momentos el deslumbrado Jude no logró ver nada. Percibió el acre olor de la orina y el sudor, y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz. A su derecha había un terrario. Sobre la tierra compacta, entre las ramas y troncos sin corteza que llenaban el suelo, descansaban grandes tortugas, inmóviles bajo sus enormes caparazones. A su izquierda, en otro terrario similar, había monstruos de Gila de más de un palmo de longitud. Sus cuerpos eran negros y estaban moteados por manchas de color entre rojo y naranja. Más adelante estaban las serpientes, unas inmóviles, como dormidas, y otras que se deslizaban sigilosamente entre las piedras y las ramas. Frente a ellas, unos cuantos niños, tan inmóviles como lo habían estado las tortugas, contemplaban fascinados a una serpiente de cascabel enroscada alrededor de un tronco. Al fin Jude llegó a la sección de los lagartos. Los había a docenas, de todos los colores y tamaños. Unos tenían la cola corta; otros, larga; algunos poseían crestas dorsales con forma de dientes de sierra; a otros les colgaban de la barbilla finas papadas de piel escamosa. Los había que apenas eran visibles entre el barro o que se hallaban encaramados como centinelas en lo alto de troncos. Cuanto más se fijaba Jude en el interior de las jaulas de cristal, más lagartos distinguía. La mayor parte de ellos permanecía inmóvil, pero de cuando en cuando algunos iban de un lado a otro sin propósito aparente, moviéndose con una rapidez que tenía algo de alarmante. Podía acercarse y mirar a los animales a los ojos. Había un lagarto cornudo tejano (Phynosoma cornutum) de cuerpo plano salpicado de púas y rostro de aspecto diabólico. Y una iguana común (Iguana iguana) de más de medio metro, que se aferraba al tronco de un árbol con finos dedos que terminaban en largas uñas negras. Y luego estaba la iguana chuckwalla (Sauromalus obesas), que medía cuarenta centímetros y poseía un extraño cuerpo bicolor y luminiscente. Según el cartel explicativo, el animal tenía el hábito de esconderse en grietas y, cuando se sentía amenazado, hinchaba el cuerpo de forma que fuera imposible arrancarlo de su escondite. No es mala defensa, se dijo Jude. Pero aún no había dado con lo que buscaba. Volvió al exterior y siguió un sinuoso camino que lo condujo a través de los recintos rodeados por fosos donde se exhibían leones de montaña, osos negros, puercoespines, lobos mexicanos, ciervos de cola blanca. Y de pronto lo vio: solo en su pequeño recinto, situado en el lugar más árido y caluroso del parque. El lagarto era idéntico al que había visto hacía un par de días ante la oficina de la reserva india. También estaba encaramado a un madero, y lo miraba con un solo ojo, sin parpadear. Jude se acercó más. Contempló la gruesa piel, las escamas con forma de diamante, la curvatura de la boca, que confería al animal una expresión de crueldad. Advirtió que 223

sus costados subían y bajaban casi imperceptiblemente. Miró fijamente el único ojo visible del lagarto, la pupila esférica que parecía un negro pozo sin fondo. Y, de pronto, Jude recordó. Había visto antes reptiles como aquél. Los conocía de su infancia, los había visto de cerca durante años. Claro, se dijo. Eso es. Teníamos lagartos. Los cuidábamos. A su cerebro acudió una imagen: él, de niño, con las manos apretadas contra el cristal, con la vista fija en los negros y profundos ojos de los lagartos. El momento de evocación quedó interrumpido por la súbita aparición de una figura a su izquierda. Se volvió y vio a una mujer de treinta y tantos años, con el rubio cabello recogido en una cola de caballo y gafas de gruesa montura. La recién llegada le dirigió una sonrisa. —Lo veo muy interesado —dijo—. Son mis favoritos. Jude se fijó en la placa de identificación que la mujer llevaba en el bolsillo superior de su traje de chaqueta: Encargada. Depto. reptiles. —¿Por qué son sus favoritos? —le preguntó Jude con una sonrisa. Y en aquel momento se dio cuenta de que en el pequeño recinto había otra media docena de lagartos como el que estaba contemplando. Por primera vez, leyó el letrero pegado a la barandilla: Lagarto cola de látigo. —Tienen características ciertamente peculiares —contestó ella. —¿Ah, sí? ¿Qué hace nuestro amigo? —En realidad, es amiga. —¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe a cuál de ellos me refiero? —Da lo mismo a cuál se refiera —respondió la mujer sonriendo—. Son partenogenéticos. Ésa es su característica más sobresaliente. —¿Qué significa eso de «partenogenéticos»? Por el rabillo del ojo, Jude pudo ver que se aproximaba la pandilla de ruidosos adolescentes con exceso de hormonas en la sangre. —Significa que se reproducen sin necesidad de que un óvulo sea fecundado — explicó la encargada—. En otras palabras, todos los ejemplares de esta especie son hembras. Jude quedó boquiabierto. —¿No hay ningún macho? ¿Y cómo se las arreglan? —Pues la verdad es que bastante bien. Se duplican a ellas mismas perfectamente por medio de una rudimentaria clonación. De resultas de ello, cada una es exacta a todas las demás. En muchos aspectos, eso parece hacerles la vida más fácil. Yo diría que los miembros de esta pequeña colonia son bastante felices. La mujer se estiró la chaqueta y se acodó en la barandilla. Sonó un coro de risas que se fue haciendo más fuerte. Los chicos y chicas intercambiaban codazos y señalaban hacia el lugar en el que un lagarto cola de látigo estaba montando a otro, en posición inequívocamente coital. Jude miró a los lagartos y luego a su compañera. —¿Y cómo explica usted eso? —Un comportamiento de lo más intrigante. De cuando en cuando, una hembra monta a otra. Es como si guardaran un recuerdo latente. —¿Recuerdo latente? ¿De qué? —Del acto sexual. 224

