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—Pero... Si hubiera un grupo que hiciera caso omiso de las consideraciones éticas,<br />
¿le sería posible, por ejemplo, producir un niño, clonarlo, congelar el clon y luego, años<br />
más tarde, reactivarlo?<br />
—Desde luego. Ya se dispone de la tecnología necesaria. A lo que usted se refiere<br />
es a combinar dos procedimientos que ya existen y que se conocen perfectamente: la<br />
clonación y la criopreservación. En marzo de 1988 en Los Ángeles nació un niño de un<br />
embrión que había permanecido congelado siete años y medio. Creyeron que habían<br />
batido un récord hasta que se enteraron de que un niño nacido en Filadelfia procedía de<br />
un embrión que había permanecido congelado cuatro meses más.<br />
«Naturalmente, para efectuar una clonación retardada haría falta tener razones de<br />
peso. ¿Quién iba a querer tener un niño para luego, años más tarde, producir un<br />
duplicado exacto? Para una cosa así, sólo se me ocurre una razón aceptable.<br />
—¿Cuál? —preguntó Jude.<br />
—El dolor. Si quisiera usted muchísimo a un hijo, y ese hijo muriese, y la pérdida se<br />
le hiciera insoportablemente dolorosa, tal vez tratara usted de recrearlo. Naturalmente,<br />
conseguirlo al ciento por ciento sería imposible, ya que el proceso de clonación<br />
desatiende los factores psicológicos y los demás elementos fisiológicos que forman una<br />
personalidad. Y, de todas maneras, tal posibilidad presupone que el progenitor piensa ya<br />
en la sustitución del niño antes de que éste nazca, lo cual es llevar las cosas demasiado<br />
lejos hasta para un pesimista rematado.<br />
—Ha dicho que sólo se le ocurre una razón aceptable —dijo Skyler—. ¿Cuál sería<br />
una razón inaceptable?<br />
—Resulta demasiado absurda. Pertenece al ámbito de la ciencia ficción y nunca<br />
podría plasmarse en la realidad.<br />
—Pero, aunque sea hablar por hablar, ¿cuál sería esa razón?<br />
—Crear un banco de órganos de repuesto. Antes hablábamos de los trasplantes de<br />
órganos. Pese a todos nuestros progresos, a ese respecto todavía estamos en la<br />
prehistoria. Aún tenemos que atiborrar al paciente de drogas inmunodepresoras que unas<br />
veces producen el efecto deseado y otras no. Creamos grandes bancos de datos<br />
informáticos para buscar esa médula ósea que necesitamos entre mil. Ponemos a la<br />
gente en listas, esperando que otra gente sufra accidentes fatales. Imaginen lo que<br />
supondría poder efectuar un trasplante sin el temor de que el sistema inmune del<br />
organismo lo rechace. El órgano trasplantado no sería ajeno, ya que tendría una<br />
constitución genética idéntica a la del órgano al que debía sustituir. Todos esos millares<br />
de maravillosos centinelas que están adiestrados para combatir a los intrusos, los<br />
leucocitos antígenos y los linfocitos T, se quedarían tranquilos y el cuerpo daría la<br />
bienvenida con los brazos abiertos al nuevo órgano. Ése ha sido el sueño de los cirujanos<br />
durante treinta años, desde el momento en que Christian Barnard introdujo el corazón de<br />
una mujer de veinticuatro años muerta en un accidente automovilístico en el pecho de un<br />
hombre de cincuenta y cinco años, Louis Washkansky, concediéndole con ello dieciocho<br />
años más de vida.<br />
Hartman se había apasionado hablando y parecía un poco azorado por ello. Jude y<br />
Skyler permanecían en silencio.<br />
El científico cogió un papel de su escritorio y, con uno de los bolígrafos que llevaba<br />
en el bolsillo superior de su bata, escribió algo en él y se lo tendió Skyler.<br />
—Podemos seguir hablando. Ésta es mi dirección. Vengan esta noche a cenar. A las<br />
siete en punto. Excuso decirles que la cena será informal.<br />
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