Darnton, John - Experimento

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07.11.2014 Views

endurecido se veían nítidamente las huellas de los cascos de las mulas. Pero Jude sabía que debía desviarse por el túnel de la derecha, que era de menor tamaño. Unos treinta metros más adelante, el túnel descendía y pasaba bajo unos pandeados soportes de madera. Después se estrechaba hasta el extremo de que a Jude le era posible tocar ambas paredes a la vez. Y fue entonces cuando volvieron, redoblados, sus miedos infantiles. Una oleada de claustrofobia lo envolvió produciéndole tal impacto que decidió sentarse y permanecer sin moverse un buen rato. Transcurridos diez minutos completos, se levantó, siguió caminando y llegó a otra bifurcación. Esta vez torció a la izquierda y se dio cuenta de que había seguido una gran flecha blanca pintada en la superficie de la roca. Recordaba de algo aquella flecha. Treinta metros más adelante tuvo que detenerse ante los restos de un antiguo derrumbamiento. Una viga se había partido y una de sus mitades se hallaba atravesada en el túnel; la tierra y los cascotes habían formado una barrera que impedía totalmente el paso. Jude sintió una complicada mezcla de emociones: por un lado, no iba a poder llegar a un destino que lo atraía con fuerza inexplicable; y por otro, casi le alegraba tener que dar media vuelta y volver al exterior. Pero entonces se dio cuenta de que bajo la media viga no había nada, sólo una oscura oquedad. Apuntó el haz de la linterna hacia el hueco. Lo que se había desplomado no era sólo una viga, sino todo un techo, bajo el cual había quedado una especie de pasadizo de poco más de cincuenta centímetros de altura. Quizá podría atravesarlo gateando. Lo inspeccionó detenidamente con la linterna; se estrechaba hacia el fondo, lo cual quería decir que correría el riesgo de quedarse atascado... o quizá algo peor. Podía alterar el precario equilibrio de las maderas y los cascotes y provocar un nuevo derrumbamiento. Miró de nuevo el angosto pasadizo tratando de dominar el pánico que le oprimía el pecho. Se puso a gatas y se tumbó de bruces. Bajó la cabeza y comenzó a reptar, con la linterna por delante, impulsándose con los pies en el suelo de roca. Cerró los ojos y siguió avanzando. Notaba la humedad de la roca que lo rodeaba, la inmensidad de la pétrea crisálida en cuyo interior se hallaba, y percibía lo viciado que estaba el aire que le entraba en los pulmones. A mitad del pasadizo se detuvo y abrió los ojos. Fue un error, pues la madera de arriba y la roca de debajo parecían converger formando una especie de cuña. Las paredes del pequeño túnel se hallaban a menos de un palmo de su nariz. Cerró de nuevo los ojos y siguió reptando: otros quince centímetros, otro palmo... Notó el roce de un madero en la espalda y oyó un sonido. Algo se había movido y vio que del bajo techo caía un reguero de polvo que formó rápidamente un pequeño montículo sobre el suelo. Y, de pronto, llegó al final del pasadizo. Sacó las piernas y se puso en pie jadeando. Pero no permaneció inmóvil mucho rato. Un somero vistazo a la luz de la linterna le bastó para darse cuenta de que ya casi había llegado a su destino. Caminó otros diez metros y el túnel se abrió bruscamente: estaba en la boca de una gran caverna. El suelo era de roca lisa y los costados se alzaban como muros. Del techo pendían cables eléctricos de los que colgaban casquillos de bombilla, había tuberías de agua y, cosa aún más sorprendente, también había mobiliario y equipo. Jude recordaba aquella sala. La había conocido de niño. Movió lentamente el haz de la linterna en todas direcciones y vio los restos del equipo que en otro tiempo estuvo allí instalado: largas mesas blancas de superficie esmaltada, fregaderos dobles, estantes para almacenar matraces, probetas y microscopios, e incluso perchas para las batas y las mascarillas. Era el emplazamiento ideal para un laboratorio: aislado bajo tierra del mundo exterior, sin contaminantes, con una temperatura constante y unas condiciones casi herméticas. Jude se dijo que aquél también era el escondite perfecto. Inspeccionó la sala. Daba la sensación de que nadie había pasado por allí en mucho tiempo. Abrió los cajones, examinó los estantes, miró en los cubos de basura. Se lo 189