sus costados subían y bajaban casi imperceptiblemente. Miró fijamente el único ojo visible<br />

del lagarto, la pupila esférica que parecía un negro pozo sin fondo.<br />

Y, de pronto, Jude recordó. Había visto antes reptiles como aquél. Los conocía de su<br />

infancia, los había visto de cerca durante años. Claro, se dijo. Eso es. Teníamos lagartos.<br />

Los cuidábamos. A su cerebro acudió una imagen: él, de niño, con las manos apretadas<br />

contra el cristal, con la vista fija en los negros y profundos ojos de los lagartos.<br />

El momento de evocación quedó interrumpido por la súbita aparición de una figura a<br />

su izquierda. Se volvió y vio a una mujer de treinta y tantos años, con el rubio cabello<br />

recogido en una cola de caballo y gafas de gruesa montura. La recién llegada le dirigió<br />

una sonrisa.<br />

—Lo veo muy interesado —dijo—. Son mis favoritos.<br />

Jude se fijó en la placa de identificación que la mujer llevaba en el bolsillo superior<br />

de su traje de chaqueta: Encargada. Depto. reptiles.<br />

—¿Por qué son sus favoritos? —le preguntó Jude con una sonrisa.<br />

Y en aquel momento se dio cuenta de que en el pequeño recinto había otra media<br />

docena de lagartos como el que estaba contemplando. Por primera vez, leyó el letrero<br />

pegado a la barandilla: Lagarto cola de látigo.<br />

—Tienen características ciertamente peculiares —contestó ella.<br />

—¿Ah, sí? ¿Qué hace nuestro amigo?<br />

—En realidad, es amiga.<br />

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe a cuál de ellos me refiero?<br />

—Da lo mismo a cuál se refiera —respondió la mujer sonriendo—. Son<br />

partenogenéticos. Ésa es su característica más sobresaliente.<br />

—¿Qué significa eso de «partenogenéticos»?<br />

Por el rabillo del ojo, Jude pudo ver que se aproximaba la pandilla de ruidosos<br />

adolescentes con exceso de hormonas en la sangre.<br />

—Significa que se reproducen sin necesidad de que un óvulo sea fecundado —<br />

explicó la encargada—. En otras palabras, todos los ejemplares de esta especie son<br />

hembras.<br />

Jude quedó boquiabierto.<br />

—¿No hay ningún macho? ¿Y cómo se las arreglan?<br />

—Pues la verdad es que bastante bien. Se duplican a ellas mismas perfectamente<br />

por medio de una rudimentaria clonación. De resultas de ello, cada una es exacta a todas<br />

las demás. En muchos aspectos, eso parece hacerles la vida más fácil. Yo diría que los<br />

miembros de esta pequeña colonia son bastante felices.<br />

La mujer se estiró la chaqueta y se acodó en la barandilla.<br />

Sonó un coro de risas que se fue haciendo más fuerte. Los chicos y chicas<br />

intercambiaban codazos y señalaban hacia el lugar en el que un lagarto cola de látigo<br />

estaba montando a otro, en posición inequívocamente coital.<br />

Jude miró a los lagartos y luego a su compañera.<br />

—¿Y cómo explica usted eso?<br />

—Un comportamiento de lo más intrigante. De cuando en cuando, una hembra<br />

monta a otra. Es como si guardaran un recuerdo latente.<br />

—¿Recuerdo latente? ¿De qué?<br />

—Del acto sexual.<br />

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