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Darnton, John - Experimento

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Siguió caminando Quinta Avenida arriba. Por lo demás, es decir, profesionalmente,<br />

las cosas le iban bien. En el New York Mirror le estaban encargando trabajos cada vez<br />

más interesantes, y cada semana aparecían tres o cuatro colaboraciones suyas firmadas<br />

Si seguía así, tal vez algún día conseguiría una columna, un púlpito desde el que le sería<br />

posible airear su talento a los cuatro vientos. Le gustaba el turbulento mundo del<br />

periodismo dirigido a las masas, y sabía que a él se le daba particularmente bien. Tenía<br />

buenos codos y excelentes reflejos. En una ocasión tuvo una entrevista de trabajo en el<br />

New York Times y le echó atrás la petulancia del redactor jefe que habló con él y esa<br />

redacción que parecía tan poco animada como la oficina principal de una empresa de<br />

seguros. Decidió no acudir a la segunda entrevista.<br />

Había algo más: una novela que escribió años atrás y que había tratado inútilmente<br />

de colocar en casi todas las editoriales de la ciudad al fin había sido publicada. Para su<br />

sorpresa, las ventas estaban yendo bien, gracias en gran medida a la briosa campaña de<br />

promoción y publicidad que estaba haciendo el editor. Tenía que admitir que<br />

experimentaba una sensación de euforia cuando entraba en una librería y veía en los<br />

exhibidores la familiar portada: una sobrecubierta azul en la que aparecía un grotesco<br />

rostro de escayola blanca. El título, La máscara de la muerte, estaba impreso en letras<br />

plateadas y en relieve.<br />

En la calle Cincuenta y cuatro, Jude se detuvo ante un café ambulante, un remolque<br />

de aluminio propiedad de Bashir, un afgano. A Bashir le encantaba hablar, sobre todo<br />

acerca de los talibanes, los fundamentalistas que se habían hecho con el control de su<br />

país natal. Dos años atrás, cuando el Mirror, tratando de obtener una imagen más<br />

respetable, comenzó a publicar reportajes internacionales, Jude viajó a Afganistán para<br />

efectuar una serie de reportajes sobre los campos de refugiados. A Bashir le encantó<br />

encontrar a alguien que al menos conocía los nombres de las capitales de provincia de su<br />

país, por lo que trataba a Jude como a un amigo muy especial.<br />

Pero aquella mañana Jude no tenía ganas de charla, así que dejó sobre el mostrador<br />

los cincuenta centavos de su café —con leche y doble de azúcar— y dirigió al propietario<br />

una muda inclinación.<br />

En su cadenciosa jerga neoyorquina, Bashir le preguntó si se había enterado de que<br />

otra aldea del norte de Afganistán cuyo nombre Jude no terminó de entender del todo<br />

también había caído en manos de los talibanes.<br />

Jude contestó que no, que no se había enterado.<br />

—Ahora ya controlan el noventa por ciento del país —dijo tristemente Bashir—. La<br />

situación es muy mala.<br />

Jude asintió comprensivo.<br />

—No sé qué sucederá. Mi pobre país. La forma como allí tratan a la gente es<br />

horrible.<br />

—Lo sé —dijo Jude cogiendo el café, metido en una bolsa de papel marrón, que el<br />

otro le tendía.<br />

Ambos hombres permanecieron por un momento en silencio.<br />

—Que tenga usted un buen día —exclamó Bashir de pronto sonriendo y dejando ver<br />

un diente de oro.<br />

—Lo mismo digo —contestó Jude.<br />

Entró en el edificio del periódico pensando en Bashir y en la gente como él, que tenía<br />

auténticos problemas y se esforzaba denodadamente por salir adelante. El café<br />

ambulante parecía tan sólido y acogedor... En una ventanilla lateral había pegadas fotos<br />

de hermosos niños de cabello negro; la calderilla se amontonaba sobre un paño de cocina<br />

tendido sobre el mostrador mientras Bashir se afanaba a servir a sus clientes entre el<br />

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