habían llevado todo menos el equipamiento más básico. En un rincón se veía un montón de basura. Entre los desperdicios había cajas de cartón vacías, un pequeño aparato esterilizador al que le faltaba el cable eléctrico, pilas usadas y varios pares de guantes de látex. Cerró los ojos y trató de imaginar el lugar plenamente equipado y funcionando, pero las imágenes parecían hallarse fuera de su alcance. Entonces oyó un ruido. Procedía del túnel por el que había llegado y era una especie de tenue rumor que muy bien podía ser el de unos pasos. Apagó la linterna y, cuando la caverna quedó totalmente a oscuras, distinguió un punto de luz al fondo del túnel cuya intensidad parecía fluctuar como si estuvieran manipulando la mecha de un quinqué. Jude no tardó en comprender que se trataba del haz de una linterna yendo y viniendo por el túnel. Sintió un escalofrío y notó un nudo en la boca del estómago. Se desplazó hacia un lado de la caverna. Tanteando, tocó la pulida superficie de una mesa, luego nada, luego la pared de roca y, siguiéndola, llegó hasta un gran armario. Se escondió sigilosamente tras él y esperó, siempre con la vista fija en el pequeño punto de luz. El sonido aumentó de volumen. Jude comprendió que su perseguidor, quienquiera que fuese, estaba atravesando el mismo angosto túnel que él había usado. Por un instante se planteó la posibilidad de correr hasta el túnel para caer sobre el intruso en el momento en que éste saliera del pasadizo. Sin embargo, no se movió de su escondite. Los gruñidos de alguien haciendo esfuerzos sonaban tan cerca que Jude comprendió que ya era demasiado tarde para hacer nada contra su perseguidor. La luz era más brillante y se movía de un lado a otro. Sin duda, el intruso ya se había puesto en pie. Jude se pegó a la pared y permaneció inmóvil, sin respirar apenas. Los segundos discurrieron lentos, hasta que la luz inundó la sala como una explosión. El haz de la linterna del intruso iluminó el otro extremo de la sala y Jude, medio cegado, alcanzó a distinguir el redondo borde metálico de la linterna, el fuerte haz abriéndose en V y la tenue forma de la mano que la empuñaba. El desconocido se desplazó hacia el muro contra el que estaba Jude y, lentamente, comenzó a rodear la sala sosteniendo la linterna ante sí como si fuera un escudo protector. Jude contuvo el aliento mientras el intruso seguía acercándose. Cuando estuvo prácticamente a su lado, lo agarró con ambas manos. La linterna rodó sobre el suelo de roca, y su haz iluminó el techo y las paredes de la caverna. Un breve grito de sorpresa y un movimiento de resistencia. Jude sintió el golpe de un brazo bajo la barbilla, pero no soltó al intruso y logró derribarlo. Cayó al suelo sobre él, lo agarró por un brazo y se lo retorció cruelmente a la espalda. El desconocido quedó inmóvil y dijo: —Jude ¿eres tú? La voz era débil, sonaba asustada. Jude tanteó con la otra mano y encontró su linterna. La encendió y la apuntó hacia abajo. —¡Tizzie! —exclamó—. ¿Qué demonios haces tú aquí? 190

endurecido se veían nítidamente las huellas de los cascos de las mulas. Pero Jude sabía<br />

que debía desviarse por el túnel de la derecha, que era de menor tamaño.<br />

Unos treinta metros más adelante, el túnel descendía y pasaba bajo unos pandeados<br />

soportes de madera. Después se estrechaba hasta el extremo de que a Jude le era<br />

posible tocar ambas paredes a la vez. Y fue entonces cuando volvieron, redoblados, sus<br />

miedos infantiles. Una oleada de claustrofobia lo envolvió produciéndole tal impacto que<br />

decidió sentarse y permanecer sin moverse un buen rato. Transcurridos diez minutos<br />

completos, se levantó, siguió caminando y llegó a otra bifurcación. Esta vez torció a la<br />

izquierda y se dio cuenta de que había seguido una gran flecha blanca pintada en la<br />

superficie de la roca. Recordaba de algo aquella flecha. Treinta metros más adelante tuvo<br />

que detenerse ante los restos de un antiguo derrumbamiento. Una viga se había partido y<br />

una de sus mitades se hallaba atravesada en el túnel; la tierra y los cascotes habían<br />

formado una barrera que impedía totalmente el paso. Jude sintió una complicada mezcla<br />

de emociones: por un lado, no iba a poder llegar a un destino que lo atraía con fuerza<br />

inexplicable; y por otro, casi le alegraba tener que dar media vuelta y volver al exterior.<br />

Pero entonces se dio cuenta de que bajo la media viga no había nada, sólo una<br />

oscura oquedad. Apuntó el haz de la linterna hacia el hueco. Lo que se había desplomado<br />

no era sólo una viga, sino todo un techo, bajo el cual había quedado una especie de<br />

pasadizo de poco más de cincuenta centímetros de altura. Quizá podría atravesarlo<br />

gateando. Lo inspeccionó detenidamente con la linterna; se estrechaba hacia el fondo, lo<br />

cual quería decir que correría el riesgo de quedarse atascado... o quizá algo peor. Podía<br />

alterar el precario equilibrio de las maderas y los cascotes y provocar un nuevo<br />

derrumbamiento. Miró de nuevo el angosto pasadizo tratando de dominar el pánico que le<br />

oprimía el pecho. Se puso a gatas y se tumbó de bruces. Bajó la cabeza y comenzó a<br />

reptar, con la linterna por delante, impulsándose con los pies en el suelo de roca. Cerró<br />

los ojos y siguió avanzando. Notaba la humedad de la roca que lo rodeaba, la inmensidad<br />

de la pétrea crisálida en cuyo interior se hallaba, y percibía lo viciado que estaba el aire<br />

que le entraba en los pulmones. A mitad del pasadizo se detuvo y abrió los ojos. Fue un<br />

error, pues la madera de arriba y la roca de debajo parecían converger formando una<br />

especie de cuña. Las paredes del pequeño túnel se hallaban a menos de un palmo de su<br />

nariz. Cerró de nuevo los ojos y siguió reptando: otros quince centímetros, otro palmo...<br />

Notó el roce de un madero en la espalda y oyó un sonido. Algo se había movido y vio que<br />

del bajo techo caía un reguero de polvo que formó rápidamente un pequeño montículo<br />

sobre el suelo.<br />

Y, de pronto, llegó al final del pasadizo. Sacó las piernas y se puso en pie jadeando.<br />

Pero no permaneció inmóvil mucho rato. Un somero vistazo a la luz de la linterna le bastó<br />

para darse cuenta de que ya casi había llegado a su destino. Caminó otros diez metros y<br />

el túnel se abrió bruscamente: estaba en la boca de una gran caverna. El suelo era de<br />

roca lisa y los costados se alzaban como muros. Del techo pendían cables eléctricos de<br />

los que colgaban casquillos de bombilla, había tuberías de agua y, cosa aún más<br />

sorprendente, también había mobiliario y equipo. Jude recordaba aquella sala. La había<br />

conocido de niño.<br />

Movió lentamente el haz de la linterna en todas direcciones y vio los restos del<br />

equipo que en otro tiempo estuvo allí instalado: largas mesas blancas de superficie<br />

esmaltada, fregaderos dobles, estantes para almacenar matraces, probetas y<br />

microscopios, e incluso perchas para las batas y las mascarillas. Era el emplazamiento<br />

ideal para un laboratorio: aislado bajo tierra del mundo exterior, sin contaminantes, con<br />

una temperatura constante y unas condiciones casi herméticas. Jude se dijo que aquél<br />

también era el escondite perfecto.<br />

Inspeccionó la sala. Daba la sensación de que nadie había pasado por allí en mucho<br />

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